La barca del Lluent entraba en aquel momento en el puerto. El capitán, desde la balconada de la Comandancia, la contempló con la melancolía postrada con que se ven las cosas desde la enfermedad. Se acarició con aprensión y delicadeza el plexo solar. Luego contempló el paquete de picadura tirado en el suelo pensando que, si le apetecía liarse un cigarro tal como le estaba sucediendo, quizá fuera un síntoma favorable de que su agonía remitía aunque él no acertara a percibirlo. Sí, decididamente, aquélla era una buena señal. Pero al alargar el brazo para coger el paquete vio una silueta inmóvil al otro lado de la balconada y tuvo un pequeño sobresalto que le provocó un nuevo ataque de acidez.
– La col me está matando -dijo el militar al reconocer a Benito Buroy-. En este islote sólo comemos pescado y verduras, pero es mejor así. La carne que nos llega está medio podrida. Resulta imposible saber a qué animal pertenece.
Fiel a su escaso interés por todo lo ajeno, Benito Buroy se mantuvo en silencio. Él también acababa de cenar, en la cantina, con la única compañía de la gorda antipática que no le hablaba ni le miraba nunca a los ojos. Casi un paraíso. Pero luego había llegado un grupo de soldados que se habían puesto a jugar a las cartas y a dar voces, volviéndose hacia él para preguntarle dónde había hecho la guerra, o para pedirle su opinión acerca de algún tema sobre el que estaban discutiendo, o más sencillamente para invitarlo una y otra vez a que se uniera a ellos, como si su presencia apartada les causara un tremendo incomodo. A Benito Buroy los grupos bullangueros le transmitían una insoportable sensación de soledad compartida, por lo que no tardó en salir de la cantina y, a falta de otra opción que no fuera pasear por la plaza a oscuras, regresar a la Comandancia Militar.
– ; Quiere oír algo bonito? -continuó el capitán-. La tormenta de ayer desenterró los muertos del cementerio. Aquí han sido siempre tan vagos que no se molestaban en cavar fosas. Cuatro paletadas por aquello de cumplir, un poco de tierra por encima del cadáver y una lápida tosca, si es que la ponían, apoyada contra el muro. Eso es todo. Luego llueve y se monta una zapatiesta de mil diablos… He tenido que enviar un pelotón para que pusiera un poco de orden en los sepulcros. Han encontrado de todo, hasta una nota manuscrita y el esqueleto de un perro. ¿A quién diablos se le ocurriría enterrar un perro en un camposanto?
Y concluyó, tras removerse en la silla como si le escociera el esfínter:
– Esta maldita col me está matando.
Benito Buroy se acordó de Otto Burmann. El también se quejaba a menudo del estómago, de dolores reumáticos o arteriales y, en general, de todas esas dolencias que, por no tener una causa visible, le permitían pasar un día entero en su gran cama cubierta de almohadones soltando gemidos ahogados, adoptando posturas trágicas y pidiéndole un poco de consuelo.
– Necesito una lista de todos los residentes -dijo, volviéndose hacia el militar y haciendo caso omiso de lo que éste le había explicado.
– ¿De los residentes de dónde? -contestó el otro-, ¿De aquí… de Cabrera? Usted llegó hace dos días, ¿verdad? Pues bien, ¡ya los conoce a todos! Sólo le falta un alemán que anda perdido por el interior de la isla. Pero ya se lo encontrará. De vez en cuando baja por la cantina.
Benito Buroy pensó que tenía suerte. Si el alemán andaba por el monte sería más fácil deshacerse de él. Preguntó dónde se hallaba exactamente.
– Hace unos días lo vio una patrulla -continuó el militar, que tenía una noche locuaz a pesar de la acidez-. Está en el otro lado de la isla, en una bahía que llaman de la Olla y que tiene un farallón rocoso en el medio. Parece ser que vive en una cueva, allí hay muchas. Lo que yo me pregunto… lo que yo me pregunto es qué pinta aquí un alemán. ¿Qué habrá hecho? Entre nosotros, tengo orden de coserlo a balazos si intenta escapar de la isla, pero a él ni se le ocurre acercarse por el muelle. A pesar de eso revisamos siempre la barca de abastecimiento, por si acaso.
Alzó los brazos doblados por encima del respaldo de la silla, desperezándose, puso los pies sobre la baranda, encendió de nuevo el cigarro, que se le había apagado, y soltó con gran campechanía:
– ¡Qué jodidos esos alemanes! ¡Tan envarados! ¡Tendría que haberlo visto hace un par de semanas, cuando Felisa nos hizo la paella!
Había sido aquél, gracias al entusiasmo de la cantinera, un día feliz en una época en la que nadie lo esperaba. Felisa García, revestida de la sabiduría exótica de los que han visto esplendores muy lejanos, llegaba de Mallorca como si hubiera dado la vuelta al mundo recogiendo tesoros y delicias gastronómicas. Aunque regresaba con docilidad a su reclusión en la cocina de la cantina, nunca olvidaría que un caballero como Dios manda, todo un señor de la capital, le había alabado su gusto exquisito. Había cambiado tanto el concepto que tenía de sí misma, y se sentía tan cómoda en su recién descubierta delicadeza, que hasta lavó su bata roñosa y suavizó en lo que pudo los modales de su bronca feminidad. Así, limpia, repeinada y dulce, apareció aquella mañana muy temprano en la cantina. Paco, que nunca se fijaba en ella, se la quedó mirando con asombro y quiso llevársela de nuevo al dormitorio, pero Felisa se lo sacó de encima con un empujón amistoso y le ordenó que hiciera una buena hoguera en la plaza, pues iba a necesitar muchas brasas para su demostración de exquisitez culinaria. A Andrés le pidió que montara una mesa bajo el emparrado en la que pudieran caber todos, y al ver al capitán, que se encaminaba al campamento, salió tras él intentando contonear un poco las caderas, lo justo para no parecer reumática.
– Constantino -le dijo-, hoy no le llevaremos la comida. Vendrá usted a mi casa. Haré la paella que le prometí. Póngase guapo y traiga algo de aperitivo.
Fue de aquella manera como, un día abrasador de mediados de agosto, los cantineros y su hijo Andrés, el Lluent, otro pescador llamado Sebastián que había tenido la suerte de caer por allí, la máxima autoridad militar de la isla de Cabrera y sus prisioneras Leonor y Camila Dot, alzaron los vasos para brindar por un futuro que, todo sea dicho, se presentaba bastante tenebroso. Para mayor perfección de la dicha que Felisa instauraba desde la atalaya del reciente aprecio que sentía por sí misma, aquel día acudió el alemán ermitaño a por su ración de tabaco. Al ver el festejo se quedó parado, con un gesto en el rostro que delataba su deseo repentino de no encontrarse delante de todas aquellas personas que se habían vuelto a mirarlo interrumpiendo las conversaciones. El capitán carraspeó, contrariado por la presencia del alemán. Le habían encargado que lo vigilara, no que tomara copas con él. y Constantino Martínez era un hombre muy puntilloso en el sometimiento al lugar que cada uno ocupa en el mundo. Pero en aquella mierda de islote resultaba verdaderamente difícil mantener las formas.
Por suerte para todos, Felisa García demostró que la autoridad no se teoriza, sino que se practica. Cogió al alemán por el brazo, lo arrastró hasta el emparrado, le puso en la mano un vasito con el fino que había llevado el capitán, y luego se volvió hacia el militar para pedirle que ayudara a Paco a cargar la paella hasta la mesa. El militar, que se había puesto su uniforme más decente en cumplimiento de las órdenes de la cantinera, volvió a obedecerla, aunque con el desánimo del que se ve obligado a limpiar las letrinas.
Un rato después andaban todos algo achispados por el vino, que había corrido con una generosidad impropia del racionamiento, y el pescador Sebastián, al que nadie conocía, miraba a Leonor Dot con indisimulada avidez. Ella, que con gran elegancia había optado por no darse cuenta, escuchaba a Felisa García. La cantinera le había traído de Mallorca brotes de lechuga y le explicaba que tenía que atarlos cuando crecieran para que las hojas interiores se conservaran pálidas. Paco, por su parte, dándose cuenta de que sus reservas de vino iban a irse al carajo, había decidido hacer acopio de él en su propio cuerpo. Desmadejado en la silla, ceceaba incoherencias en dirección a la parra que les daba sombra. El Lluent canturreaba, que era lo suyo. Y el capitán, atrincherado en la marcialidad que nunca le había fallado, soñaba con un mundo pequeño que nada tenía que ver con aquél, tan diminuto y miserable. Soñaba con un mundo pequeño, aunque lo suficientemente grande como para llamarlo patria sin necesidad de recurrir a Osaka, Jerusalén o Petrogrado. Embriagado, soltó un ¡arriba España! y volvió a sumirse en el silencio. Sólo Markus Vogel se mantenía impertérrito. Casi no había probado el vino y, aunque había devorado la paella con un hambre de lobo que ni su educación podía ocultar, no había dicho nada en toda la comida. Parecía estar sentado en aquella mesa por un error que aguantaba por cortesía.
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