Ella ya se había levantado y permanecía quieta frente a él, indecisa, dirigiendo tímidas miradas a la rubia; pero ésta, de espaldas, a un par de metros de distancia, no se daba cuenta de nada. Renunciando a llamar su atención, la joven morena tendió la mano al desconocido con una repentina viveza, exhibiendo de nuevo aquella misteriosa sonrisa, y, en vez de dejarse conducir hacia la pista de baile, tiró del chico hacia lo más oscuro y apartado del jardín, entre los árboles, donde dos parejas bailaban abrazándose. El Pijoaparte soñaba. Notó que la mano de la muchacha, cuyo tacto resultaba extrañamente familiar, blando y húmedo, le transmitía una frialdad indecible, como si la hubiese tenido dentro del agua. Al abrazarla compuso su mejor sonrisa y la miró a los ojos. Era más alto que ella, y la muchacha se veía obligada a echar la cabeza completamente hacia atrás si quería verle la cara. El Pijoaparte empezó a hablar. Su fuerte era la voz, una voz ronca, meridional y persuasiva. Sus bellos ojos hacían el resto.
– Dime una cosa: ¿necesitas el permiso de tu hermana para bailar?
– No es mi hermana.
– Parece que le tengas miedo. ¿Quién es?
– Teresa.
Bailaba con desgana y se diría que sin tener conciencia de su cuerpo. Iba a cumplir diecinueve años y se llamaba Maruja. No, no era andaluza, aunque lo pareciera, sino catalana, como sus padres. “Mala suerte, hemos dado con una noia”, pensó él.
– Pues no se te nota, no tienes acento catalán.
Ciertamente la muchacha pronunciaba bien, con una voz susurrante y monótona. Era muy tímida. Su cuerpo, delgado pero sorprendentemente vigoroso, temblaba ahora en los brazos de él. El disco era un bolero.
– ¿Vas a la Universidad? -preguntó el Pijoaparte-. Me extraña no haberte visto.
La muchacha no contestó, y acentuó aquella sonrisa enigmática. “Despacio, pedazo de animal, despacio”, se dijo él. Bajando la cabeza, ella preguntó:
Y tú ¿cómo te llamas?
– Ricardo. Pero los amigos me llaman Richard… Los tontos, claro.
Al verte he pensado que serías algún amigo de Teresa.
– ¿Por qué?
– No sé… Como Teresa siempre nos viene con chicos extraños, que nadie sabe de dónde saca…
– De modo que yo te parezco raro.
– Quiero decir… desconocido.
Él se echó a reír.
– Eres un encanto.
La atrajo más, rozó su frente y sus mejillas con los labios, tanteando el beso.
– ¿Vives aquí, Maruja?
– Cerca. En Vía Augusta.
– Estás muy morena.
– No tanto como tú…
– Realmente, es que yo soy así. Tú estás bronceada de ir a la playa. Yo no he ido más que tres veces este año, realmente -repitió, encaprichado con el adverbio- es que no he podido, estoy preparándome para los exámenes… ¿Dónde vas tú, a S’Agaró?
– No. A Blanes.
– Ah.
El Pijoaparte esperaba que fuese S’Agaró. Pero en fin, Blanes no estaba mal.
– ¿Hotel, realmente…?
– No.
– La torre de tus padres.
– Sí.
– Bailas muy bien. Con tantas preguntas como te he hecho, se me olvidaba la más importante. ¿Tienes novio?
Entonces la muchacha, repentinamente, inclinó la cabeza sobre el pecho de él y se apretó con fuerza, temblando. Él notó sorprendido el roce insistente de sus muslos y su vientre. La chica volvía a comunicarle aquella sensación de abandono y desamparo de cuando la vio sentada junto a su amiga. No hizo caso -se está poniendo cachonda, eso es todo-. Ensayó unos besos suaves en torno al labio superior, y finalmente la besó en la boca. No supo si era veleidad de niña rica y mimada o natural instinto de conservación -o simplemente verdad lo que decían sus palabras- pero lo cierto es que se desconcertó al oírla decir:
– Tengo sed…
– ¿Te traigo champaña? Supongo que toca a botella por pareja.
La muchacha se rió tímidamente.
– No, aquí se puede beber lo que quieras.
– Lo decía por ti. Las chicas os mareáis con nada. Bueno, ¿quieres que te traiga una copa?
– Yo prefiero un cuba-libre.
– Yo también, es una buena idea. Espérame aquí.
Los cohetes silbaban en lo alto. Los petardos lejanos y cada vez más espaciados, la música y el vasto zumbido de la ciudad desvelada le prestaban a la noche una profundidad mágica que no tienen las otras noches del verano. El jardín exhalaba aromas untuosos, húmedos y ligeramente pútridos mientras él caminaba hacia el “buffet”: se abría paso entre hombros dorados, vaharadas dulzonas de jóvenes cuerpos sudorosos y nucas bronceadas, axilas al descubierto y pechos agitados. Le oprimían, mientras preparaba las bebidas. Jamás había notado tan próximo el efluvio de unos brazos tersos y fragantes, el confiado chispeo de unos ojos azul celeste. Se sentía seguro, agradablemente arropado, y ni siquiera le inquietaban ya algunos muchachos con aire de responsables (sin duda los organizadores de la fiesta) que se movían en torno a él y le observaban. Puso bastante ginebra en él vaso de Maruja y regresó junto a ella para brindar…
– Por el mañana -dijo alegremente.
Y la muchacha bebió despacio, mirándole a los ojos. Luego la llevó a un sofá-balancín instalado en medio del césped. Sentados, se besaron largo rato, dulcemente. Pero la oscuridad ya no les protegía como antes. Consultó su reloj: iban a dar las cuatro. Tras ellos, la historiada silueta de la torre empezaba a perfilarse sobre la claridad rojiza del cielo, donde las estrellas se fundían apaciblemente como trozos de hielo en un vaso de campar.’ olvidado en la hierba. Algunos invitados ya se despedían. Tenía que darse prisa. Desde el espacio iluminado, tres jóvenes le miraban con una expresión que no dejaba lugar a dudas: se estaban preguntando quién diablos era y qué hacía en su verbena.
“Ahora es cuando empieza el baile”, se dijo mientras se inclinaba para recoger su vaso. Luego susurró al oído de la muchacha:
– ¿Quieres otro cuba-libre? No te muevas de aquí, vuelvo en seguida.
Ella sonrió con aire soñoliento:
– No tardes.
Mientras preparaba las bebidas concienzudamente, sin prisas -esperaba la llegada de los tres señoritos- calculó lo que le quedaba por hacer; se trataba de bien poco, en realidad: deshacerse de ellos, concertar una cita con Maruja para mañana y despedirse. Entonces oyó sus pasos.
– Oiga -dijo una voz nasal, con un leve temblor irónico-. ¿Hace el favor de decirnos quién es usted?
El intruso se volvió despacio, sosteniendo un vaso lleno hasta los bordes en cada mano. Sonreía francamente, arrojándoles al rostro, como una insolencia, la descarada evidencia de su calma. Y como dispuesto a dejar que resbalara sobre él, sin ningún efecto, una broma conocida, infantil y ridícula, cabeceó benévolamente y dijo:
– Me llamo Ricardo de Salvarrosa. ¿Ocurre algo?
El más joven de los tres, que llevaba un jersey blanco sobre los hombros y las mangas anudadas alrededor del cuello, soltó una risita. El Pijoaparte se puso repentinamente serio.
– ¿Encuentras algo gracioso en mi apellido, chaval?
Cerró los ojos con una fugaz e inesperada expresión de azaro. Al abrirlos de nuevo no pudo evitar una mirada a los vasos que sostenía en las manos con el aire de quien mira la causa por la cual renuncia a estrangular al que tiene enfrente. Quizá por eso, aún sin saber muy bien lo que quería dar a entender, nadie dudó de sus palabras cuando añadió:
– Tú tienes mejor suerte.
– Aquí no queremos escándalo, ¿comprendes? -dijo el otro.
– ¿Y quién lo quiere, amigo? -respondió él sin perder la calma.
– Bueno, a ver, ¿quién te ha invitado a esta verbena, con quién has venido?
Repentinamente, el joven del Sur compuso una expresión digna y levantó la cabeza con altivez. Acababa de descubrir, más allá de los muchachos, a una señora que le estaba mirando, de pie, con los brazos cruzados y una expresión fríamente solícita que disimulaba mal su inquietud. Debía de ser la dueña de la casa. Dispuesto a terminar cuanto antes, se adelantó muy decidido, pasó entre ellos. La cara volvió a iluminársele con una deslumbradora sonrisa de murciano, hizo una breve inclinación a la dama, y, con una calma y seguridad que subrayaba el juvenil encanto de sus rasgos, dijo:
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