– Su nombre es Abraham Bar Hiyya, vive aquí en la ciudad y es médico. Según mis informes, ha atendido a más de un miembro de vuestra milicia.
– Vuestros informes no os engañan, mucha gente conoce que Abraham nos ha atendido siempre que lo hemos necesitado, al igual que a una gran parte de la nobleza y de la ciudadanía de Barcelona. Pero no hay ninguna acusación contra él, y mucho menos de alta traición. Me temo que os han engañado, fray Berenguer, y os aconsejo que actuéis con prudencia, alguien podría pensar que intentáis difamar el buen nombre de una persona muy respetada en la ciudad. Y no creo que ésta sea vuestra intención.
– Mis informaciones provienen de lo más alto y…
– Lo más alto que yo conozco en esta tierra, hermano, es nuestro amado rey, y os aseguro que si existiera esa acusación de la que habláis, seríamos los primeros en enterarnos. -Frey Dalmau mostraba irritación ante la insistencia del fraile y la retorcida mente de su invitado empezaba a molestarle.
– Nuestro rey está muy distraído últimamente. -Maliciosamente, fray Berenguer apuntaba hacia los últimos devaneos amorosos del monarca.
– Ni vos ni yo estamos capacitados para juzgar el comportamiento de nuestro rey, hermano, y vuestras palabras podrían ser consideradas causa de traición. Deberíais ser más cauto y prudente.
– ¡Cómo podéis insinuar tal cosa! Mis informes, ya os lo he dicho, no provienen de cualquier taberna, sino de las más altas instancias de un país vecino que ha confiado a este pobre fraile una misión tan delicada. Ellos conocen mi experiencia y…
– Entonces vuestra experiencia os sirve de bien poco, fray Berenguer -cortó secamente frey Dalmau-. Deberíais saber que colaborar con otro país, especialmente en estos momentos, os podría colocar en una situación muy peligrosa y la injusta acusación que lanzáis contra Abraham podría girarse contra vos.
El rostro del fraile adoptó un tono escarlata ante la sugerencia del templario y en sus manos, fuertemente aferradas a los brazos de la silla, asomaron una multitud de venillas azules. Su tono cambió de forma abrupta.
– ¿Por qué protegéis a este judío? -exclamó.
– No creo que el anciano Abraham necesite protección, fray Berenguer. Hace más de un año que partió hacia Tierra Santa y creedme si os digo lo mucho que mis huesos lo echan de menos. Es un excelente médico al que he recomendado en muchas ocasiones, cosa que no dejaré de hacer por vuestras infundadas acusaciones. Pero ya que sois un experto, no os costará mucho encontrarlo en Palestina.
– ¡Ese judío ya no está en Palestina! -Entonces sabéis mucho más que yo.-Pero ¿no os dais cuenta de que ese judío es un peligro, frey Dalmau?
– Lo único que veo, hermano, es que alguien está utilizando vuestra ignorancia con fines que me son oscuros. Y yo de vos, no andaría clamando que estáis ayudando a un país extranjero. Es un mal momento para alianzas extrañas y, si me lo permitís, debemos poner fin a esta conversación. No deseo perjudicaros, pero si continuáis, me veré obligado a poner en conocimiento de la autoridad real vuestras palabras.
Fray Berenguer de Palmerola salió de la Casa del Temple furioso y congestionado por la ira. Nada había funcionado tal como había previsto y aquel orgulloso templario le había humillado de forma indigna, riéndose de su falta de experiencia. Y no sólo eso, ¡se había atrevido a amenazarle, a llamarle traidor en su propia cara! ¡Malditos presuntuosos! No sabían a quién se enfrentaban, ignoraban el poder de sus influencias y de sus amistades. No había descubierto si aquel sucio judío se escondía entre aquellas paredes, pero no sería de extrañar, aquella gentuza del Temple actuaba siempre como le daba la real gana, sin obedecer a obispos ni abades. Pero si el judío se escondía allí, si ellos lo estaban protegiendo, lo descubriría y haría todo lo posible para perjudicarles. Sí, iban a acordarse de él durante un largo tiempo. Sólo la idea de la venganza logró calmar su ánimo y muy pronto, en su mente, la figura de un fray Berenguer, poderoso e influyente, castigando a los osados que se atrevían a cruzar en su camino, le llenó de satisfacción.
Escondido en una esquina, cerca de la Casa del Temple, un asustado fray Pere de Tever, contemplaba la furiosa salida de su hermano y superior. No sabía qué hacer ni a quién acudir.
Durante unos breves días había conseguido esquivar la presencia de su irascible compañero, incapaz de soportar su arrogancia y su mezquindad, pero aquella mañana, arrepentido de su poca paciencia, había ido a buscarlo. Había sido un error, pensaba ahora, no debía haberse quedado junto a la puerta, escuchando. La curiosidad le había arrastrado, no podía creer que aquel viejo rencoroso tuviera una visita, porque nadie le conocía amistades ni familia. Y se quedó allí, oculto tras la puerta, espiando la conversación con aquel elegante caballero francés. Casi de inmediato, descubrió su error, pero no podía huir sin que ellos se dieran cuenta de su presencia, y el miedo se apoderó de él. Escuchó con espanto cómo querían acabar con la vida de aquel pobre hombre, un judío que no había lastimado a nadie, únicamente perjudicado por su raza y por el odio intenso que sentía fray Berenguer hacia toda diferencia. Pero todo esto no fue lo peor. El terror se apoderó de él cuando pudo observar al caballero francés, cuando contempló su rostro. Conocía aquella cara, estaba seguro, sin lujosas ropas ni alhajas, más bien al contrario, sucio y con barba de varios días, pero era el mismo hombre, sin lugar a dudas. Comprendió que estaba ante uno de los tripulantes de la nave en la que habían viajado, el hombre que había embarcado en Limassol.
Guillem aguzó los sentidos. Sobre el suelo del pajar, inmóvil, con la mirada fija en lo que sucedía. Alguien había llegado y los hombres se habían levantado en silencio, con el respeto que impone el miedo.
Un nuevo personaje apareció en la puerta. Vestía completamente de negro, alto y corpulento, con unas relucientes botas altas de buen cuero, sus manos enguantadas, y en ellas un gran anillo. El joven contuvo la respiración al verlo, parecía un anillo cardenalicio, aunque a aquella distancia era difícil asegurarlo.
– Buenas noches, caballeros, ¿qué tenéis para mí? -El sarcasmo de sus palabras molestó a los hombres, pero no respondieron de inmediato.
– El muchacho se escapó, desapareció en un instante. Ha sido bien instruido -contestó Giovanni.
– Es increíble, Giovanni, mi hombre más curtido, burlado por un jovenzuelo imberbe. Creo que te estás haciendo viejo. -No es exacto lo que decís, Monseñor. No es un simple joven, no hay que olvidar que es el hombre de Guils -se defendió.
– ¡El hombre de Guils! Vamos, Giovanni, no intentes engañarme. Querrás decir más bien el chico de los recados de Guils. Me temo que hay muchos fallos últimamente, señores.
Giovanni calló, estaba en un terreno peligroso y no era saludable llevar la contraria a su patrón. Viendo su silencio, Carlo, su compañero, intervino.
– Ese chico estuvo en la taberna, señor, se puso en contacto con Santos. Y en lo que se refiere a D'Aubert… está muerto, parece que la Sombra se nos adelantó. Registramos la habitación y también el cadáver, pero no hallamos nada.
– El judío sigue en la Casa del Temple, Monseñor… -añadió el llamado Antonio, en voz muy baja, como si temiera molestar al hombre de negro-. No se ha movido de allí. Tenemos vigilancia las veinticuatro horas del día, no ha habido movimientos sospechosos y únicamente un destacamento de seis templarios ha salido hacia la encomienda del MasDeu. Abraham no estaba con ellos.
– ¡Menudo hatajo de inútiles que tengo a mi servicio! -El desprecio impregnaba las palabras y el tono de voz del hombre oscuro.
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