Humm. Tú crees que hablas solo, pero en la mayoría de los casos no es así, dictamina el otorrino. Estas patologías de oído engañan al más pintado. La causa podría estar en las cervicales, aunque yo no creo en los diagnósticos demasiado complacientes con la realidad. Hay en esta dolencia un componente misterioso que debemos respetar. Te enseñaré unos ejercicios muy sencillos de cuello y hombros. ¿Es grave, doctor?
No es hereditario. También podríamos considerar una terapia de silencio bajo control en la cavidad timpánica, pero éstas son sutilezas que ya han sido estudiadas con resultados poco satisfactorios… ¿Qué es lo que tengo, doctor? Una flor venenosa crece en tus oídos, muchacho. No hay remedio conocido para esos ruidos y zumbidos, debes aprender a convivir con ellos y a domeñarlos, a manejarlos, a trampearlos. Debes engañarles y confundirles, o ellos acabarán contigo. Haz como que no oyes. Atiende a otras voces y llamadas, recoge otros vientos, otros ecos. Ahoga el silbido de la serpiente con otro ruido más soportable. Porque ya para siempre, hasta que mueras y el plomo de la nada se funda en tus oídos y te regale una eternidad de silencio, esos ruidos irán contigo y perforarán tus días y tus noches como los gusanos barrenan la tierra bajo el verde césped. Habrás de defenderte con uñas y dientes, muchacho. Recuérdalo siempre que mires mi oreja colgada en esta pared. Buenas noches.
La siguiente visita del inspector Galván es tan inesperada como extraña, primero por la hora, casi de noche, y segundo porque dice encontrarse de paso y llevar algo de prisa, sólo quería saludarla, no se inquiete, alega como excusa al plantarse ante ella con la mayor pachorra y ninguna prisa. El encuentro tiene lugar en la pequeña explanada entre la puerta de noche y el barranco, mamá ha terminado de recoger la ropa en el tendedero y, antes de cargar con ella, se ajusta el albornoz sobre la barriga y ve acercarse al inspector. Su pelo color rojo zanahoria recién lavado y el blanco albornoz se distinguen entre las primeras sombras de la noche, pero lo más llamativo, según el posterior comentario de una vecina que andaba cerca, sería el trato que le dispensa al policía, su comportamiento tan atrevido, tan sorprendente en una mujer discreta como ella. Lleva el cesto de la ropa en la cadera y el inspector se ofrece a cargar con él, pero la pelirroja rehúsa, se para en los tres escalones, se vuelve y mira a su acompañante con los brazos en jarras.
– ¿Sabe usted doblar sábanas?
El hombre se queda mirándola, indagando en el rostro de la gestante alguna señal que le aclare el sentido oculto de su pregunta.
– Celebro que esté de broma, señora…
– De acuerdo, usted celebra que esté de broma. Pero, ¿sabe usted doblar sábanas?
Otro silencio del inspector y más fijación en su mirada inquisitiva y tranquila, casi risueña.
– Por supuesto -dice por fin-. Mi madre me enseñó.
– Entonces -dice ella inclinándose sobre el cesto-, no le importará echarme una mano -saca una sábana, le tiende al inspector dos puntas y retrocede de espaldas agarrando las otras dos-. Ya hablaremos de las fechorías del señor Bartra otro día, si es que ha venido para eso. ¿Le parece?
Agitada con fuerza entre ambos, la sábana ondula y se tensa, luego va plegándose poco a poco y juntándoles, va acercándoles el uno a la otra hasta rozarse las manos. Cuatro veces, por lo menos. Había cuatro sábanas en el cesto.
Lo haría tal vez por simple curiosidad frente a los extraños signos de la demencia senil, por ganas de bromear o quién sabe si por compasión, nunca sabré por qué lo haría, pero el presentimiento del mañana que siempre asoma a sus grandes ojos rubios, esa pulsión secreta de su alma que habría de fatigarle hasta el fin de sus días, ese deseo de perfeccionar el inevitable acontecer anticipándose a él mediante un retoque, un subrayado que lo haga más evidente, un domingo del pasado mes de junio lo empuja decididamente hacia el Asilo y lo planta ante la abuela Tecla con un ramillete de margaritas en la mano.
– Hola, abuela. Soy Amanda.
La anciana está postrada en la cama y desde allí le observa durante unos segundos. Cierra los ojos y sonríe ligeramente. Luego fija la mirada en el arañazo de la rodilla y guarda silencio.
– Tu nieto dice que no quieres hablar con él -dice David.
– Yo no tengo ningún nieto. ¿Por qué no has venido antes a verme?
– Dice tu nieto que no le quieres.
Ella no aparta los ojos de la rodilla rasguñada y tintada de yodo.
– Te has caído de la bicicleta. Te lo dije. Te previne.
– No es nada -responde David. Observa que dos de las tres ancianas que comparten la habitación con ella no están en sus camas-. Mira, he traído unas margaritas.
– Has vuelto a caerte de esa dichosa bicicleta, a que sí. No me mientas.
David piensa la respuesta un rato.
– Bueno, pues sí.
– ¿Qué le pasó a ella?
– ¿A quién?
– A la bicicleta. ¡A esa bicicleta de hombre!
De nuevo David medita la respuesta.
– Ah -dice finalmente-. Se pinchó una rueda y se rompió el sillín, pero ya lo arreglé. Normal, abuela.
– ¿Es normal que se rompa el asiento de una bicicleta?
– Pues sí. -David piensa rápido y añade-: El asiento y el plato y los pedales y lo que sea. Yo pude saltar a tiempo, pero la bici chocó contra una alambrada de espinos y se rajó el cuero del sillín.
Prodiga esos pormenores porque ha observado que, cuantos más detalles adornan el suceso, mayor es la atención que le dispensa la abuela.
– La próxima vez ten más cuidado, podrías haberte quedado coja. Eres muy traviesa, Amanda.
– Qué va, yo sé cuidarme.
– ¡Y una puñeta, sabes tú! Recuerda el dicho: se coge antes a un cojo que a un mentiroso.
– Se dice al revés, me parece…
– ¡No me contradigas! -clama en medio de alguna dificultad para respirar-. Te pasa lo que te pasa por montar en una bicicleta que no es para ti. Porque es una bicicleta de hombre. ¿Lo sabes, verdad, niña, que vas por ahí montada en una bicicleta de hombre?
– Lo sé, abuela.
Inmóvil a su lado, David se deja mirar. Ya no se siente transparente ni anónimo ni indefenso ante su mirada, y aunque intuye muy próximo el fin de la abuela y le impresiona bastante su rostro decrépito en el hueco de la almohada, no puede evitar un vago sentimiento de plenitud, una súbita conciencia de futuro. En realidad la abuela lleva días muriéndose y él jamás habría imaginado que los ancianos se podían morir así, parloteando y embrollando y saboreando quién sabe qué ensoñaciones y recuerdos.
– Siéntate aquí, a mi lado -tantea su cara y sus cabellos, coge su mano y añade-: Llevas el pelo muy largo.
– Me han dicho que cuanto más largo lo lleve, menos me silbarán los oídos.
– Mentira. Te has vuelto no sé cómo, niña -dice la abuela con la voz melindrosa-. ¡No bajes los ojos, mírame! ¿Adonde ibas con la bicicleta de tu padre, sentada en ese sillín tan alto y enseñando lo que las niñas no deben enseñar? Contesta.
– No me acuerdo, abuela.
– Pues yo sí. -Se le pone una bruma azulada en el ojo semicerrado, y añade-: Se oía la música de un organillo al otro lado del torrente, o al final de la calle, ahora no sabría decirte. A mi edad, la mitad de las cosas se me olvidan y la otra mitad resulta que las he soñado, eso me dicen las monjitas… Toda mi vida no he sido más que una remendona de redes secándose al sol en la playa. Que no las rompieron los delfines, no, sino las hélices de aquel gran avión que cayó al mar delante de casa. Ese día, tú ibas en bicicleta a ver la música del organillo…
– Abuela, la música no se ve. -¡No me interrumpas! Sé lo que me digo. Y otra cosa: esta blusita que llevas no me gusta. Tienes la azul, que es más fina y está casi nueva. El azul es un color de confianza, es el mejor en estos tiempos, tenlo presente… ¿De qué color es la bicicleta?
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