Alfredo Echenique - El Huerto De Mi Amada

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Novela ganadora del premio Planeta 2002, narra los amores entre Carlitos Alegre, un muchacho de 17 años hijo de una acaudalada familia limeña, y Natalia de Larrea, una mujer divorciada de 33 años que arrastra una leyenda de seductora. Carlitos desafiará las reglas de la obtusa sociedad limeña y se trasladará a vivir en el huerto de la finca de su amada a las afueras de Lima. Alfredo Bryce Echenique vuelve con esta historia a retratar los vericuetos de la alta sociedad de Lima que ya plasmó en una de sus obra más emblemáticas `Un mundo para Julius`. El humor nunca corrosivo, la perfecta descripción de los estados de ánimo y los guiños a este grupo social que el autor conoce tan bien se completan con la bella prosa de este escritor fundamental.

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– Sería mejor que fueras a tu dormitorio y descansaras un rato -se acercaron a decirle sus padres, al principio seca y fríamente, graves, parcos, muy molestos, pero después, cuando le indicaron que para esta noche y mañana escogiera algo más oscuro, en tu clóset siempre tienes tus cosas, hijo, tanto doña Antonella como el doctor Roberto aceptaron con todo cariño sus besos y saludos y hasta que durmiera en casa, por supuesto, y le dijeron que siempre sería bienvenido y que también tu abuelita, hijo, lo quiso siempre así, ella siempre nos lo decía, a ese muchacho hay que dejarlo vivir, eran demasiados rosarios al día para ser normal, se lo dice esta vieja beata, sí… En fin, que Carlitos Alegre tenía derecho a quedarse al menos por una noche en su dormitorio de toda una vida.

Y diablos, cómo cambia una habitación, aunque nadie haya movido un solo mueble y sólo hayan recogido el rosario que se me quedó tirado por el suelo, seguro… Habituales, tan poco estudiadas como sean las cosas, y Carlitos lo estaba constatando en silencio, siempre se las arreglan para impresionarte, aunque tan sólo las hayas abandonado hace unos meses. Y no porque las hayan movido de su sitio, sino, digamos, más profundamente aún, sobre todo cuando hay algún ser adorado y muerto por los alrededores. Las cosas sencillamente poseen su manera muy especial de penetrarnos más tristemente, más profundamente y más tiernamente que antes, que cuando vivíamos con ellas. Las cosas, caray, como que se funden y confunden con la muerte de la abuela Isabel y la visita que uno les hace, y que tiene ese también de muerte que todos llevamos dentro, y que parece crecer día a día en nosotros, como si cada vez nos defendiéramos con un poquito más de miedo de ellas que la víspera. Estos mismos muebles de mi dormitorio son, mira tú, la vida misma, la vida misma y los mismos muebles a los diecisiete años y la abuelita muerta y uno defendiéndose bastante menos valientemente que hace un tiempo, como si desde que me hubiera ido con Natalia, sido tan feliz, soy tan feliz con ella, la vida entera se arrugara ante mis ojos, por culpa de las mismas cosas que uno abandonó banales, más un rosario tirado en el suelo, claro, impresionantes, sin embargo, incluso temibles en determinados momentos, ahora por ejemplo. Qué horror, Natalia, mi adorada Natalia, el miedo que tuve al irme contigo, al irme de mi casa y Cristi y Marisol, el miedo de haber perdido todo aquello, Natalia de mi corazón, que no te lo digo hace años, por temor a que suene ramplón, ha marcado todo en mi dormitorio con sus arrugas mientras yo galopaba por la vida entre nuestro huerto y nuestro amor… Y bueno, también, claro, los mellizos aspirantes que también se han colado entre las cosas, ridiculamente mortales o qué sé yo…

Carlitos corrió a llamar a Natalia, le contó lo linda que estaba la abuela, ahora ya de muerta, le dijo que la noche la pasaría acompañándola, que acababa de estar largo y tendido con ella, poniéndose al día, y que ahora iba a aprovechar un rato para estar también con sus hermanas y después meterse en la repostería como quien va a buscar algo en la refrigeradora, una Coca-Cola, por ejemplo, que era cuando Víctor y Manuel y los demás empleados de la casa se acercaban por ahí, y, desde que él era chico, se armaba la gran conversa y eso. Y mañana al cementerio, sí, el Presbítero Maestro, sí, y de ahí te juro por lo más sagrado, Natalia, que regreso a «El huerto de mi amada». ¿Me oíste bien? ¿Me crees, verdad? ¿Cómo…? Pues sí. Por lo menos la abuela Isabel está totalmente a favor y hasta me preguntó hace un momento nomás si te había traído… «Atroces diecisiete años, pero sabe hacer feliz a una señora de treinta y tres», pensó Natalia, tratando de recordar cómo era aquello de su cabellera vaporosa y ondulada bajo una luna permanente… No, no lo lograba… Eran cosas de Carlitos… Sólo suyas… Sólo… Entonces cruzó los dedos y fue a ocuparse de sus papeleos y demás trámites aduaneros.

En el cementerio todo el mundo andaba con cara de qué horror, qué pena, pero nadie ahí sabía qué hacer cuando se topaba con los deudos de otro entierro, porque hay tristezas y tristezas, oiga usted, respetando, eso sí. Y entre tanto nicho y panteón y las alamedas, que resultaban ya estrechas de tan concurridas, el luto y el húmedo calor veraniego eran la tónica general, incomodísima, por cierto, y los hombres a cada rato se metían íntegro el dedo índice en el cuello de la camisa, como si éste fuera elástico, y le daban toda una vuelta por dentro, retorciendo al mismo tiempo el pescuezo, en busca de ventilación, y odiando la maldita corbata negra, la gente debería morirse sólo en invierno, caray, qué falta de sensatez, qué falta de todo, y ya me dirás tú qué hago yo aquí y no en mi casa de playa en Naplo.

Carlitos permanecía siempre al lado de su padre, porque así se lo indicaron su mamá y sus hermanas, y pensaba en lo mucho que su abuela había detestado los grandes ceremoniales, sus fórmulas y usos, a pesar de ser una persona tan enchapada a la antigua, y en cómo su ferviente catolicismo estuvo siempre acompañado de una actividad desbordante, de una práctica constante y de una energía perfectamente bien canalizada hacia la ayuda al prójimo. La abuela Isabel rezaba poco, porque lo suyo era la acción y no la contemplación ni la pedigüeñería, ni siquiera la divina, tenía su fortaleza y su carácter endiablado, la abuela, y a veces decía las cosas con tal claridad que hasta duras resultaban, o parecían, en todo caso. Por eso, seguro, la abuela Isabel habría querido todo menos este entierro y, no me cabe la menor duda, pensaba Carlitos, se hubiese llevado mil veces mejor con los albañiles que ahora agitan precisos sus badilejos, desparraman el cemento sin chorrear ni una sola gota, y colocan esa placa con eficacia y profesionalidad, sí, mil veces mejor se habría llevado la abuela Isabel con esos hombres que con este cura aobispado y como fuera de temporada, con tanta vestimenta medio catedralicia, como para la ocasión y eso, y con tanta oración fúnebre que, apostaría lo que sea, aquí más de uno de estos señores que tanto se mete el dedo en el cuello y odia la corbata y a la humanidad con ella, de un patadón en el culo lo metería al señor cura de cuerpo presente y enterito en el mismo nicho y taparía, pobre abuela Isabel, pero bueno, ya se acabó todo, por fin, abuelita.

¿Acabarse todo? Ja. Si los había ahí para quienes, en realidad, la función recién empezaba ahora con los abrazos y las palmadas en el hombro y los saludos con beso y sin beso, con una formulilla de mierda que apenas se oía, pero que servía para cumplir y picárselas ya y quitarse saco y corbata, al toque, carajo, al fin, y qué tal cura de mierda, nos metió a todos al baño turco, compadre, mira cómo estoy yo, viejo, empapadito todo, o con sentidas frases abrazadas y pésames absolutos y demás demostraciones de acompañamiento en el dolor y aquí me quedo con los verdaderos amigos para compartir al máximo el dolor y que se vea también lo dolido que ando yo, qué gran mujer, la difunta, qué señora, su señora madre, don Roberto, don doctor, mis respetos, y aquí nos tiene usted para lo que pueda serle útil, que Dios la tenga en su gloria a su señora progenitora, porque en la meca del firmamento no hubo estrella, doctor Alegre… Carlitos paró la oreja cual perrito rapidísimo de hocico puntiagudo y ojitos saltones y penetrantes, y casi suelta su ladridito, también, porque, ¿acabarse todo?, ¿pero, quién dijo semejante disparate, por favor?

Porque todo acababa de empezar, más bien. Y por supuesto que eran ellos y que Carlitos Alegre casi los muerde, pero ahora lo urgente era que se los sacara a su padre del cogote, que suficiente tenía el pobre ya con la progenitora muerta y el terno negro y hasta la corbata almidonada. Los mellizos Céspedes, definitivamente, daban el pésame igualito a como hablaban por teléfono con Estrella del Firmamento Vélez Sarsfield, por ejemplo. Se colgaban con desesperación social del teléfono negro de pared, que ya más de una vez se había venido abajo, dejando un hueco de yeso y quincha en el corredor de cuarenta vatios, y ahora, claro, nadie los iba a descolgar de su papá mientras él no los presentara, pues para eso habían venido, el tal Arturo y el tal Raúl, lo tenían escrito en su agenda-cálculo-programa de vida, los entierros son un lugar ideal para hacer relaciones públicas, para darse a conocer, y ellos todas las mañanas, ahora que por fin habían ingresado a la universidad y tenían tiempo, no bien se despertaban, se tragaban íntegra la sección «Necrológicas» del diario El Comercio, para ver quiénes no desayunan en Lima, esta mañana, y para luego correr a colgarse de un doctor llamado Roberto Alegre, por ejemplo, e irse descolgando como amigos de su hijo, muy amigos, íntimos amigos, don Roberto, hemos ingresado a la universidad por la misma puerta, la dermatológica, nada menos, y tras intensos meses de encierro y estudio y esfuerzo y ahínco y la patria… En fin, cualquier cosa, aunque también es verdad, con estos tipos inefables, que al mismo tiempo hacían notar la distancia crítica y moral que los separaba de Carlitos, ya que por ahí andaba nada menos que don Luciano Quiroga, y tanto que al final no sabían bien en qué parte de la cancha jugar, ni con qué delantero, ni siquiera en cuál equipo, pero bueno, había que correr y combinar y atacar y, aunque recurrieron mucho al juego sucio, los mellizos ya estaban, al menos por un momento, en la cancha debida, aquella mañana.

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