Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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El poli enciende un cigarrillo con su mechero.

– No empieces con tus gansadas. A ver, dime una cosa.

– ¿Por qué no invita, sahib?

– Si te portas bien.

– Gracias, sahib.

– No he dicho que te lo dé.

– No, sahib. A sus órdenes, sahib.

– Basta de bobadas. -Mira el cigarrillo entre sus dedos fijamente, como si por un instante no reconociera sus propios dedos ni el cigarrillo-. Dime una cosa…

– El capitán Vickers cabalga al frente de sus lanceros hacia las colinas de Balaklava -dice David-. Media legua, media legua, media legua. Qué más quiere saber.

– Su alteza real Surat Khan -añade Paulino sin recochineo, sin énfasis alguno-, poderoso Emir de todas las tribus del Suristán, es salvado de las garras de un tigre gracias a un certero disparo del capitán Vickers.

– La ponen en el cine Delicias esta semana -aclara David.

– Ya está bien de chunga. Quiero preguntarte algo -dice el inspector apartando la vista para fijarla de nuevo en la pelirroja y seguir sus movimientos al otro lado de la calle-. ¿A tu madre le gusta el café?

– ¿Cómo dice el sahib?

– Si toma café. Si puede tomarlo, vaya.

– Ya me preguntó eso, ¿no se acuerda?

– Pues te lo vuelvo a preguntar.

David lo mira sin saber qué responder. Sin duda el guripa sabe que la pelirroja está delicada de salud, que ha tenido problemas con la presión sanguínea y quizás había pensado invitarla a un café-café. Sigue mirando al otro lado y calla, pero David observa que sus labios se mueven aún sin hablar, y que la punta de la lengua asoma en ellos con frecuencia, como si buscara o eliminara restos de algún sabor. Tiene el labio superior musculoso y bien dibujado, con una diminuta cicatriz vertical, un pliegue oscuro que le da un aire desdeñoso a la boca. Permanece David sin responder cuando Chispa, despatarrado sobre la acera, suelta todo el aire retenido en la barriga, o quién sabe dónde, y parece que se ríe. El aire sale por la boca y suena como el pitido de una cafetera, debilitándose poco a poco hasta acabar en una especie de maullido.

– ¿Lo oye usted? Mi perro maulla como los gatos. Mírelo. Marramiau…

– Te he hecho una pregunta.

– ¡Pues vaya una pregunta, oiga! Ningún poli haría una pregunta como ésa, ya se lo dije una vez…

– Contesta.

– Bueno, ella dice que el médico le prohibió el café y el azúcar. Pero la verdad es que, cuando tiene café, lo toma, y cuando no, pues achicoria, como todo quisqui. Así de sencillo. Café de recuelo, no se vaya usted a creer que somos ricos. Churritos calientes, nata y cosas por el estilo es lo que más le gusta a la memsahib, ya se lo dije… Y ahora perdone, pero mi perro quiere mear… ¡No, qué haces, bonito, no debes oler los zapatos del sahib guripa!

Es casi inaudible el aullido del animal al recibir la patadita suave del inspector, más para sacárselo de encima que otra cosa, y rabiosa y clara la voz de David al tirar de la correa, ¿no ve que el pobre está casi ciego, hombre?, y placentera, dulce y grávida la silueta de la costurera pelirroja examinando con parsimonia unos retales en el tenderete, allí está mi madre, alta, blanca, sofocada por el calor y risueña con su ligero vestido floreado de tantos veranos, el borde de la falda un poco levantado por delante y el paraguas negro plegado bajo la axila, el pañuelo malva ceñido a la cabeza dejando escapar unos rizos rojos en las sienes, todas esas cosas que, una por una, con precisión fotográfica, la mirada persistente del inspector Galván ha registrado ya cuando David le ve dar media vuelta y alejarse, y en el suelo Chispa deja escapar aire nuevamente como si fuera un pellejo.

LA MENTIRA DELA PELIRROJA

Una porfiada estridencia se va desenrollando como una cinta en los oídos, llevándose el sueño e instalando en su lugar el desasosiego. Las manos bajo la nuca y los ojos en el techo, tumbado en su camastro, David convoca otros ruidos y hace por figurarse e imitar devastadores huracanes silbando en palmeras que se doblan abatidas frente a olas rugientes, Varsovia bajo las bombas, o el terremoto de San Francisco atronando en el Delicias con potencia, siempre una octava más alta para silenciar la olla de grillos que acaba siendo su cabeza a estas horas. Finalmente recibe el ronroneo penoso del Spitfire al caer abatido, es un zumbido que esta noche se abre paso de forma más persistente y rabiosa que de costumbre. Enciende la lámpara de flexo sobre la silla y mira la pared frontal. El ventanuco está abierto y entra en el cuarto la noche sofocante con el chirrido de los grillos en el barranco.

Hola, amigo.

Como siempre, empieza admirando la cazadora de cuero y las gafas y el foulard, pero enseguida su atención se desplaza hacia la actitud del piloto frente a la muerte. En medio del páramo calcinado, rodeado de humeante chatarra bélica y seguramente de cadáveres, el aviador permanece de pie con los brazos en jarras y apretando la boquilla de nieve con los dientes, la cazadora incólume, las gafas por encima de la frente y las orejeras del gorro colgando junto a su poderoso y esbelto cuello. Rompiendo tras él la línea dentada del horizonte que sugiere las ruinas de una cota, la columna de humo negro sigue elevándose hacia el cielo desde un amasijo de hierros retorcidos. Si le viera desde el aire algún compañero de escuadrilla, suponiendo que haya alguien de su escuadrilla volando cerca, piensa David, podría intentar una pasada rasante disparando una ráfaga y librarle así de los dos soldados alemanes que le retienen encorvados y tensos con sus metralletas, uno a cada lado y parcialmente visibles, sin acabar de introducirse en el encuadre y de espaldas al objetivo. Del fuselaje del avión sale un crujido metálico, un lamento postrero de hojalata y derrota. David deletrea nuevamente en el costado de la carlinga: The invisible worm. El piloto de caza derribado ladea ligeramente la cabeza y entorna los párpados, como si esquivara un retortijón del humo que se le viene a la cara.

Hello, boy, dice aproximadamente.

¿Todavía no te han matado?

Se lo están pensando. Estos boches son algo lentos de mollera. Como tarden un poco más estallará el depósito de combustible y la palmaremos los tres. ¿Qué te parece?

Bien. Morir matando, por lo menos.

Estos ojos que le miran dormir todas las noches desde ámbitos remotos y devastados expresan confianza y coraje, a pesar de todo, y siempre hay en ellos una chispa de pitorreo. Y eso es extraño, porque cuanto más mira al prisionero más convencido está David de que los alemanes se disponen a coserlo a balazos ahora mismo. En el conjunto de la escena anida una tensión que anuncia el desenlace fatal. El cabrón de poli tenía razón, es hombre muerto. El avión, a su espalda, ha estado a punto de capotar.

El año pasado vi caer un avión en la playa, murmura David.

¿De veras?

La abuela también lo vio, pero no se lo pudo creer, o le daba miedo creérselo, y siempre lo negó. Pero yo lo vi con estos ojos. Era un bombardero B-26.

Esa difusa nubécula blanca que flota sobre la cabeza del piloto es que acaba de estallar en mil fisuras lo que resta del parabrisas de la carlinga, seguramente por la acción del calor. El timón de cola envuelto en llamas se ha desprendido, está cayendo, pero aún no ha llegado al suelo. Te estoy hablando de tu cazabombardero, aclara David, no del bombardero. Juraría que la luz de navegación de estribor, bajo este cielo emborrascado, todavía parpadea. Lo de la nubécula blanca sobre la cabeza podría ser que los soldados hayan empezado a disparar; si así fuera, cuando esa efusión termine de diluirse, tú ya estarás muerto. Retumba a lo lejos, como en una cueva, la artillería antiaérea.

Las grandes manos quemadas y tranquilamente posadas en la cintura, una de ellas sujetando todavía los maltrechos guantes de piel, le traen a la memoria otra mano todavía más negra, agarrotada y con las uñas calcinadas, meciéndose entre dos orlas de espuma blanca cerca de la rompiente de la playa de Mataró. En una mar sofocada de espejismos, flotando fuera del tiempo, la marea alta ha estado a punto de depositarla en la arena como si fuera un pájaro mordisqueado por los peces, pero finalmente el suave oleaje de la resaca la lleva mar adentro. Segundos antes de que David la pierda de vista, la mano cortada emerge en el agua con la palma abierta como solicitando atención, haciéndole señas. Hace más de año y medio de eso, todo empezó cuando estaba leyendo una novela de Bill Barnes, el aventurero del aire, sentado junto a las redes de pesca apiladas en la arena, la espalda apoyada en el costado de una barca. Pero la alegría fue breve y, de repente, Cy Hawkins palideció al ver cómo el aparato de Bill vacilaba un momento y, por fin, caía como un pájaro herido de muerte. Hace apenas dos semanas que a David lo han expulsado del colegio, mamá aún no sabe qué hacer con él, y en cuanto a mí ni siquiera me lleva en el pensamiento: papá no para en casa nunca, apenas una vez cada seis meses. Aquí en Mataró, el abuelo Mariano sigue en la cama muy enfermo y ya no volverá a levantarse ni a subir nunca más a una barca. No quiere ver a papá ni oír hablar de él. La abuela Tecla desvaría de vez en cuando, pero aún tiene energías para cuidar del abuelo y de la casa. Viven en una ruinosa casita de pescadores de la calle San Pedro, frente a la playa, y mamá les visita con frecuencia en compañía de David, al que a veces deja aquí un par o tres de días para que ayude o al menos les haga compañía. Dice David que los abuelos decidieron un buen día plantarse para siempre de cara al mar y de espaldas a la tierra, y que sólo saben el nombre de los peces y de los vientos y nada de nada de lo que pasa en el mundo, y menos aún dónde está papá y qué hace o deja de hacer, porque prefieren no saberlo.

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