O sea, que un resorte autoexpulsó a los mellizos del sofá, con bote y todo, porque claro, y cuánto optimismo, caray, había llegado el momento de incorporarse, en calidad de miembros de algo y de todo y de nada, que así es la vida, al menos por ahora, al selecto grupo de gente decente y multimillonaria y bien relacionada que nos trajo aquí, sí, señor, porque para algo vinimos, ¿no? Y bueno, por pasar, no estaban pasando ni café en ese selecto grupo, ni nadie se había puesto a hablar de política ni nada, pero ellos igual se incorporaron cada uno con un whisky gestual en la mano, un interés general por el estado de la nación, y hasta un cierto patriotismo y dígame usted, si no. Y claro, nadie los sacaba a patadas ni nada, o sea que ahí permanecían, confundidos con la élite, lo cual casi los mata de placer, hasta que, de pronto, apareció Carlitos buscando a sus hermanas, y tan campante les soltó que acababa de hablar con Natalia y que uno de estos días vengo con Molina, el chofer de un Daimler con salita posterior rodante, je, je, a buscarlas, para llevarlas a «El huerto de mi amada», que así se llama el lugar donde vivo ahora con Natalia, que sería feliz conociéndolas…
– Nunca habría pensado que fueras tan distraído, Carlitos -le dijo Marisol, al ver que el selecto grupito literalmente se desintegraba, ante tales palabras, y que don Fortunato Quiroga de los Heros se declaraba excedido por los acontecimientos y como que se daba a la fuga o algo así, mientras la señora Antonella y don Roberto, su esposo, daban las gracias al cielo porque, por fin, ya todo esto se acabó, pobre abuela Isabel, ella que odiaba tanto protocolo y ceremonia, por fin ya se fueron todos, que fue cuando los mellizos, que ni siquiera eran considerados o tenidos en cuenta en calidad de todos, se entregaron alma, corazón y vida a conversar con los muebles y los cuadros, y hasta con la casa, y, como nadie tampoco los expulsó ni los expulsaba, decidieron hacer mutis por el foro con una inmensa sensación de acierto completo y anteojos negros apropiados y hasta se despidieron de nadie con la convicción plena de haber estado superiores, precisos en nuestro hablar, e inolvidables, creo, Arturo, bueno, yo no diría tanto, yo diría que recordables, al menos, eso sí, pero ojo, que ése es don Antonio Santolaya y no vaya a ver que el cupé del 46 verde somos nosotros, ¿cómo?, quiero decir que el Ford de mierda viejo este es nuestro, espera que se vaya, espera, carajo…
Carlitos regresó a las cinco en punto y Natalia le ocultó, nada menos, que Fortunato Quiroga acababa de estar ahí y de presentarse ante ella convertido ahora en la voz de la razón y en un inmenso y muy generoso perdonavidas. Porque don Fortunato Quiroga de los Heros ya no podía seguir ocultándole su amor, tampoco, y que no tengo nada contra el chico, Natalia, un caballero olvida y, es más, perdona, pero tú, mujer, tienes que entrar en razón, tú tienes que dejarte de babosadas y yo de solterías y juntar nuestros destinos, hermosa, e incluso nuestros dineros, para no parecer presumido y hablarte de nuestras fortunas, aunque lo son, y muy grandes y reales, y juntar también nuestros reales apellidos, ¿me entiendes, baby?, porque mira tú que yo voy a ser el próximo presidente de este país y, aunque divorciada, pequeña desventaja, claro, pero nimia para ti y para mí, baby, mi nombre, mis legítimas ambiciones y mi destino me destinan…
– Pero si Manuel Prado acaba de ser elegido hace año y pico, Fortunato…
– ¿«El teniente seductor»? Ese caballerito no dura un año más en palacio de gobierno, baby… ¿Me sirves un whisky, por favor?
– Fortunato, querido, escúchame bien. Yo a ti no te sirvo un whisky, ni te sirvo tampoco para nada.
– ¿Y se puede saber por qué?
– Porque en esta ciudad una puta feliz no sirve absolutamente para nada, ¿y no me digas que no lo sabes?
– ¡Hija de…!
– Eso mismo, Fortunato. Anda. Atrévete al menos a decirlo, por una vez en tu triste vida…
Pacco di merda, estaba diciendo Luigi, a las cinco en punto de la tarde, mientras el Mercedes de don Fortunato Quiroga abandonaba el huerto a cuatro mil kilómetros por hora, derrapando en la curvita y todo, y, paralelamente, un viejo taxi de estación se ocultaba casi entre los rosedales para que el bólido loco este no me deje sin trabajo ni carcocha, joven, mire usted qué bárbaro, salir de una hacienda a esa velocidad…
– Huerto, señor. Esto es sólo un huerto -le explicaba Carlitos al taxista, mientras buscaba sonriente y confiado unas monedas que jamás había tenido en ningún bolsillo.
Natalia oyó llegar a Carlitos, miró las cinco en punto de la tarde en su reloj, y corrió a recibirlo como al amante pródigo, porque hijo habría sido incesto, claro, aunque se diría que hasta con incesto lo había esperado, tan grande había sido su temor de que todo y todos en su casa lo retuvieran, por más que, encima de puntual, su amante de los diecisiete años atroces hubiera cumplido con llamarla hasta en dos ocasiones, para darle lo que él mismo llamaba partes de campaña, probablemente por el enfrentamiento interno, intenso y hasta hiriente que había mantenido con ese entorno familiar unido por un duelo, pero que tan cariñosamente lo había recibido, sin embargo, contra todos sus cálculos y expectativas.
Pero Carlitos estaba de vuelta y no sólo había comulgado hasta con los muebles tan impresionantes de mi dormitorio, Natalia, cuando fui a vestirme de luto, después de visitar por primera vez el velorio de la abuelita, tan contenta con su muerte, tan sonriente y ya mirándonos a todos desde la gloria, qué duda cabe, sino que además había mantenido una larga conversación, muy parecida a la que tuve también con Dios, ¿te acuerdas?, cuando aquellos señorones enloquecidos me molieron la cabeza a palos, o algo muy similar, y, previo paso por la clínica Angloamericana, debuté en tu camota y alcoba, con tu perdón, y tuve aquellos como trances eróticos combinados con ensueños celestiales y con calmantes que los propiciaban, también, me imagino, tanto como mi fe en Dios y en nuestro amor y en su confianza y apoyo, o llamémosle solidaridad, cuando menos…
– Pero, mi amor, ¿con quién conversaste en el taxi, parecido a lo de Dios, que sí recuerdo perfectamente bien y me encanta? ¿Con quién, Carlitos?
– Con la abuela Isabel, que, la verdad, ya había empezado a conversarme durante el velorio, y continuó ahora en el taxi en que vine. Y mira tú que, con lo beata que era ella, compartía las opiniones de Dios acerca de nuestra relación y del sexo y de todo. De todo, sí, mi amor, porque yo la interrogué a fondo y sus respuestas eran igualitas a las de Dios, aquella vez. Y tanto, que era como si nuevamente me hubieran molido a golpes la cabeza y saliera llenecito de calmantes de la clínica y pasara contigo a una alcoba… Algo bien extraño, eso sí, porque la conversación ha durado horas, días y semanas y, sin embargo, lo único que me hacía temer que no iba a ser puntual contigo, que era dificilísimo llegar a las cinco en punto, a más tardar, era el taxi tan viejo en que venía, ¿o no viste la carcocha en que llegué y lo viejo que era también el chofer, tan viejos él y su carcocha que hasta pensó que un Mercedes que salía normalmente del huerto iba de supersónico por el mundo…?
Y mientras Carlitos continuaba con su entrañable discurso, Natalia se decía que ella, ni cojuda, cómo iba a preferir la presidencia de la república con el calzonudo de Quirogón, encima de todo, a un instante más, sólo un instante más, con un loco tan entretenido y entrañable como Carlitos Alegre, que, además, me prometió llegar a las cinco, a más tardar, y a las cinco en punto llegó en el automóvil más viejo de Lima, puntualísimo y feliz porque venía de sacarle lo único bueno que puede tener un entierro: conversar con su adorada muerta.
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