Juan Onetti - 32 cuentos
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– Y la barriga crece -dijo, mientras se pasaba la toalla por los hombros-. No te creía capaz de eso, jugar al remordimiento como si vos lo hubieras matado. Y no vuelvas a preguntarme si en un mundo de veinte dimensiones vos sos el culpable de que se haya pegado un tiro.
Parado encima de la alfombra se oprimía el vientre con suavidad.
– Me voy esta noche, tengo que apurarme -siguió diciendo-. Pero nunca le dijiste que se pegara un tiro, nunca le dijiste que robara para comprar pesos chilenos y cambiarlos por liras y las liras por francos y los francos por coronas y las coronas por dólares y los dólares por libras y las libras por águilas y las águilas por enaguas de seda amarilla o triciclos. No se lo dijiste, no le aconsejaste que robara. ¿Y entonces?
Flexionaba las piernas mientras se metía la toalla hecha una pelota bajo los brazos.
– ¿Te vas esta noche? -preguntó Capurro.
– Claro, a las nueve. Ya tengo demasiada salud.
Se puso los pantalones y comenzó a abrochárselos frente al espejo.
– Y además -dijo-. No tiene sentido. Alguna ves me encerré con un fantasma. ¡Pero un fantasma con bigotes de alambre! Los fantasmas no salen de la nada, salen de sustancia fantasmagórica. Si vos queras llamar sustancia fantasmagórica a un cajero de cooperativa con bigote de general ruso…
Capurro recostó la cabeza en el sillón y miró el techo desnudo.
– Tengo una culpa, en todo eso. La culpa de haberle hablado de manera que él quedara seguro de que si usaba los diez mil pesos de la caja se haría rico.
– Estás loco -dijo Arturo y se puso el saco silbando, se miró desde lejos, peinándose, en el espejo; después encendió un cigarrillo y puso un pie en el asiento de una silla-. Todo eso es idiotez complicada. Bueno, la vida es idiotez complicada. Exceso de sutileza. Pero te voy a decir algo que podría curarte si fueras tan sutil como yo. ¿Él usó correctamente el dinero robado, lo usó exactamente como le habías explicado?
– ¿El? -Capurro se levantó riendo-. Vamos. Cuando vino a verme ya no había nada que hacer. Al principio compró bien, pero se asustó y estuvo haciendo disparates. Una bella combinación de divisas con caballos de carrera y ruleta.
– ¿Ves? Certificado de irresponsabilidad. Te espero abajo.
Revisó su billetera y salió silbando y mientras se alejaba, Capurro pensó en el hombre que había pasado un rato antes por el jardín, arrastrando algo, una larga manga de regar, tal vez, cualquier cosa pesada y flexible que hacía sonar el pedregullo y se frotaba en el césped, despacio, cuando él miraba su rostro viejo hundido en el espejo.
Recién al comer la fruta, sentado frente a Arturo en el comedor, descubrió a la muchacha junto a una ventana, inclinada hacia el aire tormentoso de la noche, con un montón de pelo movido por el viento sobre la frente y los ojos, con débiles zonas de pecas -ahora, bajo el tubo de insoportable luz del comedor- sobre las mejillas y la nariz, mientras sus ojos acuosos miraban distraídos la sombra del cielo, los brazos desnudos cruzados sobre su traje de noche, amarillo, un hombro protegido por cada mano.
Un hombre viejo estaba sentado junto a ella y conversaba con la mujer que tenía enfrente, joven, d«espalda blanca y carnosa vuelta hacia Capurro, con una rosa en el peinado sobre la oreja; y al moverse hablando, el pequeño círculo blanco de la flor entraba y salía del perfil distraído de la muchacha y cuando la mujer reía, echando la cabeza hacia atrás, brillaba la piel de su espalda, y la cara de la muchacha quedaba abandonada en la noche.
Capurro deseaba quedar en paz junto a la muchacha y cuidar de su vida mientras la miraba fumando, hasta que hubo un momento en que ella levantó los ojos, sin separar sus brazos cruzados, moviendo apenas la cabeza desde el cielo hasta la cara del hombre. Volvió a mirarlo como antes en el jardín, con los mismos ojos calmos y desafiantes, con idéntica provocación desdeñosa. Cómo soportaba él los ojos de la muchacha y revolvía los suyos contra la cabeza juvenil, escapando de allí para escarbar en la tormenta de la noche, para adherir a su mirada la intensidad del cielo y derramarla, imponerla en aquel rostro de niña que lo observaba inmóvil y sin expresión, dejando perder sin quererlo, sin saber, sin poder evitarlo, entregando a su cara seria y fatigada de hombre la dulzura y la humildad adolescente de las mejillas pecosas y del cuello, desde el paisaje ennegrecido en el jardín, atrás de la ventana.
Arturo sonreía fumando el cigarrillo.
– ¿No la habías visto antes? -preguntó.
– Una vez. Esta tarde en el jardín. Antes de que volvieras del baño.
– Flechazo -dijo Arturo moviendo la cabeza-. Bueno. Y la juventud, la inexperiencia. Linda historia: pero hay uno que la cuenta mejor. Espera.
El mozo se acercó y recogió los platos y la frutera.
– ¿Café? -preguntó. Era pequeño, con la cara obscura, de mono.
– Bueno -dijo Arturo sonriendo-. Eso que llaman café. Pero el señor quiere saber sobre las excursiones en bicicleta de la señorita de la ventana.
Capurro se desabrochó el saco y miró hacia la muchacha, pero ya la cabeza había girado en dirección a la ventana y la manga negra del hombre de anteojos sentado junto a ella cortaba diagonalmente su traje amarillo y en seguida la cabeza con flor de la mujer de la hermosa espalda se inclinó cubriendo la cara pecosa, dejando solamente, como un rastro entre su propio pelo oscuro y la oreja del hombre de los anteojos, un grueso borde del pelo rojizo de la muchacha, pesado, grave en los bordes, llameante en la cresta que recibía la luz.
– Nada malo -seguía Arturo con el mozo-. El señor se interesa por el ciclismo y desea saber si la señorita… Decime. ¿Qué sucede de noche cuando papi y mami duermen o no quieren darse por vencidos?
El mozo se balanceaba sonriendo, la frutera vacía a la altura del hombro, removiendo los ojos oblicuos.
– Y, nada -dijo-. Ya sabe. A medianoche la señorita se escapa en bicicleta y se va a veces al monte, a veces a las dunas -había logrado ponerse serio, sin malicia en la cara y hablaba como si repitiera-: Qué le voy a decir. Ya sabe. Que vuelve despeinada y sin pintura, que una vez la encontré y me. dio dos pesos sin decirme nada, me los puso en la mano. Ahora, dicen los pasajeros y aquellos muchachos ingleses que están en el "Atlantic" y vienen los sábados a bailar. que siempre tiene quien la espere y que nunca es el mismo. Pero yo no digo nada por que no vi.
Arturo se rió golpeando el muslo de! mozo.
– Ahí tenés -dijo.
– Entonces.' ¿dos cafés? -dijo el mozo, volvió a sonreír y se fue.
– Bueno -dijo Arturo-. Un plan de vida más intesante que masturbarse con un fantasma bigotudo.
Al dejar la mesa la muchacha volvió a mirar a Capurro. desde su altura ahora, una mano todavía enredada en la servilleta, fugazmente, mientras el aire de la ventana hacía moverse como un badajo de bronce el mechón de pelo sobre su frente.
En la galería, con la maleta y el abrigo en el brazo. Arturo le golpeó el hombro.
– Una semana y nos vemos. Buenos paseos en bicicleta.
Saltó al jardín y caminó hacia el grupo de coches frente a la terraza del hotel. Cuando Arturo cruzó las luces. Capurro se apoyó en la baranda y olió el aire. Volvió al dormitorio y fumó echado en la cama escuchando la música que llegaba ininterrumpida desde el comedor del hotel donde debían estar bailando ya a aquella hora. Encerró en la mano el calor de la pipa y fue resbalando en un lento sueño, en un mundo engrasado y sin aire donde avanzaba con enorme esfuerzo, boquiabierto, hacia la salida donde dormía la luz indiferente del día, inalcanzable, mientras el tiroteo regular bramaba en la sombra que le cubría las espaldas. Despertó sudando, y fue a sentarse nuevamente en el sillón respirando; él aire de tormenta, con olor a mar. lerdo y caliente. Casi sin moverse arrancó el diario de abajo de su cuerpo y miró el título y la desteñida foto. Tiró el diario sobre la mesa, terminó de fumar la pipa. se puso un traje viejo, el impermeable, apagó la luz del dormitorio y saltó desde la baranda hasta la tierra blanda del jardín y el viento que hacía gruesas eses rodeándole la cintura. Luego eligio cruzar el césped hasta pisar el pedazo de tierra donde había estado la muchacha sentada por la tarde, los pies en las manos y las nalgas achatadas contra el suelo. El monte estaba a su izquierda, los mídanos a la derecha, todo negro y el viento golpeándole la cara. Ovó ruido y vio en seguida la luminosa sonrisa del mozo, la cara de mono junto a su brazo.
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