Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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¿No sabes, ignorante, que al cumplir cuatro semanas ya tenemos cerebro, y que también soñamos, y que el sueño más frecuente es el de volar?

– Y esto… esto… je je -se ríe Paulino en la sombra-. ¿Será el rabo de Chispa?

– No quiero bromas con mi perro, chaval.

– Sí, perdona.

El creciente desasosiego de la mano, yendo de un muslo a otro ingrávida y ligera como una araña, a ratos insidiosa y rastrera, demorándose en la entrepierna, le deja indiferente. La mano gigantesca del Genio de la botella deposita a Sabu en la entrada del templo.

– Te vas a perder lo mejor -dice David con la voz dormida y los ojos fijos en la pantalla-. Sabu entra en el templo de la Diosa-Que -Todo-Lo-Ve.

– Ahora tú. ¿A que no adivinas lo que hay en mis bolsillos?

– ¡Y dale con el palpo! ¡Qué tostonazo!

– Por favor.

David acaba por aceptar el reto porque sabe muy bien, sin necesidad de palpar, lo que su amigo lleva en los bolsillos: el canutillo de sidral Bragulat, el pañuelo con mocos y sangre reseca, un rodete de hilo de coser negro, la navaja que le regaló su padre, quizás el rabo cercenado de una lagartija, y briznas de pelusilla y de miedo. Paulino se deja resbalar en la butaca y cierra los ojos. Cercada por la oscuridad y algo torcida, la pantalla devuelve a la platea bocanadas de luz cegadora y sueños de profecías.

…se dice: aunque Alá sea más prudente y más compasivo, hubo en tiempos pasados un rey entre los reyes. Este Señor del tiempo y del pueblo era un gran Opresor, y la tierra era como brea en el rostro de sus súbditos y sus esclavos…

Sabu escucha la profecía del anciano sabio con los ojos muy abiertos, y David cierra los suyos para entender mejor.

…y el pueblo gritó: le buscaremos ciertamente entre las nubes. Pero si los jueces no tienen valor para salvarnos de este tirano, ¿cómo podrá hacerlo un hombre sin importancia? Y el encantador de los astros contestó: Tened fe, confiad en Alá, pues algún día, en el azul del cielo veréis a un mozalbete, el más insignificante de los muchachos, montado sobre una nube, y desde el firmamento destruirá al tirano con la flecha de la justicia.

Poco antes de que termine la película, un hombre convertido todo él en sombra sin apenas contornos y oliendo a acetona se sitúa a su lado en el pasillo de butacas. El fantasma del señor Auge, piensa David, dado que unos dicen que el viejo acomodador está en la cárcel y otros en el hospital muriéndose. Esgrime la linterna en la mano, pero no la enciende. En la otra mano lleva un sobre marrón cerrado y muy arrugado.

– Escóndelo debajo de la camisa y no lo saques hasta llegar a tu casa.

– ¿Es de papá?

– No preguntes y dáselo a tu madre -dice la sombra.

– Usted no es el señor Auge… ¿Quién es usted?

– Nada de preguntas -insiste la sombra, y dando media vuelta se va.

– ¿Con quién hablas? -dice Paulino Bardolet.

– Con nadie.

AMANDA

La abuela Tecla está sentada en una butaca roñosa al lado de su cama y mamá le está cepillando el pelo. Debió ser guapa la abuela. Labios gruesos y extrañamente rosados, ojos claros, el derecho semicerrado, cabello amarillento y ralo, la sombra de un bigote sobre las comisuras de la boca. Clava la barbilla en el pecho y sonríe, pero con el ceño fruncido, como si desaprobara su propia sonrisa. El lado derecho de la cara se le cae y el ojo de ese lado soporta un párpado que más parece una cáscara de almendra reseca. Y con todo, se ve que debió ser guapa. Sobre la cama recién hecha, el ramo de margaritas que le ha traído mamá.

– Ya no me dan vino en las comidas, hija.

– Vaya -dice mamá-. Hablaré con las monjas.

Las manos arrugadas no paran de moverse en su regazo, como si estuvieran desliando constantemente un enredo de hilos entre los dedos. Mamá le había explicado a David que la abuela aún cree estar desenredando las redes de pesca que solía remendar con hilo de algodón frente a su casita en la playa de Mataró. En la misma habitación del Asilo hay tres ancianas más en otros tantos camastros, pero David no quiere mirarlas. Mamá siempre tiene para ellas unas palabras de aliento y de cariño al entrar.

– David, no te quedes ahí parado sin decir nada. Dile algo a la abuela.

– Hola. Aquí estoy, abuela. Soy David.

No obtiene ninguna respuesta. Prueba otra vez:

– Abuela, tengo un perro que se llama Chispa.

Tampoco. Sabe que la abuela Tecla está muy pirada. A veces le da por hablar mucho y a veces no abre la boca. Siempre, en algún momento durante estas visitas, por lo general mientras mamá la peina y le sujeta el moño con las horquillas, la abuela da un respingo, como si repentinamente se acordara de algo:

– Rosa ¿has puesto el bacalao en remojo?

– Sí, Tecla.

– Dos días en remojo, por lo menos. Y sin piel. Recuérdalo.

– Sin piel, no me olvido.

El cepillo ingrávido en las manos blancas y ligeras de mamá sacando lustre a las mechas canosas, la horquilla entre los dientes, los brazos desnudos arriba y abajo y el aroma arrutado en las axilas pelirrojas, inclinada sobre la cabeza de la abuela con una paciente y devota concentración.

– Me haces el moño un poco más alto -dice la abuela. Y casi en el acto modula la voz llena de tristeza y suelta la extraña pregunta-: ¿Dónde está Amanda, la paciente peligrosa? ¿Tampoco hoy ha venido Amanda? ¿Qué le pasa a mi niña, por qué ya no viene a verme? -Se echa a llorar, mamá procura calmarla y ella añade entre sollozos-: Siempre he sabido que las cosas son como son, Rosa, pero me he callado por respeto. Que te lo diga Amanda.

Jamás hubo nadie llamado Amanda en la familia ni en el vecindario, y tampoco entre las amistades de la abuela en Mataró, al menos a mamá no le consta. Las monjas que la cuidan, y que la oyen gritar de noche ese nombre, no sabían al principio qué hacer ni qué pensar, pero ahora ya no le dan importancia. Y es inútil preguntarle, indagar sobre la tal Amanda. Debe ser un extravío de la memoria, la ceniza de un sueño o de una emoción remota, el aroma tal vez de una vivencia juvenil o de un secreto deseo. En cualquier caso, esas expectativas siempre renovadas de la abuela sobre Amanda tienen fascinado a David.

– Por favor, Tecla, no llore. Mire quién ha venido a verla -dice mamá mientras se dispone a cortarle las uñas con todo el mimo-. Acércate más, hijo, y háblale.

Al acercarse a la abuela le viene a las narices el olor salobre de redes expuestas al sol.

– Hola, abuela. Soy David.

Ella nunca le hace caso. No parece verle ni oírle, sus ojos de agua le traspasan el pecho. Parado ante esa mirada que no le alcanza, David no se siente nada bien dentro de su cuerpo, y ésa podría ser quizás la primera vez que tuvo conciencia de ese malestar. Retrocede dos pasos y pregunta a mamá:

– ¿Por qué no me ve?

– Claro que te ve. No tendrá nada que decirte, eso es todo.

– No, la abuela no quiere verme. Yo sé que no quiere verme.

– Debes tener paciencia con ella, hijo. La pobre no sabe dónde tiene la cabeza. Prueba otra vez a decirle algo, anda.

David da nuevamente dos pasos, se planta ante la abuela e insiste. Hola, abuela, soy yo. Soy David. Y el silencio por respuesta, y los ojos líquidos que no le tocan. Poco después la abuela pregunta al aire:

– ¿Conoces el cuento de la Reina desnuda?

– El Rey -dice David-. Era un Rey, abuela.

Como si no le oyera, ella prosigue:

– Me lo contaron de niña y aún me acuerdo. En ese cuento, todo el mundo ve pasar por las calles del pueblo a la Reina vestida con ropas muy bonitas, y la única persona que la ve desnuda es una niña que va en bicicleta…

– Un niño -corrige David, interrumpiendo el relato-. Y no va en bicicleta. Y no es la Reina desnuda, abuela, sino el Rey desnudo.

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