Juan Onetti - 32 cuentos
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Ella pidió una copa sin soda y la tomó de un trago.
– Mendel -dijo con asombro, incapaz de entender, de adivinar.
– Y yo -murmuró el hombre en tono de verdad- no sabiendo todo el día si le hago un favor entregándole al juez los sucios papeles o quemándolos.
Hasta que, en mitad del verano, llegó la tarde prevista mucho tiempo antes, cuando tenía su jardín salvaje y no habían llegado poceros a deshacerlo.
Caminó por el jardín que aplastaba el cemento y se arrojó sonriente, con técnica muy vieja y sabida, contra las cinacinas y sus dolores.
Rebotó en blanduras y docilidades, como si las plantas se hubieran convertido repentinamente en varas de goma. Las espinas no tenían ya fuerza para herir y goteaban, apenas, leche, un agua viscosa y lenta, blancuzca, perezosa. Probó otros troncos y todos eran iguales, manejables, inofensivos, rezumantes.
Se desesperó al principio y terminó por aceptar; tenía la costumbre. Ya habían pasado las cinco de la tarde y los peones se habían ido. Arrancando al paso algunas flores y hojas se detuvo para rezar, de pie, debajo de la araucaria inmortal. Alguien gritaba, hambriento o asustado en el primer piso. Con una flor magullada en la mano, comenzó a subir la escalera. Amamantó al niño hasta sentirlo dormido. Después se bendijo y fue refregando los pasos hacia el dormitorio. Escarbó en el ropero y pudo encontrar, casi en seguida, entre camisas y calzoncillos, el Smith and Wesson, inútil, impotente. Todo era un juego, un rito, un prólogo.
Pero volvió a rezar, mirando el brillo azuloso del arma, dos primeras mitades del Ave María; fue resbalando hasta caer en la cama, reconstruyó la primera vez y tuvo que abandonarse, llorar, ver de nuevo la luna de aquella noche, entregada, como una niña. El caño helado del revólver muerto atravesó los dientes, se apoyó en el paladar.
De vuelta al cuarto del niño le robó la bolsa de agua caliente. En el dormitorio, envolvió en ella el Smith and Wesson, aguardando con paciencia que el caño adquiriera temperatura humana para la boca ansiosa.
Admitió, sin vergüenza, la farsa que estaba cumpliendo. Luego escuchó, sin prisa, sin miedo, los tres golpes fallidos del percutor. Escuchó, por segundos, el cuarto tiro de la bala que le rompía el cerebro. Sin entender, estuvo un tiempo en la primera noche y la luna, creyó que volvía a tener derramado en su garganta el sabor del hombre, tan parecido al pasto fresco, a la felicidad y al veraneo. Avanzaba pertinaz en cada bocacalle del sueño y el cerebro deshechos, en cada momento de fatiga mientras remontaba la cuesta interminable, semidesnuda, torcida por la valija. La luna continuaba creciendo. Ella, horadando la noche con sus pequeños senos resplandecientes y duros como el zinc, siguió marchando hasta hundirse en la luna desmesurada que la había esperado, segura, años, no muchos.
JUSTO EL TREINTAIUNO
Cuando toda la ciudad supo que había llegado por fin la medianoche yo estaba, solo y casi a oscuras, mirando el río y la luz del faro desde la frescura de la ventana mientras fumaba y volvía a empeñarme en buscar un recuerdo que me emocionara, un motivo para compadecerme y hacer reproches al mundo, contemplar con algún odio excitante las luces de la ciudad que avanzaban a mi izquierda.
Había terminado temprano el dibujo de los dos niños en pijama que se asombraban matinalmente ante la invasión de caballos, muñecas, autos y monopatines sobre sus zapatos y la chimenea. De acuerdo con lo convenido, había copiado las figuras de un aviso publicado en Companion. Lo más difícil fue la expresión babosa de los padres espiando desde una cortina y abstenerme de usar el carmín para cruzar el dibujo con letras peludas de pincel de marta: “Biba la felisidá”.
Pero en cambio pude dedicar los cuarenta minutos que me separaban del año nuevo, de mi cumpleaños y del prometido regreso de Frieda pintando en letras verdes un nuevo cartelito para el cuarto de baño. El viejo estaba desteñido, salpicado, con manchas de jabón y dentífrico. Además había sido hecho con letras cursivas y espantosas, con esa caligrafía que se emplea en las tablitas que cuelgan los cretinos en las paredes: casa chica, corazón grande, bienvenidos, barco joven capitán viejo.
Había comprado para Frieda un regalo que la estaba esperando, envuelto en papel celeste, junto a su vaso, a la botella de caña, al platito con frutas abrillantadas, turrón y nueces, en el lugar de la mesa que ella acostumbraba ocupar. También le había comprado un toscano y un paquete de hojas de afeitar para que se cortara el pelo. Aunque hacía pocos meses que vivíamos juntos estos regalos eran tradicionales para los aniversarios que respetábamos o inventábamos. Ella los agradecía con insultos de obscenidad asombrosa, a veces convincentes, prometía venganzas, terminaba siempre aceptando mi buena voluntad, mi estima y mi comprensión descuidada. Sus regalos, en cambio, eran empleos, formas de ganar poco dinero, artilugios para que yo olvidara que estaba viviendo del suyo.
Los sábados de noche, cuando había mucha gente, cuando empezaba a estar borracha, Frieda iba a sentarse en el inodoro y durante minutos o cuartos de hora, mientra no fuera nadie a buscarla, se estaba casi inmóvil, con las bombachas en las rodillas, cortándose con una hojita de afeitar, con avaricia, el pelo que le cubría la frente, mirando con sus ojos alerta de pájaro el cartelito clavado entre el botiquín y la pileta, el mismo que yo estaba renovando para sorprenderla, los versos de Baudelaire que dicen: “Gracias, Dios mío por no haberme hecho mujer, ni negro ni judío ni perro ni petizo”. Nadie que usara el inodoro podía alejarse sin haberlos rezado.
Pero en aquella víspera de año nuevo habíamos querido --o nos habíamos envuelto en mentiras hasta comprometernos--estar solos e intentar sentirnos felices. Ella había jurado dejarlo todo, alumnas de baile, clientas del taller de vestidos, proposiciones inesperadas, para estar sola conmigo antes de la medianoche. Yo no tenía muchas cosas que dejar para corresponder: en la noche de fin de año alguien, alguna, de la tribu siniestra se dedicaría a contemplar hasta el alba las oscilaciones de la cabeza del viejo.
No era la felicidad pero era el menor esfuerzo. Frieda llegaría, pero no llegó, antes del año nuevo. Comeríamos algo y nos dedicaríamos, expertos, demorando las cosas para no estropearlas, a emborracharnos: yo haría preguntas de interés fingido para animarla a repetir el monólogo sobre su infancia y su adolescencia en Santa María, la historia de su expulsión, las carrichosas, variables evocaciones del paraíso perdido.
Tal vez, al final de la noche, hiciéramos el amor en la cama grande, la alfombra del primer cuarto o en el balcón. A mí me daría lo mismo hacerlo o no; pero nunca había conocido a una mujer tan capacitada para seguir sorprendiendo, tan dispuesta a confesarse. Cuando se le ocurría acostarse conmigo y la borrachera la obligaba a conversar, era como poseer a decenas de mujeres y saber de ellas. Tal vez, además, aceptara celebrar el año nuevo colocándose de espaldas al piso o al colchón.
Estaba fumando y bebiendo con mucha agua, en la ventana, cuando empezaron a sonar las bocinas y los tiros. Me era imposible ocuparme de mí; de modo que pensé en María Eugenia y en Seoane mi hijo, me esforcé en sufrir y en acusarme, recordé anécdotas que nada lograban significar.
Todo, simplemente, había sido o era así, de tal manera, aunque acaso fuera de otra, aunque cada persona imaginable pudiera dar una versión distinta. Y yo, definitivamente, no sólo no podía ser compadecido sino que ni siquiera resultaba creíble. Los demás existían y yo los miraba vivir, y el amor que les dedicaba no era más que la aplicación de mi amor por la vida.
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