Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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– ¿Cómo de grande, Leví?

– ¡No lo sé! No quiso explicarme nada, decía que todavía

tenía que descubrir algunas cosas. Sólo quería que le pusiera en contacto con un traductor de griego. ¡Sólo eso!

– ¿Y eso es lo que hiciste, le enviaste a alguien?

– ¡No, a nadie, os lo juro! Le dije que en la posada encontraría la información que buscaba. ¡Nada más!

– No me molesta que mientas, Leví, todo el mundo lo hace continuamente. Lo que me enfurece es que intentes engañarme a mí, y que tengas la convicción de que puedes hacerlo. No me gusta nada, vieja rata de muelle. Por eso he decidido prescindir de tus servicios, ya no me sirves de nada. Nada personal, ya lo sabes, sólo negocios, y me temo que tú has hecho una inversión equivocada.

Guillem oyó un sollozo roto, las súplicas del usurero en demanda de clemencia, y un escalofrío le recorrió el espinazo al escuchar sus gritos de auxilio. Leví lloraba, gritaba, se le oía arrastrarse por el suelo mientras balbuceaba frases incoherentes. Se trataba de su último negocio y el joven no le juzgó por ello, estaba intentando apostar hasta su dorado genovino para salvar el pellejo. Pero Leví desconocía la verdadera naturaleza de la Sombra, porque Guillem sabía con seguridad que aquella voz sólo podía pertenecerle. El usurero estaba perdido, porque desconocía su total ausencia de piedad.

Un sonido entrecortado que no supo identificar llegó hasta el palomar, un ruido leve, casi un murmullo. El vacío volvió a apoderarse de la casa; un silencio sepulcral lo envolvía todo, como si las palabras que Guillem había escuchado no se hubieran pronunciado jamás. No se movió ni un milímetro, rígido, con la musculatura contraída contra la pared, atento a cualquier rumor, a cualquier sonido que le indicara la presencia del hombre, su trayectoria. «Nada puede desvanecerse en el aire», pensó.

La espera se hacía interminable y el dolor por la inmovilidad agarrotaba sus piernas. De repente, oyó con claridad el ruido de una puerta al cerrarse. Se relajó en silencio, intentando recuperar el ritmo de su respiración, casi detenida, mover un pie. De repente, una voz de ultratumba le obligó a detenerse, a permanecer paralizado. «¡Quieto!» Apoyado en aquella sucia pared llena de excrementos de palomas, conmocionado, tardó unos segundos en comprender que la orden provenía de su propia memoria. Como si el recuerdo viajara en su ayuda para salvarle la vida, los consejos de Guils y sus particulares opiniones acerca de los espías papales se le hicieron audibles.

«Son como serpientes, muchacho, de las peores. Utilizan los trucos más sucios que puedas imaginarte, reptando por las paredes, dispuestos a lanzarte su veneno cuando tú crees que han desaparecido. O sea, mi querido caballero Montclar, debes actuar como si nunca se hubieran ido, otorgarles el divino don de la ubicuidad y de la transmutación, igual que si trataras con espectros del infierno.» Guils se reía a carcajadas, el odio que sentía hacia los espías papales le hacía maldecir como un poseso. «¿Conoces el truco de la puerta? Pues escucha con atención, chico. Tú espías en tanto ellos también espían y estás convencido de que ignoran que tú estas allí. ¿Me sigues, cachorro de hiena? Bien, sin que sepas muy bien por dónde han ido, oirás una puerta que se cierra y respirarás tranquilo, pensarás que por fin, esta peste romana ha desaparecido de tu vista, y te moverás. Y estarás muerto en unos segundos. ¿Por qué? Ya te lo he dicho, asno, no se van, permanecen inmutables y eternos, esperando que el pobre imbécil se mueva y les indique su presencia. Tu única esperanza es tener más tiempo que ellos, esperar pacientemente y rezar, rezar para que después de tantas tonterías, tengan prisa en jorobar a algún otro desgraciado como tú.»

Sí, tenía que haber sido aquel recuerdo lo que le había paralizado cuando con seguridad iba a encontrarse con su muerte. Pero todavía no lo estaba, pensó concentrándose en su propia inmovilidad, olvidando el dolor del cuerpo entumecido y respirando sin que un solo murmullo saliera de sus labios. Hombre y pared, casi fundidos, convertidos en la misma espera. Su mente distraída en Guils y en los ejercicios que le obligaba a hacer, «ejercicios antipapales» los llamaba con irreverencia, al tiempo que lo tenía paralizado en los lugares más increíbles. «Hazme un favor, chico, pierde el sentido del tiempo, ya no existe.» Horas y horas, colgado de un árbol, arrodillado en un confesionario, sentado, de pie, estirado, boca arriba, boca abajo… ¡Dios, lo que había llegado a maldecir a Bernard por aquella tortura! «Maldice, caballero Montclar, pero en silencio y no me mires como un carnero en el matadero.»

Oyó de nuevo la puerta pero se mantuvo quieto. Hasta el aire parecía paralizado, atrapado en miles de motas de polvo eterno. «Sí, eso es, lo he conseguido, soy ubicuo y transmuta do, tengo todo el tiempo del mundo, me quedaré aquí, me moriré aquí mismo dentro de unos años.» Oyó unos pasos, alejándose, pero no le importó, iba a quedarse allí hasta el final del mundo, convertido en mota de polvo.

Cuando se movió, no tenía noción del tiempo transcurrido ni le importaba, se sentía ligero y despierto. Bajó al piso y encontró a Leví, el mentiroso, con los ojos muy abiertos, todavía sorprendidos por la manera en que había acabado su negocio. Un preciso corte le recorría el cuello de oreja a oreja, tendido en medio de un gran charco de sangre. Cuando Guillem se inclinó para observarlo, la cabeza del usurero rodó hasta el final de la estancia despidiéndose del resto del cuerpo. Era una imagen patética, aunque el joven se concentró en un detalle extraño. Las ropas de Leví estaban en un orden exquisito, su larga túnica de seda y su capa, con cada pliegue dispuesto de forma armoniosa; ni sus collares se habían movido al desprenderse su cabeza. Alguien había dado un toque final a la escena. Guillem encontró su genovino y lo devolvió a su bolsa, el préstamo había vencido y no había nadie para cobrar los intereses. Después, sin tocar nada, abandonó la habitación. Salió de la casa tan sigilosamente como había entrado y no encontró a nadie en su camino.

Su cita involuntaria con la Sombra le provocaba reacciones contradictorias y extremas. Por un lado, se sentía eufórico por su actuación, casi al límite de lo permitido y que había estado cerca de ponerlo junto a Leví camino del infierno de los judíos, si es que tal cosa existía. ¿Había sido parte de su memoria o era la voz de Guils, convertido en protector de ultratumba? Por otro lado, estaba impresionado por el sonido de aquella voz que había quedado grabada en su ánimo, dejándole un rescoldo de miedo y respeto por aquel asesino. Dalmau tenía razón, Robert d'Arlés era un hombre peligroso y extraño, y él tendría que andar con mucho cuidado si quería seguir vivo.

Se detuvo un momento, inconscientemente no había parado desde que salió de aquella casa, como si le persiguieran cien demonios. Debía pensar cuál era el siguiente paso, y ya anochecía, su estado de eternidad se había alargado y se hacía tarde. Pero ¿tarde para qué? No lo era para hacer una visita a El Delfín Azul, todo lo contrario, era la mejor hora, la más concurrida. Y si tenía que encontrarse de nuevo con la Sombra, prefería un lugar público, con mucha gente; su última experiencia le aconsejaba tomarse un respiro. ¿Qué máscara necesitaría para ir allí? La del joven estúpido e inútil ya no le servía, tendría que pensarlo mientras se dirigía hacia allí. Pensó en D'Aubert, el ladronzuelo. La Sombra conocía su escondite antes de hablar con Leví, era posible que se le hubiera adelantado. ¿Debía informar a frey Dalmau? Quería encontrar a D'Aubert vivo, interrogarle, recuperar lo que le había robado a Bernard y cada instante que perdía en elucubraciones y dudas era un regalo para la Sombra. Dejó de pensar para encaminarse con rapidez hacia la posada. Sólo una cosa le inquietaba profundamente: ¿habría adivinado la Sombra su presencia en la casa? «Carne y hueso -había dicho frey Dalmau-, lo demás es sólo una leyenda que él mismo se ha encargado de transmitir y aumentar, es tan mortal como tú o yo.» Pero el joven no estaba tan seguro, ni siquiera lo había visto pero había notado su presencia, el murmullo de una sombra desvaneciéndose.

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