Pedro Zarraluki - Un Encargo Difícil

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Verano de 1940. Leonor, esposa de un alto cargo republicano fusilado al final de la guerra, y su hija Camila son enviadas a un destierro forzoso a la isla de Cabrera. Como única compañía tendrán al matrimonio que atiende una cantina miserable, algún pescador, un ermitaño alemán y un destacamento militar atemorizado por un posible ataque del ejército inglés. Entretanto, en Mallorca, un hombre recibe un encargo de las autoridades que puede redimirle de su turbio pasado. Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954) se sirve de una trama apasionante para convertir esta isla mediterránea en un orbe singular en el que es imprescindible reinventar las reglas y las relaciones para alcanzar la armonía. En `Un encargo difícil`, premiada con el último Nadal, dos mujeres nos van a demostrar que hasta en las peores condiciones es posible empezar la vida de nuevo. Porque todo aquello que nos hace felices siempre dependerá más de la integridad de ciertas personas que de las leyes que nos gobiernan.

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Tras una puerta de madera arrancaban los peldaños, que iban girando a medida que ascendían. Llegamos finalmente a una habitacioncita de cristal tan pequeña que a duras penas cabíamos los tres. En su centro se encontraba el recipiente para el petróleo y las lentes, como enormes culos de botella. Un balcón, protegido con una barandilla que a mí me pareció fragilísima, daba toda la vuelta por el exterior. El Lluent descornó una aldaba y un aire muy fresco nos acarició las caras. El pescador y mamá salieron y se acodaron confiados en la barandilla. Yo me quedé tras ellos con el corazón latiéndome enloquecidamente.

– Dios mío -dijo mamá al ver el pueblo desde allí-, en qué mundo tan pequeño vivimos.

– Más allá es grande -le respondió el Lluent señalando con el mentón el mar que se extendía a su izquierda-.También lo es la vida. Es demasiado larga, la vida.

Calló el pescador, pero de haber continuado hablando yo no habría podido escucharle. Intentaba inútilmente avanzar hacia ellos. Parecía que los pies se me hubieran fundido con el suelo y era incapaz de abrir los puños, que se aferraban al marco de la puerta sin que yo se lo ordenara. Tenía la certeza angustiosa de que si me soltaba se me llevaría el viento o se desplomaría el balcón. Me daba muchísima rabia, tanta rabia que se me revolvían las tripas, pero el corazón me bombeaba con fuerza empujándome hacia dentro, impidiéndome avanzar un solo paso. Finalmente, indignada conmigo misma, desistí de salir al exterior. El Lluent se había dado la vuelta y me miraba sin comprender lo que me sucedía. Parecía abstraído en sus pensamientos. Mi madre le miraba con una sonrisa lánguida en los labios.

– Es demasiado larga, la vida -repitió el Lluent-. Al final, lo único importante es no morir avergonzándonos de lo que hicimos,y no es fácil. Yo ya no lo voy a conseguir.

– Hay que saber perdonarse, Lluent. A veces nos agraviamos a nosotros mismos, pero luego volvemos a ser los de antes. Le pasa a todo el mundo.

Yo no entendía que pudieran hablar tranquilamente apoyados en aquella barandilla tan endeble. El vacío no les daba miedo, no formaba parte de ellos. Por suerte, el Lluent alzó la cabeza y las fosas nasales se le dilataron como si percibiera algún olor llegado de muy lejos.

– Vamonos -dijo-. El capitán se estará poniendo nervioso.

Bajé hasta la barca tan humillada por el vértigo que me temblaban las mandíbulas. Fue durante la travesía hasta el puerto cuando comprendí que debía controlar mis miedos si quería dejar de ser una niña. Y es que ya no lo soy. No soy la que llegó a esta isla. Aquella Camila es ahora para mí una extraña, o no, no una extraña, sino una amiga a la que hace mucho tiempo que no veo y me pregunto cómo será ahora, cómo soy yo en realidad. Así que hoy mismo empezaré a luchar contra el miedo. Andrés me espera en la cantina para ir a bañarnos. Le pediré que me lleve a algún lugar donde el agua sea muy profunda. Nadaré tranquila y no sufriré pensando que tengo los pies a muchísima distancia del suelo. Tampoco pensaré en las medusas ni en todo lo que pueda haber por debajo de mí. Me limitaré a disfrutar, y no me pondré nerviosa porque sabré que nadar es la única manera que tenemos de volar como los pájaros.

Era la hora de la siesta. Se había instalado en el aire un sopor inmóvil, una torridez de canícula parsimoniosa que dificultaba la respiración y hacía imposible cualquier actividad. Nadie en la isla permanecía al sol, ni siquiera en el campamento militar, que visto desde la plaza tenía la apariencia de un cuartel abandonado. En dirección norte, en lo alto del farallón, los muros del castillo reverberaban como si en su base ardieran fuegos invisibles. La barca de las provisiones había partido hacía rato de regreso a Palma y el ruido de su motor parecía haber fabricado un espeso silencio a medida que se alejaba. En la plaza, Andrés continuaba sentado en la caja del camión, preguntándose de dónde salía tanto silencio. Hasta la higuera, que por lo habitual susurraba con la más liviana brisa, lo había transformado en un árbol de piedra. Benito Buroy y el capitán Constantino Martínez habían estado conversando bajo sus ramas, que se abatían con pesadumbre y amenazaban quebrarse sobre ellos. Pero los dos hombres se habían acabado retirando a sus habitaciones de la Comandancia.

Camila estaba en su casa, sentada en una silla a la sombra del porche. Junto a ella, su madre se había dormido tumbada en el suelo sobre una manta. Leía la niña uno de los pocos libros que llevaran en su exilio, una novela que, ambientada en el siglo diecinueve, explicaba las andanzas de un traficante de esclavos llamado Pedro Blanco. En aquel momento Camila navegaba por un mar infestado de tiburones frente a las costas de Sierra Leona, La lectura le escandalizaba la conciencia y le excitaba el espíritu, por lo que, ajena al calor, cambiaba a menudo de postura. Sus pies habían ido deslizándose en torno a ¡as patas de la silla como troncos de parra mientras con su mano libre acariciaba, en un lento movimiento de vaivén, las fibras de anea del asiento.

Un sonido lejano la sacó de su ensimismamiento. Alzó la cabeza y aguzó el oído intentando adivinar qué era aquel rumor apagado que le llegaba a intervalos. Por un momento pensó que no había oído nada en realidad, pero el rumor reapareció más potente que antes y poco después se convertía en un trueno prolongado que rasgaba el aire. Camila se puso en pie, dejó el libro sobre la silla y avanzó hasta el final del porche. Entonces vio el avión que, dejando en el aire una estela de humo negro, aparecía por encima de las montañas y sobrevolaba la bahía. Miró Camila a su madre, que continuaba dormida, y se volvió luego hacia la plaza. Allá a lo lejos Felisa García avanzaba contoneando sus potentes caderas y agitando un abanico en el aire.

La cantinera, que había estado refrescándose a la puerta del bar, advirtió la presencia del avión cuando ya lo tenía prácticamente encima y se llevó las manos a la cabeza creyendo que la casa se desplomaba sobre ella. La sacó de su error la voz de Paco, que había alargado el cuello con tanta energía que casi se cae de la silla.

– J¡oder! ¡Es un Messerschmitr! ¡Y está ardiendo! Felisa avanzó unos pasos, en parte para saber cuál era la causa real del estruendo y en parte, por si acaso, para protegerse del desplome. Vio entonces el avión que perdía cada vez más altura, sobrevolaba la bahía y se internaba en el mar abierto. El aparato desapareció tras la silueta del castillo. La mujer, con el corazón encogido por la tragedia que se avecinaba, supuso que en cualquier momento el ronroneo del motor se vería interrumpido por una tremenda explosión. Pero el ronroneo no se apagaba, lo que dio a Felisa tiempo para reaccionar. Corrió hacia la Comandancia Militar para ponerlos en alerta. Nadie salía a la puerta del edificio, pero la cantinera vio a Benito Buroy en la balconada cubriéndose los ojos con una mano a modo de visera. Intentó Damar su atención con el abanico.

– ¡Avise al capitán! -gritó-. ¡Haga algo, hombre de Dios!

Benito Buroy no se fijaba en ella ni advertía sus voces. Había visto pasar fugazmente el avión por el hueco de la puerta cuando acudía a indagar qué sucedía, pero al salir al balcón el aparato ya había desaparecido tras la loma en la que se asentaba el castillo. Supuso Buroy que estaba dando la vuelta para intentar el aterrizaje en el pequeño valle que se abría a un lado del campamento, y esperó a verlo reaparecer. En efecto, poco después regresaba, aunque tan bajo que la estela de humo acariciaba las aguas mansas de la bahía.

– No llegará -murmuró Benito Buroy.

Casi al instante el avión rozó el agua con la cola, cayó de golpe perdiendo un ala, que alzó sola un vuelo incoherente y breve, y hundió el morro en el mar alcanzando casi la vertical. Luego, muy suavemente, recuperó la horizontalidad girando sobre sí mismo y apuntando al cielo con el ala que conservaba. Así se quedó, flotando en medio de la bahía. Benito Buroy soltó un silbido y miró hacia abajo, a la plaza donde, con el paso irreflexivo del sueño reciente, había irrumpido el capitán Constantino Martínez abrochándose la guerrera y profiriendo gritos.

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