Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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– Está bien, es posible que tengáis razón. ¿Cómo sabré que le habéis encontrado?

– Os enviaré recado a la Casa. Sed paciente, muchacho. Guillem dio un último vistazo a la habitación de D'Aubert. Ya nada más podía hacerse allí y Santos le había proporcionado toda la información que tenía. Miró con aprecio al gigante tuerto, admiraba la seguridad que emanaba de su persona, el control que tenía de la situación, como si cada día encontrara cadáveres maniatados repartidos entre las habitaciones. Necesitaba confiar en él, un contacto en aquel barrio le sería de gran utilidad, y era más prudente tener a una persona como amigo que como enemigo. Estaba a punto de marcharse, cuando el tabernero le llamó.

– Debéis andar con mucha precaución. Por lo que me habéis contado, hay demasiados muertos en esta historia y no sería prudente distraerse ni un segundo. Centrad vuestra atención y manteneos alerta. No permitáis que la muerte de vuestro compañero os afecte hasta el punto de bajar la guardia, eso sería muy peligroso.

Guillem le aseguró que tendría sus consejos muy en cuenta y después de despedirse, salió de la taberna. El cuerpo del hombre apalizado seguía en el mismo lugar, doblado sobre sí mismo, y lo único que había cambiado era el tamaño de la gran mancha de sangre que se extendía a su alrededor. Las mujeres también seguían allí, inmutables, ajenas a todo lo que ocurría. El joven tuvo la sensación de hallarse dentro de un sueño, el cansancio y la oscuridad daban un aire de irrealidad a la escena y si por la esquina hubiera aparecido un unicornio, ni tan sólo se hubiera inmutado. «Si esto es una pesadilla -pensó-, lo mejor será despertarse en la Casa y en mi camastro.» Llevaba cuarenta y ocho horas de pie y el sueño empezaba a vencerlo.

Santos vio alejarse al muchacho con la preocupación en el rostro, temía por su vida. No le había dicho toda la verdad, Guillem aún no necesitaba saberlo todo. Las viejas sombras de su memoria no debían acumularse en sus espaldas y a Bernard no le hubiera gustado que el joven se viera envuelto en un antiguo ajuste de cuentas. No, eso era cosa suya y de Dalmau, aunque ahora Guils no estaría a su lado. El viejo y querido Guils.

Por primera vez, desde hacía mucho, tenían a D'Arlés al alcance de la mano. Lo que le había obligado a venir tenía que ser muy importante, vital. Robert había evitado su proximidad como quien evita al diablo, y había hecho bien, no ignoraba que las viejas cuentas siempre acaban saldándose y que ellos no olvidarían jamás, pasara lo que pasase. Mientras quedara uno de ellos con vida, D'Arlés no dormiría tranquilo. Ahora comprendía la nota urgente que Dalmau le había enviado y que acariciaba dentro de su bolsillo, esta vez serían más rápidos… Recordó su estupor cuando descubrió el nombre del traidor. No se lo podía creer. A pesar de su animadversión hacia D'Arlés, nunca había soportado a aquel «caballerito» que creía ser alguien importante, pero ¿un traidor? No, era un engreído, un presuntuoso y un ambicioso, pero no un traidor… Tardó unos minutos en reaccionar cuando finalmente se enteró del nombre: el maldito D'Arlés les había engañado a todos. Desobedeciendo las órdenes de Guils, galopó como un loco para avisarles, pero llegó tarde, la tragedia se había consumado y él no pudo evitarlo. Volvió a Acre, abatido y furioso, para comunicar al maestre el final de sus averiguaciones y enterarse, por descontado, que ninguna orden tan increíble como aquélla había salido de las paredes de la Casa templaria. El nombre del traidor había sido un gran escándalo para la orden y D'Arlés, huido, corría hacia Francia para susurrar en los oídos del rey francés calumnias y mentiras. Aquel malnacido arrogante había conseguido lo que ambicionaba, a costa de lo que fuera y sin que Jacques el Bretón pudiera impedirlo. Estos pensamientos todavía encendían su cólera. ¡Maldita política! Un traidor elevado a la categoría de confidente de un rey mientras sus compañeros agonizaban en una mazmorra siria. ¿Quién podía entender todo aquello? Ni tan sólo ahora, convertido en Santos, lo comprendía.

No se arrepentía de nada, había abandonado el Temple para rescatar a sus compañeros, el maestre Thomás Berard tenía las manos atadas. Aquel maldito traidor había convencido al rey Luis de la culpabilidad de sus amigos, imputándoles sus propios actos y e1 rey había prohibido a la orden cualquier tentativa o canje para salvarlos. Sólo estaba él, Guils se lo había dicho, «eres nuestro salvoconducto, Jacques», y no dudó ni un instante en lanzarse en su busca. Le había llevado tiempo, demasiado tiempo, pensó, recordando al joven y dulce Gilbert. Recordaba la huida, en plena noche, con Dalmau herido y rabioso por abandonar el cuerpo de su hermano, con Bernard medio muerto, llevándolos a los dos, uno en cada hombro. Sí, él, Jacques el Bretón, la mula más obstinada del Temple de Acre, lo había conseguido. Los escondió y los curó, y un atardecer, en mitad de la nada del desierto, juraron su venganza ante las dunas rojizas. Una venganza que pasaría por encima de todo, hasta de sus propios votos si ello era necesario.

«Se acerca la hora, Bernard, mi querido amigo, las piezas volverán a su lugar y el peón dejará de ser rey. ¡Y que el infierno se nos trague si lo considera conveniente.»

Capítulo VIII Fray Berenguer de Palmerola

«¿Sois hijo de dama y caballero, de linaje de caballeros y nacido de matrimonio legal?»

Las obras de construcción del gran convento dominico de Santa Caterina seguían su ritmo. Empezadas dos años antes, en 1263, el trabajo continuaba y se colocaban los fundamentos de lo que sería su gran iglesia. Los frailes se habían habituado al trajín constante de materiales y operarios de lo que se convertiría en el convento más grande de la ciudad. Fray Berenguer de Palmerola se hallaba enfrascado en una discusión con uno de los capataces, y aunque carecía de conocimientos en el arte de la arquitectura, estaba convencido de la importancia de sus opiniones y de la ineptitud de todos aquellos hombres que, día a día, y piedra a piedra, levantaban el edificio.

– ¿Una nave, una sola nave?

– Así fue diseñada y después aprobada, fray Berenguer, de eso hace veintidós años. -El capataz estaba irritado, intentando controlar su enfado.

– ¿Y este ábside? ¡No me diréis que va a tener siete lados! -Nos encontramos en una parte delicada de la construcción, fray Berenguer; como veis, el arranque de las vueltas obliga a una cuidadosa reflexión. Os ruego que no distraigáis a los operarios.

– ¡Que no…! ¡Cómo os atrevéis a dirigiros a mí en ese tono! Tendré que hablar seriamente con mis superiores, no os permito estas formas, vos no sabéis quién soy yo y no tolero faltas de respeto.

– Hablad con ellos, os lo ruego. Yo también lo haré.

Fray Berenguer dio media vuelta, enfurecido por las palabras del capataz, y se dirigió hacia los edificios del convento. Todavía no había conseguido contarle a su superior los entresijos de su viaje, y la espera le impacientaba. Sus propios hermanos no parecían estar interesados en los grandes riesgos que había sufrido e incluso le evitaban. Incluso su acompañante, fray Pere, había desaparecido de su vista desde el día de su llegada y desconocía dónde podía estar. Y qué decir de las obras que se prolongaban durante tantos años, una orden tan importante como la suya y viviendo en medio de cientos de operarios y miles de cascotes por todos lados. Era una vergüenza, aquello más parecía una cantera que la casa del Señor.

Cuando entró en las dependencias, le dieron aviso de que tenía una visita esperándole en el locutorio. Se quedó sorprendido, calculó que hacía unos veinte años que nadie venía a verle, y lleno de curiosidad marchó con rapidez hacia la Sala de Visitas. Una amplia sonrisa apareció en su rostro al contemplar a quien le esperaba.

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