Miguel Delibes - Diario de un cazador

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Lorenzo trabaja de bedel en una escuela, mantiene a su madre, tiene las ideas muy claras sobre muchas cosas, y en los ratos libres, y todos los domingos durante la temporada, va de caza. Contempla el mundo con su lúcida inteligencia de muchacho de pueblo y se cuenta a sí mismo las cosas que pasan sin pensar en la posteridad.

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Al marchar Melecio, le pregunté dónde iríamos el domingo 24 y me dijo que ha oído que en Villatorán hay un corro grande de codornices. Iremos, pues, a Villatorán.

21 agosto, jueves

A la una fui a casa de Melecio a ver a la Doly. Está crecida la zorra de ella y tiene buena estampa. Estuve un rato enseñándola a cobrar con la boina vieja de Melecio. Pero ella lo echa a barato. Es un animal retozón y zalamero. O mucho me equivoco o no tiene casta. No volveremos a agarrar una perra como la Ina. Malas pulgas sí gastaba la condenada, pero conocía el oficio como nadie. Todavía recuerdo la perdiz alicorta que me cobró en lo de la Diputación. ¡Aquello eran vientos!

De regreso, me topé con la Modes. Al verme se echó a llorar. Siempre hace igual la chalada. Le dije que si a pedir limosna, y ella respondió que Serafín estaba enfermo. Me supuse que sería otra vez el vino, pero ella dijo que no, que esta vez tiene calentura. «¿Y el Seguro no paga?», dije yo. «Ése es otro cantar», respondió ella suspirando. Le di una pela, porque aunque le diese cinco sé que volverá mañana. A mi hermana le hizo la boca un ángel.

En el café estuve con la peña de Tochano. Parecen confabulados para no decir dónde piensan abrir la temporada. También yo me callé que en Villatorán hay un corro grande. Si quieren codornices, que las busquen. De todas formas no creo que Tochano y su partida se conformen con matar pajaritos el domingo. O mucho me equivoco o irán a la linde de lo de Muro, a las liebres. Jugué la partida con ellos y palmó el Pepe los cafés. Como acostumbra, lo anotó en cuenta. Don David no le puso buena cara.

22 agosto, viernes

He pasado un rebufe del demonio. Encontré llorando a la madre al regresar del café y me dijo que la hija segunda del señor Moro la había llamado tía. Le dije que se explicase y me dijo que desde hace cuatro días las hijas del señor Moro cuelgan la ropa en nuestro tendedero y hoy nos arrancaron un palo. Me endemonió la cosa, pues hace una semana me tiré la tarde colocando el alambre. Como no me gusta andar con tapujos pasé a casa del señor Moro y le dije que, con todos los respetos a su edad, no estaba dispuesto a molerme para él y los suyos. Las tres candajos de sus hijas vinieron a mí como tres furias y me dijeron que me explicara. Yo me expliqué a mi modo, y la Carmina, al concluir, me chilló que podía meterme el tendedero en el culo. El candongo del señor Moro me dijo que lo que yo decía no era cierto y que el tendedero lo había arrancado el viento. Fuera de tino le pregunté que qué viento. Él me pasó a la habitación vecina y me salió con que si yo había caído aquí al olor de la conserjería. «Vamos, vamos, ¿es eso?», le dije. Él me dijo entonces que tenía muchos años y sabe que nadie dejaría el Instituto por esto si no esperara un ascenso. «Yo no vine aquí a hocicar -dije lealmente-. Eso no quita para que si don Basilio me ofrece la conserjería le vaya a arrugar el morro.» El viejo empezó con que don Basilio le tiene aquí y que si el cargo lo dan por antigüedad, como debe ser, yo no pinto aquí nada. Me recomió el retintín y le contesté que no estaba allí para hablar de la conserjería sino del tendedero y que, aunque joven, no me gusta que nadie se me siente en la barriga. Le dejé con la palabra en la boca.

He estado un rato en la azotea contemplando las luces de la ciudad.

23 agosto, sábado

Tengo un remusguillo dentro del cuerpo que no me lamo. He sacado a la cocina las botas, los pantalones de dril, la camisa vieja, la canana, la percha y la escopeta. No quisiera despertar a la vieja cuando salga de madrugada. Melecio estuvo aquí por la mañana y por la tarde. Con unas puntas afirmamos el cajoncito en el soporte de la bicicleta. Melecio trajo los pistones que nos recargaron en la cárcel. Supone una buena economía porque hoy día los pistones son un renglón. Le pregunté a Melecio si sabía dónde iban los de Tochano y piensa lo mismo que yo: que saldrán a las liebres. Le dije que si la Doly no se asustaría de ir en el soporte y me contestó que no lo cree fácil. Cuando se fue, estuve quitándole la grasa a la escopeta y me acosté temprano; pero, como me olía, no me pude dormir. No sé por qué me viene a la sesera cada vez que se abre la temporada la perdiz aquella de Villalba; la que me hizo la torre. La condenada no llevaba sino un perdigón en la cabeza. Le pegué a cincuenta metros cuando menos. He pensado en ella y luego he pensado en cuando yo era chico y dejaba los tiros cortos. Don Florián, el cura párroco del Carmen, se hartaba de decirme: «No es eso, mozo. No pares la escopeta cuando oprimas el gatillo. De otro modo, adelanta el tiro para que la pieza se encuentre con él». Pero yo no podía seguir sus instrucciones porque arrancarme la pieza y perder la cabeza era todo uno. Él decía: «Si no sabes reportarte es mejor que cuelgues la escopeta, mozo». Yo lloraba por las noches y me decía que nunca sería un buen cazador. Alguna vez, de casualidad, yo cobraba una caza y entonces la apretaba el pecho con toda el alma y encontraba un placer dañino en verla abrir y cerrar la boca en los estertores de la agonía. Y me gustaba ver mis manos untadas de sangre. Ahora, cada vez que encuentro a don Florián, inflo el pecho. Va y me dice: «¡Quién me iba a decir a mí que aquel rapaz sería con el tiempo la mejor escopeta de la provincia!» Yo lo echo a barato: «¡Qué cosas tiene, don Florián! ¡Qué más quisiera yo!» Él me da unos golpecitos en la espalda: «¿Quién si no?» «Docenas, señor cura. Hay docenas de ellos que funcionan mejor que yo.» Y él pone una sonrisa resignada. Yo pienso que el día que me ocurra lo que a él, que el reúma o el asma o la historia no me dejen salir al campo, me moriré de asco. Como el padre. Eso es, igual que el padre. Voy a intentar dormir, aunque de seguro volverá la perdiz aquella de Villalba. A las seis he quedado con Melecio frente a la botica de Creus.

24 agosto, domingo

El corro de Villatorán debió subirse al páramo. Ha cedido un poco el calor y la codorniz es muy sensible al cambio. En la huerta se constipa en días así. Por lo que he podido oír, casi todos los excursionistas se quedaron a la luna de Valencia. Decididamente no hay codorniz este año. Melecio me recordaba la primera salida del año pasado en la que cobramos 116. Hoy hicimos 21, pero después de un buen jabón. Claro que la Doly es nueva y no parece le sobren vientos. En el arroyo trabajó mal y únicamente hizo tres muestras, una de ellas a una calandria. Mala cosa para un pointer, aunque sea nuevo, hacerle una muestra a una calandria. Melecio hizo 11 y yo sólo 10. Claro que tiré cuatro tiros menos. De salida hice un doblete junto a una morena que me llevó a pensar que las cosas rodarían bien, pero que si quieres. De todos modos ha sido un buen día. Salir al campo a las seis de la mañana en un día de agosto no puede compararse con nada. Huelen los pinos y parece que uno estuviera estrenando el mundo. Tal cual si uno fuera Dios. La Doly se arrojó dos veces del soporte y terminamos por amarrarla. El bicho regresó reventado.

25 agosto, lunes

Vino la Modes después de comer y volvió a echar unas lágrimas. Cuando se calmó dijo que le gustaba la situación de nuestra casa. La madre se va haciendo y dice que si no fuera por la vecindad del señor Moro y los suyos aguantaría. Ha cogido la costumbre de la mujer de Ladislao y todas las mañanas un ciento de gorriones la esperan en la azotea. Alguna tarde viene la señora Rufina a hacerle la tertulia. Sacan dos sillas a la azotea y no cesan de charlar. Otros días va la madre a casa de ella para ver pasar la gente. A la Modes le dije que escribiera a Tino, que está en mejores condiciones que nosotros para ayudarla. Tino, de churrero en Madrid, y sin familia, vive como un patriarca. Las Navidades últimas le habló a la madre de sacar un chiquillo del hospicio. La Modes me dijo que escribió a Florentino pero que, como acostumbra, se había hecho el roncero. Fue entonces cuando le dije que por qué no le dejaba uno de sus chiquillos. Se puso burra y dijo que antes los despachaba a todos que darle uno a Tino. Le pregunté la razón y me dijo que no me hiciera de nuevas, que yo sé lo mismo que ella que Florentino mete en casa a mujeres de la vida.

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