Juan Onetti - 32 cuentos

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. En el tiempo de Belgrano, el hijo de Horacio, Walter, iba pocas veces a visitarlos; pero cuando se mudaron a una pensión de Paraná y Corrientes comenzó a llegar casi todas las noches demasiado bien vestido, perfumado, con el largo pelo endurecido y brillante echado hacia la nuca. Oscar lo oía taconear en el corredor y luego veía aparecer su cara blanca, hecha de una materia exangüe y envejecida, mucho más vieja que él, como si Walter la hubiese prestado para que otro hombre la gastara en años rellenos de miserias, de mirar sin nobleza y de estirar sonrisas falsas y vacilantes.

– Hola qué tal -decía por encima de la lámpara la cara solitaria entre la pared oscura y el traje negro. Saludaba a tío Horacio y comenzaba a pasearse entre el balcón y la cama, contando historias de gentes del teatro y la radio, del dinero que iba a ganar en la temporada, de ganancias fabulosas en el hipódromo de La Plata. Construía el esqueleto de su vida, y Oscar, sobre los libros, lo iba rellenando y cubriendo con madrugadas sin consuelo, caras abyectas, mujeres sin sombrero, de largos trajes de colores deprimentes, que balbuceaban sobre mesitas y bajo música, siempre bajo música de bandoneones o trompetas, o poblando, cubiertas con salidas de baño, en horas de siesta, el patio de la pensión.

La valla de la calle Rivadavia se levantó gracias a Walter. No se animó a decirlo directamente al viejo; estaba detrás de tío Horacio y habló dirigiéndose a Oscar, que se ponía la corbata frente al espejo.

– Vi a Perla en un café de la Avenida. No me dijo nada especial, pero está bien.

Después, en otras noches, supieron que Perla se había ido con un hombre que tocaba la guitarra en un café español, y la cara oscura y aceitosa del amante de Perla se hizo para Oscar inseparable del recuerdo de la mujer. Tío Horacio no hizo comentarios, y no parecía haberse enterado de la proximidad nocturna de Perla, cinco cuadras al Sur. Oscar supo que había oído a Walter, porque en los paseos de la noche, cuando salían a tomar un café liviano a alguna parte, comenzó a llegar por Paraná hasta Rivadavia, donde se abría la Plaza del Congreso y hacia donde miraba con curiosidad idéntica noche tras noche; luego doblaba a la izquierda y continuaban conversando por Rivadavia hacia el Este. Casi todas las noches; por Paraná, por Montevideo, por Talcahuano, por Libertad. Sin hablar nunca de aquello, Oscar tuvo que enterarse de que la ciudad y el mundo de tío Horacio terminaban en mojones infranqueables en la calle Rivadavia; y todos los nombres de calles, negocios y lugares del barrio sur fueron suprimidos y muy pronto olvidados. De manera que cuando alguien los nombraba junto a él, tío Horacio parpadeaba y sonreía, sin comprender, pero disimulando, esperando con paciencia que la historia o los personajes cruzaran Rivadavia y él pudiera situarlos.

Así estaban en el año 38, y así siguieron en el 39, hasta el principio de la guerra, golpeándose los dos sin violencia casi todas las noches contra el muro de Rivadavia, sabiendo por Walter que la avenida "estaba llena de gente gorda y el otro día andaba un torero". Sabían también que casi cada semana inauguraban un nuevo café, con canciones y música; en todos ellos instalaba Oscar al guitarrista junto a una Perla remozada y locuaz que bebía manzanilla y golpeaba las palmas a compás. "Es por la guerra de España", comentaba Walter.

Pero la guerra de España había terminado hacía mucho tiempo, y por muchos meses la Avenida de Mayo fue para Oscar -y él pensaba que también para tío Horacio- diez cuadras flanqueadas de cafés ruidosos en la noche, con hombres y mujeres gordos tomando cerveza en las aceras, mientras a la luz del día muchos toreros iban y venían con paso apresurado. Y las pocas veces en que Oscar atravesó solo de noche Rivadavia y vio una Avenida de Mayo reconocible, volvió sin decir una palabra a tío Horacio y olvidó en seguida lo que había mirado. Así que estaba seguro de que dentro de tío Horacio seguía paralizada la visión fantástica del territorio perdido, donde Perla conversaba y reía y donde era frecuente que hubiese una Perla en cada café ruidoso, cerca de un torero, cerca de un hombre de pelo retinto, inclinado encima de una guitarra.

La última vez que tío Horacio estuvo enfermo, el médico lo había mirado con ojos desganados al ponerle la inyección. "No se sabe cuánto -dijo después-. A lo mejor vive más que usted." Oscar decía que sí; pero Walter no quería creer y murmuraba con el cigarrillo en la boca -la boca un poco torcida por el cigarrillo, el perfil alto, tal como Oscar lo veía atrás de las ventanas de los cafés-: "Un día nos da un susto."

El susto llegó una noche en que salieron a caminar los tres, tío Horacio en el medio, un sábado en el principio del verano. Tío Horacio caminaba despacio, hablando, palabra por palabra, de la organización de los productores de trigo de Canadá, y Oscar lo vigilaba de reojo, mientras Walter, taconeando, los delgados hombros hacia adelante, afirmaba, sacudiendo la cabeza donde el pequeño sombrero mostraba el lado izquierdo del peinado brillante. Siempre sacudía así la cabeza cuando tío Horacio comenzaba a repetir, en tono familiar y sin énfasis, lo que había leído en libros y revistas. Oscar pensaba en Walter, tomando mate en los atardeceres de la pensión, entre los gritos y las perezas de las mujeres que chancleteaban con sus batas manchadas de rouge, repitiendo con voz seria los artículos que le había transmitido su padre unos días antes sobre la distribución de productos en la posguerra, la talla de diamantes y la ola de crímenes sexuales en los Estados Unidos.

Tío Horacio iba hablando de Manitoba y reduciendo "bushels" a kilos en la esquina de Talcahuano y Rivadavia, y sin interrumpirse, sin un gesto de anuncio, sin nada que revelara que comprendía lo que estaba haciendo, continuó andando y hablando, cruzó la valla invisible de Rivadavia y llegó a la otra acera. Se detuvo un momento para respirar con lentitud, y en seguida continuó andando despacio, recorriendo la corta cuadra que llevaba a la Avenida de Mayo. Por arriba y por atrás de tío Horacio, Oscar se miró con Walter y vio cómo el otro le hacía una sonrisa, un signo de alegría, como si acabara de enterarse de que su padre no estaba ya enfermo.

Durante las dos cuadras que caminaron por la avenida, tío Horacio dijo que el único país digno de total respeto entre los que estaban metidos en la guerra era la China. Dijo algunos nombres geográficos, algunos nombres de generales y conductores y una profecía sobre el futuro de Asia. Frente al tercer café con música, tío Horacio se detuvo y miró sonriendo, hacia adentro. "Bueno -dijo-, vamos a tomar algo." Otra vez se miraron a sus espaldas y como Walter sonreía ahora francamente, a punto de comentar lo que estaba sucediendo, Oscar se tranquilizó e inició la entrada en el pequeño salón, donde un aparato de música sonaba tocando "Capricho árabe".

Tío Horacio pidió tres cervezas, miró un poco alrededor y comenzó a hablar de la industrialización de los países coloniales. En una pausa Walter dijo: "Hay poca gente esta noche. Si cruzamos enfrente…" Pero tío Horacio siguió hablando, con la cara distraída y bondadosa. Cuando trajeron la cerveza estuvo un rato inclinado, con el vaso apoyado en la boca, sin beber, inmóvil, los ojos bajos, Oscar miró a Walter, que examinaba el fondo del salón, arreglándose los puños salientes de la camisa; no pudo encontrarle los ojos y se echó hacia atrás, observando a tío Horacio y esperando. Esperó hasta que él bebió un trago, dejó el vaso sobre la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla, la boca abierta para hablar, y comenzó a resbalar en el asiento. Walter dio un salto, se puso atrás de su padre y trató de levantarlo, tomándolo de las axilas. Entre el mozo y un hombre que se acercó a la mesa, Oscar se inclinó para aflojar el nudo de la corbata del viejo. Vio que la cabeza giraba con trabajo, se inclinaba hacia un hombro y volvía a levantarse. Entonces Walter gritó: "Hacete una corrida y traé las gotas".

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