Miguel Delibes - Diario de un cazador

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Lorenzo trabaja de bedel en una escuela, mantiene a su madre, tiene las ideas muy claras sobre muchas cosas, y en los ratos libres, y todos los domingos durante la temporada, va de caza. Contempla el mundo con su lúcida inteligencia de muchacho de pueblo y se cuenta a sí mismo las cosas que pasan sin pensar en la posteridad.

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Por la tarde se hicieron los escritos de Reválida. Esta noche cerré balance: 306,70 líquidas. Treinta y cinco duros menos que en junio. No sé dónde vamos a llegar.

25 septiembre, viernes

¡Veinte días sin saber de Anita! A terca no hay quien la gane. De sobra sabe el número del Centro, pero no. He de ser yo quien la hinque. ¡Pues no me da la gana, vaya!

27 septiembre, domingo

El primo de Zacarías nos esperaba a la entrada del pueblo con el camión del panadero. A las nueve ya andábamos ojeando. No sé si lo cogimos mal, pero lo cierto es que a mediodía no habíamos hecho más que cambiar la bota de mano siete veces. Ni tiramos ni vimos caza. El primo de Zacarías propuso manear los majuelos para meter la perdiz en el monte. Efectivamente, levantamos la biblia, pero todo largo. Por la tarde volvimos a ojear el monte y en el primer ganchito los ojeadores se salieron de línea. El primo de Zacarías echaba las muelas. El panadero se cabreó, agarró el camión y se largó al pueblo. Estábamos todos de un café que para qué. El primo de Zacarías organizó entonces la mano para cazar la parte izquierda del monte. Yo llevaba a la vera a Tochano y le oía jurar. Al poco rato, el Sol empezó a levantar perdices en París. Le dije a Tochano lealmente que sujetase al animal si es que quería disparar la escopeta, pero el Sol estaba caliente y no atendía a razones. Los otros empezaron a tirar en forma. Le insistí a Tochano que mientras el Sol siguiera alargándose no había nada que hacer. Entonces Tochano, sin más, se echó la escopeta a la cara y soltó los dos tiros. Los aullidos del animal se oían en Pekín. Al acercarnos, Tochano iba diciendo de mala uva que «mucha guasita, y en cuanto le tocan, a llorar como un condenado». El Sol tenía el ojo izquierdo colgando y se había acostado en unas escobas. El bicho sangraba como una chota, pero lo que son las cosas, con el ojo sano miraba a Tochano con cariño. Tochano, al verle así, se puso a jurar y a decir que uno tira a una perdiz a esa distancia y ni la toca, y tira a un animal de veinte kilos sin ánimo de perjudicarle y le deja en el sitio. Vinieron todos, y Zacarías sólo dijo «¡pobre animal!», pero Tochano se echó a él como si hubiera mentado a su madre. El primo de Zacarías le aconsejó que le rematara, y Tochano, sin decir palabra, metió un cartucho de cuarta en el tubo izquierdo, se apartó tres metros y disparó. Luego volvió a cargar tranquilamente y dijo que a ver si era posible que tirase una perdiz en toda la tarde. El cielo estaba entoldado y yo me puse murrio. Llevaba metido en los oídos el murmullo de la sangre del Sol al extenderse por las escobas. Caí dos perdices casi en la linde, pero como si nada. Tocamos a perdiz por barba. Tal como iba, con escopeta y todo, subí donde don Rodrigo y le di la mía para el chico. El hombre no quería aceptarla y según bajaba se asomaba con ella al hueco de la escalera como si fuera a tirármela encima. ¡No te giba!

7 octubre, miércoles

Le llevé a don Florián la Zeta, pues la madre no puede parar con ella. En cuanto uno la deja en el suelo, a mearse por la pata abajo. ¡Qué cosas!

Pasé un rato con él en la rectoría. El hombre anda medianete; está demasiado fuerte. Me preguntó por la caza y me dijo que él tiene que conformarse con arrimarse a las tapias del cementerio a oír cantar las codornices. Hay que ver, con lo que ha sido este hombre. Mentira parece. Dice que ésa es la vida y que uno cuando sirve para todo no piensa en el día que no servirá para nada, y que cuando llega el día en que no sirve para nada no tarda en acostumbrarse a estar mano sobre mano. Le conté lo de Tochano y se cabreó. Dice que el hombre que mata a sangre fría a su perro es capaz de matar otro día a su padre por un qué. Yo no lo veo así, pero el hombre estaba tan quemado que callé la boca. Hablamos luego de la cuestión pesetas y me preguntó si me importaría cobrar recibos. Le dije lealmente que no siendo a horas fijas contara conmigo. Mañana empezaré con los del Secretariado de Caridad y para la semana que viene me ha prometido los del Colegio de Médicos. Ya me iba a largar cuando le dije lo de Anita, que cabalmente era a lo que iba. Me preguntó si había tratado de convencerla y le respondí lealmente que cada día, pero que la panoli está influida por dos elementos de cuidado. Acabó por decirme que cualquier día que venga a pelo la pase por allí.

Vi a Tomasito esta noche en la Plaza, y cuando iba a saludarle volvió la cara. ¡Anda y que te zurzan!

9 octubre, viernes

A los cinco días de curso, lo mismo que si no hubiera habido vacaciones. ¡Qué barbaridad, cómo pasa el tiempo! Esta mañana me recordó el de Francés que le dé la hora a las menos diez; su mujer, a las menos cinco; don Basilio, a las menos siete, y don Rafael, a las menos cuarto. Todo igual para no variar. El Pavo aprobó el Francés de chamba. Me dio las gracias y yo me dejé querer.

En sólo esta mañana coloqué veintidós apuntes de don Rodrigo. A la tarde le llevé el importe y me dio una copa.

A las ocho no lo pude aguantar más y me fui donde Anita. La panoli saltó como si no me conociese. Me puse a su lado y le dije lealmente si merecía tanto castigo un hombre por querer casarse con ella como Dios manda. Dijo que de sobra sabía que no era por eso, y yo le pregunté que si por lo de las Mimis entonces. Fui a cogerle una mano y ella me dijo que nanay, mientras no hiciera lo que debía. Le pedí disculpas y ella dijo entonces que daba el asunto por liquidado. Lo hemos pasado en grande. Estuvimos en el Guinea echando unos dados. Luego, en el portal se me hace a mí que ponía cara. ¿Qui lo sa? Sentí el exprés de Galicia.

14 octubre, miércoles

Me avisó el maestro de Villagina que están concluyendo la vendimia y, a la tarde, me agarré la burra y me fui para allá. Si aguardo dos días, las ovejas se meten en los bacillares y cosa perdida. El campo, a pesar del buen tiempo, ya va para abajo. Los chopos de la carretera se deshojan y las huertas de Villavieja amarillean. Nada más apearme me recomendó un tipo que anduviera al quite, porque el pregonero del pueblo había anunciado que merodeaba por allí un perro rabioso. Le pregunté si sabía las señas y me dijo que era negro, rabón, como de diez kilos de peso. Añadió que el alcalde había prometido una recompensa a quien lo despachase. No me preocupó el asunto, pero apenas me metí en el pinar, un tazado que andaba a la miera me vino con el mismo cuento. Luego me lo volvió a repetir una cuadrilla que estaba escavanando. Me llegué a los majuelos y me puse a manearlos con calma. La Doly estaba alegre y cazaba a la mano, pero hizo dos muestras en falso y otra a un engañapastor. ¡No aprenderá nunca la condenada! En un barco caí un lebrato que venía levantado de sabe Dios dónde. Después me tiré dos horas pateando el bacillar sin resultado. Vi un bando de perdices en Pekín. También vi un zorro manco gazapeando a un kilómetro, en una pimpollada. De regreso, me topé con un perro negro, acostado junto a las ruinas del transformador. La Doly empezó a gruñir y se le pusieron de punta los pelos del espinazo. La llamé y me acerqué al paredón con tiento. El animal se incorporó con las orejas gachas y ciertamente me miraba torcido. Era rabón, de pequeño tamaño y me gibaba liquidarlo, pero en cuanto se arrancó, me armé y lo tendí de un tiro. Subí al pueblo en la bicicleta y le planté al cabo que acababa de matar un perro negro, rabón, como de diez kilos de peso. Él andaba de cháchara y no me hizo mucho caso. Se lo volví a repetir y él dijo entonces que si andaba sin dueño hice muy bien, y que no me preocupase, y que arreando. Le pregunté por el pregón y él dijo que algo decían de eso, pero que lo mejor era que enterrase cuanto antes al animal para evitar infecciones. Me volvió la espalda y yo entonces me metí en el estanco y pregunté por el alcalde. Una tía gorda me dijo que estaba en la ciudad. Le pregunté por el pregonero y me dijo que andaba a la vendimia. Ya cansado dije que esperaría, pero la tía gorda me salió entonces con que dormía en el campo mientras no concluyese la recolección. Ya de mala uva la pregunté si es que no habían dado un pregón sobre un perro rabioso, prometiendo una recompensa a quien lo despachase. La gorda parecía tolondra y me salió con que eso decían. Me puso negro, me agarré la burra y me vine para casa. En el pinar encontré a un pastor que regresaba al pueblo y me preguntó si había visto por casualidad un perro negro, rabón, como de diez kilos de peso. Me paré y él dijo entonces que llevaba diez años a su lado y en un descuido se le largó a beber a la acequia y no regresó. Le indiqué que tal vez se hubiera ahogado, pero él dijo que no porque nadaba mejor que un pez, y que si algún malnacido le había hecho daño, no le importaba terminar sus días en la cárcel. Llegué a casa de mal café. Por si faltase algo, a la madre le volvió el telele esta noche.

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