Juan Arreola - Confabulario

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Autodidacta de poderosa imaginación. Juan José Arreola ha ejercido los más disímiles oficios: vendedor ambulante, periodista, maestro y sobre todo charlista de palabra deslumbrante y ademanes categóricos. Inquietador profesional de vidas y sensibilidades, buena parte de la |oven narrativa mexicana le debe enseñanzas definitivas. Su primer libro. Varia invención, lo situó como uno de los mejores cuentistas actuales. Confabularlo le da sitio aparte en nuestras letras. Su evolución literaria podría resumirse así: la ingenuidad que deviene sapiencia; la alusión que se convierte en elusión, el plano vertical que se trueca plano oblicuo. El tema del amor es capital en su obra: va del idealismo adolescente a una visión aterradora y caricaturesca de la mujer, cifra y símbolo de la enajenación, del dolor y de la muerte. Autor de textos redondos por lo que toca a los personajes, la estructura y el estilo, me parece el más perfecto, porque los lastres que venía padeciendo la literatura mexicana desaparecen en él sin dejar huella,
Emanuel Carballo
Los cuentos que componen Confabularlo rebasan cualquier intento de descripción: fábulas, poemas en prosa, crónicas, simples y llanas narraciones y divertimentos que trascienden, amén de por su profundidad y poesía, por su enorme maestría en el manejo del lenguaje. Clásico ya por la contundencia de su obra, Juan José Arreola nos da en Confabularlo una pequeña muestra de su gran talento literario.

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Con don Agustín Fiesco he acabado que escriba a Pedro Alonso de Baena dé lugar a la correspondencia de mis alimentos…

También suplico mire que es bien advertir a nuestro amigo que seiscientos reales cada mes no pueden ser alimentos de un niño de la doctrina…

Que será gran merced para mí excusarme de pesadumbre con ellos, y solicitar mis alimentos de junio por la misma vía…

No hay mulas de retorno para un alimentado…

Por amor de Dios que V. m. trate de la satisfacción de estos hombres y de socorrerme con los alimentos de julio…

Con quinientos reales de aquí a fin de diciembre, no puede pasar una hormiga, cuanto más quien tiene honra…

Mañana entra enero, que da principio al año y a mis alimentos…

Suplico a V. m. haga con el amigo ensanche los alimentos de aquí a octubre…

Pensé que el amigo, con la cuaresma, mudara de condición como de manjar, y veo que procede aun peor con estos alimentos que con los otros, pues se conjura contra los míos, haciéndome ayunar aun los domingos, que perdona la Iglesia…

Los alimentos de este año en la escriptura fueron pocos, pero en la dispensación van siendo menos, porque son ningunos…

Es morir no andar con alimentos anticipados…

Ni es bien cansarle dos veces sobre una cosa que es la que tengo suplicada a V. m. de mis alimentos…

Y compongamos estos mis pobres alimentos de manera que pueda yo comer aunque nunca cene…

Suplico a V. m. ponga remedio en todo esto, que ya no me acuerdo de mí ni de mis alimentos…

(Quiero más una morcilla / que en el asador reviente…)

Yo perezco, y mi crédito más, si V. m. no me socorre como quien es, haciendo que me libren mis alimentos juntos…

Deseo saber si mis alimentos son de condición diferente que los otros o si por desdicha mía soy más glorioso que otros hombres…

Nuestro amigo hace experiencias costosas de mi naturaleza, averiguando sin duda lo que tengo de angélico, pues me deja ayuno tantos días…

Señor mío don Francisco: V. m., que tiene molinos, sabe que no come el molinero del ruido de la citóla, sino del trigo de la tolva…

¿Qué culpa tiene mi comida miserable, de la concurrencia del señor don Fernando de Córdoba y Cardona?

Y algo más que bastará para asegurarse los ensanches que se echaren a mis alimentos…

Suplico a V. m. que se sirva de pedirle de mi parte me haga merced de los alimentos que he de haber este año…

Es invención suya para no sólo alargar los alimentos, pero retardarlos, como lo hace…

No me deje tan impíamente, atenido a tan miserables alimentos…

En materia de mis alimentos he padecido todo este tiempo mil necesidades…

Ya caminamos a cuatro meses de alimentos sin haber visto un maravedí de todos ellos…

Sírvase mandar se me compre a cuenta de mis alimentos cuatro arrobas de azahar seco, digo de lo ya tostado en las alquitaras…

Cuanto a lo que Vuestra merced me ofrece de no desampararme en los alimentos, le beso las manos tantas veces como ellos contienen de maravedís…

Bien fuera razón que me remitiera en esa póliza lo que monta lo caído de mis alimentos, sin dármelos a sorbos…

Yo quedo esperando la fianza de mis alimentos…

De mis alimentos se resta ochocientos reales, digo 850, hasta fin de éste…

He acabado con don Agustín Fiesco que me dé aquí 2,550 reales que montan lo restante de mis alimentos hasta fin de agosto, que es hoy, y el mes de setiembre, que entra mañana, de manera que hasta el fin del dicho mes de setiembre estoy alimentado…

Suplico a V. m. no haya falta en ello, porque va el crédito y la consecuencia para el expediente de unos alimentos…

No es mucho que se me anticipen los alimentos de un mes…

La paga no es muy ejecutiva, ni la seguridad menos que mis alimentos…

¿Me ha de volver las espaldas V. m. y ha de escribir a los Fíescos que me nieguen aún los alimentos?

Para ello es menester echar algunas ensanchas a la provisión de mis alimentos…

No quiso dispensar en tres días de anticipación de alimentos…

Suplicóle se sirva de acudirme, que no puedo pagar de ninguna manera con alimentos tan cortos…

Beso las manos de Vuestra merced muchas veces por la anticipación de los alimentos…

Yo suplico a Vuestra merced me haga merced de los dos meses de alimentos perdidos…

Yo estoy peor que Vuestra merced me dejó, y tanto, que ha sido menester vender un contador de ébano para comer estas dos semanas, que puede tardar el desengaño de mis alimentos…

En virtud de Cristóbal de Heredia, no falta quien me fíe el pan, que como con un torrezno de Rute…

No hay luz ni aun crepúsculo de comodidad: noche es en la que vivo, y, lo que peor es, sin tener que cenar en ella…

Tengo a V. m., con quien estoy comiendo en un plato; y ojalá fuera ello así, que no estoy sino debajo de su mesa de V. m., comiendo sus meajas y pidiendo ahora que deje caer una rebanada de pan siquiera…

Quejárame a Dios y al mundo, y diránme que don Luis de Góngora soy en cualquier parte, y más en Madrid, donde me mandarán dar alimentos bien pagados…

Beso las manos de Vuestra merced por la que me hace de alimentarme…

Porque 800 reales son flacos alimentos para un hombre de cuenta en este lugar…

Y que me hallo a los umbrales del invierno sin hilo de ropa, anticipados mis alimentos mes y medio para poder comer…"

don luis de góngora Y argote, Epistolario.

UNA REPUTACIÓN

La cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo disimular esta carencia con la lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente, ante una mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel anunciador.

La dama beneficiada por ese rasgo involuntario lo agradeció con palabras tan efusivas, que atrajeron la atención de dos o tres pasajeros. Poco después se desocupó el asiento inmediato, y al ofrecérmelo con leve y significativo ademán, el ángel tuvo un hermoso gesto de alivio. Me senté allí con la esperanza de que viajaríamos sin desazón alguna.

Pero ese día me estaba destinado, misteriosamente. Subió al autobús otra mujer, sin alas aparentes. Una buena ocasión se presentaba para poner las cosas en su sitio; pero no fue aprovechada por mí. Naturalmente, yo podía permanecer sentado, destruyendo así el germen de una falsa reputación. Sin embargo, débil y sintiéndome ya comprometido con mi compañera, me apresuré a levantarme, ofreciendo con reverencia el asiento a la recién llegada. Tal parece que nadie le había hecho en toda su vida un homenaje parecido: llevó las cosas al extremo con sus turbadas palabras de reconocimiento.

Esta vez no fueron ya dos ni tres las personas que aprobaron sonrientes mi cortesía. Por lo menos la mitad del pasaje puso los ojos en mí, como diciendo: "He aquí un caballero." Tuve la idea de abandonar el vehículo, pero la deseché inmediatamente, sometiéndome con honradez a la situación, alimentando la esperanza de que las cosas se detuvieran allí.

Dos calles adelante bajó un pasajero. Desde el otro extremo del autobús, una señora me designó para ocupar el asiento vacío. Lo hizo sólo con una mirada, pero tan imperiosa, que detuvo el ademán de un individuo que se me adelantaba; y tan suave, que yo atravesé el camino con paso vacilante para ocupar en aquel asiento un sitio de honor. Algunos viajeros masculinos que iban de pie sonrieron con desprecio. Yo adiviné su envidia, sus celos, su resentimiento, y me sentí un poco angustiado. Las señoras, en cambio, parecían protegerme con su efusiva aprobación silenciosa.

Una nueva prueba, mucho más importante que las anteriores, me aguardaba en la esquina siguiente: subió al camión una señora con dos niños pequeños. Un angelito en brazos y otro que apenas caminaba. Obedeciendo la orden unánime, me levanté inmediatamente y fui al encuentro de aquel grupo conmovedor. La señora venía complicada con dos o tres paquetes; tuvo que correr media cuadra por lo menos, y no lograba abrir su gran bolso de mano. La ayudé eficazmente en todo lo posible, la desembaracé de nenes y envoltorios, gestioné con el chofer la exención de pago para los niños, y la señora quedó instalada finalmente en mi asiento, que la custodia femenina había conservado libre de intrusos. Guardé la manita del niño mayor entre las mías.

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