Pedro Zarraluki - Un Encargo Difícil

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Verano de 1940. Leonor, esposa de un alto cargo republicano fusilado al final de la guerra, y su hija Camila son enviadas a un destierro forzoso a la isla de Cabrera. Como única compañía tendrán al matrimonio que atiende una cantina miserable, algún pescador, un ermitaño alemán y un destacamento militar atemorizado por un posible ataque del ejército inglés. Entretanto, en Mallorca, un hombre recibe un encargo de las autoridades que puede redimirle de su turbio pasado. Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954) se sirve de una trama apasionante para convertir esta isla mediterránea en un orbe singular en el que es imprescindible reinventar las reglas y las relaciones para alcanzar la armonía. En `Un encargo difícil`, premiada con el último Nadal, dos mujeres nos van a demostrar que hasta en las peores condiciones es posible empezar la vida de nuevo. Porque todo aquello que nos hace felices siempre dependerá más de la integridad de ciertas personas que de las leyes que nos gobiernan.

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– Venga, hijo, ponlo ahí encima.

El muchacho lo depositó con gran cuidado sobre el montículo. Como si al hacerlo hubiera dado a la sepultura anónima un rostro donde reconocer al fusilado, a Felisa García se le dulcificó el gesto. Contempló fijamente el ramo de flores y se aclaró la garganta antes de hablar.

– Yo no sé lo que hiciste, Pascual -dijo-, pero fuera lo que fuese tú eras incapaz de algo así. Eso lo sé yo, que cuidaba contigo las cabras de mis padres… Es posible que a todos nos toque enfrentarnos antes o después a lo que no somos, a ti también. A veces pienso que la vida es demasiado larga para nuestro poco entendimiento, o quizá es que hemos de caer hasta lo más bajo para poder levantarnos de nuevo en el más allá. Esperemos que el Señor sea benevolente contigo… Eso es todo. Descansa en paz, Pascual, y no sigas haciendo tonterías,

Sólo el Lluent la acompañó en la señal de la cruz. Andrés los imitó pensándose mucho cada movimiento de la mano, como si resolviera un complicado rompecabezas. Se le iluminó el rostro y lo repitió más deprisa.

– Bueno, pues ya está -dijo el capitán Constantino Martínez-.Me voy, que tengo mucho que hacer… Y ustedes no se queden aquí. Vamos, circulen.

Tornaron todos el camino de regreso a la plaza. Andrés, un poco rezagado, dedicó todo el descenso a hacer la señal de la cruz cada vez más deprisa, como un poseso. Cuando, ya en la cantina, Felisa García se encerró en sus dominios, el muchacho fue tras ella y lo repitió de nuevo para que lo viera. A continuación soltó una risa que pareció una súplica. Felisa García cogió su cabeza y la estrechó contra sus enormes tetas. Hasta aquel momento, a pesar de que su madre, cuando era niño, se lo había intentado enseñar todas las noches, Andrés no había sido capaz de completar la cruz sobre su cuerpo.

El chamizo de los trastos había sido en el pasado la porqueriza y todavía conservaba en su interior un ambiente de vida enclaustrada. El suelo de tierra despedía un olor penetrante, extrañamente dulce y acre al mismo tiempo, y en la parte inferior de las paredes se veían restos de humedades que ni el calor del verano podía acabar de secar. Del techo, por entre los palos de los que colgaran los embutidos, se mecían los restos de telarañas hechos jirones. Allí todo se enmohecía, pero era el lugar favorito de Paco porque su mujer no entraba jamás. Era ahí donde guardaba sus botellas de vino, escondidas tras los aperos y herramientas que nunca utilizaba. Aquél en su santuario.

Aunque llevaba años sin empuñar un martillo o una azada, Paco nunca entraba en el cuchitril sin antes restregarse las manos y subirse los pantalones con energía, tal como haría cualquier persona que se dispusiera a acometer un duro trabajo. Así lo hizo aquella mañana, convencido, aunque vagamente, de que de una vez por todas iba a demostrar a Felisa quién mandaba en la casa. Echó un vistazo a los cachivaches que se amontonaban contra las paredes buscando entre todo aquel material, como un poeta entre las rimas, la inspiración necesaria para llevar a cabo alguna de las mil chapuzas que tenia pendientes. Pero su fuerza de voluntad se quebró de inmediato ante la fuerza superior de la rutina, y se encaminó a un rincón donde sabía que había un par de botellas todavía sin descorchar. Fue entonces cuando descubrió, casi delante de sus narices, un bulto nuevo bajo una lona.

Si hubiera visto un fantasma no habría reaccionado con tanta alarma. Pegó un brinco, se llevó una mano ansiosa a la cadena que le colgaba del cuello y se quedó contemplando atentamente el descubrimiento. Alguien había entrado en el chamizo cuando él no estaba. Aquello podía ser muy grave. En un primer momento temió por sus reservas de vino, pero no tardó en comprobar que no habían sido saqueadas. Paco, que nunca había tenido miedo a la redundancia porque no sabia lo que era, llegó a la conclusión de que se trataba de una invasión puramente invasiva, y que la causante no podía ser otra que Felisa. Sólo entonces se le ocurrió fisgar debajo de la lona. Lo hizo con la morbosidad de quien, de creer descubiertos sus secretos, pasa a descubrirlos de otra persona. También, cabe decirlo, con cierta esperanza de que su mujer, llevada por su bendita inocencia, hubiera escondido allí un nuevo cargamento de vino o de licores.

Lo que vio lo dejó atónito. Había una caja grande llena de largas guirnaldas de banderitas de España, suficientes para entoldar de patriotismo las pocas calles de Cabrera. En otra caja descubrió paquetes de serpentinas y confeti. Y en una tercera un tocadiscos americano, de formas aerodinámicas y marca Philips, junto a ocho o diez grabaciones de Estrellita Castro, Carlos Gardel, Tino Rossi o la Orquesta típica Morando.

El cantinero llevaba tiempo sospechando que su mujer le ocultaba ciertos aspectos de su vida, pero nunca había pensado que pudieran ser de tanta envergadura. Dejó caer la lona pensando que todo había sido por culpa de los días que había pasado en Mallorca con su hermana. Si ya lo sabía él, si ya sabía que una mujer no podía andar sola por el mundo. ¿Dónde se había visto que un marido se quedara en casa mientras su señora viajaba comprando vajillas y lámparas y otros objetos de lujo? ¿Con qué dinero había comprado todo aquello?

Con el de su cuñado, claro está, un putero al que le gustaban las faldas más que a un niño los caramelos. Y que si luego le enviaba aceite, y pan blanco… ¿Por qué le iba a hacer regalos si no era… si no era…? Cegado por los celos se imaginó a Felisa bailando con el potentado, que le decía obscenidades al oído y le despertaba la risa. La imaginó bailando toda la noche como una cría que descubriera la vida en brazos de aquel hombre, y la vio al amanecer, exhausta, poniéndole una mano en el pecho, no puedo más, no puedo mover las piernas, robándole el pañuelo para enjugarse las lágrimas de la risa y desfalleciendo, desfalleciendo en sus brazos. La imaginó agarrándolo por las solapas de la americana, inagotable él, intentando llevarlo hasta la puerta de la sala de baile, vamonos, casi es de día, mi hermana nos va a matar, y el potentado inagotable comprándolo todo para ella, las banderitas que adornaban el local, el tocadiscos, la música, la noche entera para ti, quiero que sea tuya, y Felisa desfallecida porque nunca nadie le había regalado una noche entera con todo su contenido.

– ¡Puta! -gritó el cantinero, herido en lo más profundo de su orgullo.

Salió de allí como una tromba, cruzó el bar y apareció en la cocina hecho un basilisco. Felisa García, que llevaba unas cebollas en la mano, lo vio cuando ya lo tenía encima y casi no se enteró del sopapo que la tiró al suelo. El oído que había recibido el üjolpc comenzó a pitarle, por lo que oyó las palabras de su marido como si fuera a través de un sueño.

– ¡He visto todas esas cajas, grandísima puta! ¡Ahora ya sé lo que hacías en Mallorca!

Felisa García, sin moverse de donde estaba, se metió un dedo en el oído intentando destaponarlo, pero el pitido aumentó su intensidad. Le escocía todo aquel lado de la cara como si le hubiera caído aceite hirviendo.

– Son para la fiesta de Camila -dijo-, el martes es su cumpleaños.

Y añadió, intentando incorporarse y descubriendo una punzada alarmante en la cadera:

– No sabia que fueras tan miserable.

Benito Buroy bajó del cementerio con ganas de continuar el paseo. Al sumarse a la ceremonia en memoria del carbonero se había situado en una posición incómoda, pues ahora todos le miraban con deseo de proximidad pero no sabían cómo acercársele ni qué decirle, por lo que pululaban a su alrededor ofreciéndose para que fuera él quien diera el primer paso. Aquello hizo que a Benito Buroy le renacieran el desinterés por los demás y las ganas de estar solo. Una de las cosas que más le molestaban era la sensación de comunidad, de grupo bien avenido, y allí, al pie de la higuera, Felisa García continuaba, tal como había hecho durante todo el descenso, mirándolo por el rabillo del ojo y preguntándose si había ido con ella por frivolidad o si lo había hecho por un sincero deseo de integración. La más peligrosa era sin embargo la niña, que en cualquier momento podía saltarle a los brazos y darle la bienvenida a aquella sociedad de fracasados en la que empezaba a encontrarse tan a gusto.

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