Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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Capítulo VII El Delfín Azul

«¿Habéis prometido o dado a algún seglar o a un hermano del Temple, o a cualquier otro, dinero u otra cosa para que os ayude a ingresar en esta orden? Porque esto constituiría simonía y no podríais disculparos, si estáis seguro de ello perderíais la compañía de la Casa.»

La posada El Delfín Azul se hallaba al final de un callejón sin salida, al límite del barrio de la Ribera. Leví no había exagerado al describir aquel local de mala muerte, su emplazamiento y el tipo de gente que concurría a él, no permitían engaños en cuanto a su naturaleza. Sus clientes provenían, especialmente, de los bajos fondos de la ciudad y del paso de la marinería. No era un burdel, como muchos pensaban, sino un centro de diversión y de negocios que rozaban el límite de la ley y, en muchos casos, lo sobrepasaban sin ningún problema. Las autoridades consideraban la prostitución un mal necesario que evitaba problemas peores, por ello toleraban los burdeles, aunque bajo un control municipal y real. Estaba totalmente prohibido que las prostitutas ejercieran su duro trabajo fuera de los locales adecuados para ello, de esta manera eran obligadas a vivir encerradas entre las cuatro paredes del burdel.

Sin embargo, en El Delfín Azul también se podían encontrar grupos de mujeres que se reunían allí para divertirse y hablar de sus problemas, sin que fuese posible contratar sus servicios. Si una de ellas era encontrada ejerciendo su trabajo fuera del burdel, el mismo patrón y sus compañeras la iban a buscar con redoble de tambores, y la devolvían a la casa, aunque raramente sucediera así en aquel barrio, en el que ni los guardias reales se atrevían a patrullar.

Guillem caminaba con rapidez, con la cabeza alta y cara de pocos amigos. El ingenuo muchacho de los cambios había desaparecido y en su lugar, asomaba un hombre joven, de mira da torva y con las armas a la vista. En la entrada de la posada, un grupo de hombres apalizaba a un tercero que acababa de desplomarse, desmayado o inconsciente, en tanto los golpes y puntapiés arreciaban sin que la víctima expresara el más mínimo lamento. A un lado, dos mujeres contemplaban el espectáculo con expresión aburrida, semejantes a dos estatuas de piedra que soportaran el peso del portal, excepto que carecían de capiteles en sus cabezas.

Guillem dio un vistazo al infeliz que yacía en el suelo, sin detenerse ni intervenir, aquél ya no pertenecía al mundo de los vivos y él tenía un gran interés en permanecer en él. Cuando penetró en la posada, un ambiente espeso y cargado lo envolvió, había muchas zonas de penumbra y sus ojos tardaron unos instantes en adaptarse a la oscuridad, repasando cada rincón y cada huésped que llenaba el local. Era una estancia de grandes dimensiones, rectangular, donde una enorme chimenea ocupaba un lugar de privilegio, dando mucho calor y poca luz. Las mesas se amontonaban sin orden ni concierto, como si un ejército de bárbaros hubiera conquistado el lugar y se dispusiera a arrasarlo. Los parroquianos se apretujaban alrededor de las mesas y encima de ellas, casi sin dejar un resquicio por el que pudieran pasar unas mujeres portadoras de grandes jarras. Los gritos y aullidos eran la conversación más habitual y también los coros, espontáneos, entonando obscenas canciones a voz en grito. El fragor de la peor batalla se hubiera convertido allí en un simple murmullo.

Guillem se abrió paso con dificultad, observando las miradas de curiosidad que, tras el primer vistazo, volvían a la indiferencia. Un lugar como aquél acogía caras nuevas cada día, tripulaciones enteras gastaban sus míseras pagas en aquel brebaje inclasificable que se servía, fuera vino o cerveza, para desaparecer después hacia otro puerto, hacia otro local exactamente igual a aquél. Aunque no siempre sucedía así, muchos de esos alegres parroquianos no llegarían nunca a otro puerto ni a otra taberna, el océano se los tragaría sin ningún remordimiento.

Mientras avanzaba entre la marea humana, el joven se fijó en un hombre que se apoyaba en un largo mostrador que, desde la chimenea, se extendía hasta la pared opuesta. Era un auténtico gigante de casi dos metros. Guillem le miraba con respeto, por su privilegiada situación, no podía tratarse de otro que de Santos, el conocido de Leví. El hombre estaba hablando con uno de los clientes, cosa que permitió que Guillem lo estudiara con atención. Una de las cosas que le distinguían del resto era un rostro especial, trazado por miles de cicatrices de todo tipo y tamaño, aunque una de ellas sobresalía por derecho propio cruzando toda la cara, atravesando uno de sus ojos y desapareciendo en el mentón. Era posible que continuara por la nuca hasta perderse, cuerpo abajo, en algún lugar invisible y secreto. Su gran corpulencia estaba en consonancia con su altura, y la masa muscular se dibujaba bajo sus ropas en un complicado mapa de tendones y nervios sabiamente organizados. Guillem calculó que debía de tener la edad de Bernard, quizás un par de años más, aunque era posible que las cicatrices le engañaran.

El largo mostrador en que se apoyaba servía como frontera y delimitaba el amplio territorio de los parroquianos de su atalaya particular. A sus espaldas, las camareras desaparecían en la oscuridad para reaparecer con las jarras bien provistas. Era una situación estratégica perfecta que le permitía vigilar y controlar cada rincón de su local, cada individuo que entraba o salía, cada murmullo. Un poco más apartada del mostrador, al otro lado del fuego, una escalera de madera se perdía en las alturas. Seguramente comunicaba con las habitaciones de los huéspedes. Guillem siguió estudiando con detenimiento la posada, buscando los puntos más favorables para una hipotética huida. No deseaba encontrarse en la desagradable experiencia de acabar en un agujero sin salida y mucho menos con un contrincante como la Sombra. Su mirada se posó en una pequeña puerta bajo la escalera, posiblemente la bodega o una leñera, que estaba disimulada en la pared y que sólo por un extraño reflejo en el fuego de la chimenea había atraído su atención. Se acercó pausadamente hacia donde reinaba aquel gigante sin que nadie osara poner en duda su legitimidad. Como era de esperar, llamó su atención de inmediato. Santos le observaba, dejando en suspenso la conversación que mantenía, y la interrupción alejó a su interlocutor hacia una de las mesas cercanas, como en una ceremonia ensayada mil veces, donde todos los participantes sabían el papel que debían hacer. La mirada de Santos se concentró en el joven desconocido con una curiosidad no exenta de indiferencia.

– Sois forastero, compadre. -Era una afirmación en toda regla. Santos seguía la ley, no escrita, de evitar las preguntas.

– Y vos adivino. ¿Cómo habéis llegado a tan difícil conclusión?

– ¿Os sirvo algo o necesitáis mis servicios de adivinación?

– Tomaré lo mismo que vos, siempre que no sea la porquería que éstos están tragando.

– Vaya, vaya… un paladar fino, algo que no acostumbro a disfrutar en este antro, señor, aunque es posible que incluso lo que yo bebo, sea insuficiente para vos. -Santos parecía divertido con el nuevo parroquiano, y el sarcasmo encontraba acomodo entre los dos.

– Supongo que sois Santos, dueño absoluto de este territorio.

– Ahora el adivino sois vos. -Santos sirvió dos jarras, extraídas de algún lugar bajo el mostrador.

– Vino de Messina. Excelente. Tenéis buen gusto en el beber. -Guillem había tomado un largo trago de la jarra.

– Os costará caro, aunque no dudo de que lo podéis pagar. Vuestra salud os agradecerá la elección. Estos miserables carecen de estómago y en su lugar esconden un saco de plomo, indiferente a 1o que le echen.

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