– Estudiaré mucho, Natalia. Y rezaré…
– Vas a estudiar y a rezar muchísimo, Carlitos, pero casi siempre dentro de un Daimler o en casa de las chiquillas esas. Y lo único que me consuela es que, cuando yo regrese, habrás aprendido muchísimo acerca de la ciudad en que vives.
La verdad es que los primeros rezos de Carlitos, aquella semana, fueron para que las pobres chicas Vélez Sarsfield no fueran tan feas como decía todo el mundo, empezando por los propios mellizos Céspedes, claro está. Las conocía, sí, pero llevaba mucho tiempo sin verlas y además podía jurar ante un altar que nunca se había fijado en que fueran muy feas o muy bonitas. O será que, una vez más, lo más elemental debió de escapársele.
– Reconozco que soy un despistado. ¿Pero las tres son tan feas? -les había preguntado él, en medio de una de esas confesiones que Arturo y Raúl le habían soltado mientras lo sometían a todo aquel curso de capacitación y adaptación a sus circunstancias sociales, a sus temores, a sus sueños, a sus más fervientes anhelos, pero también al pavor que les producía que alguien los mirara de arriba abajo.
Por supuesto que Carlitos no escuchó bien la respuesta porque un ataque de risa lo interrumpió en plena concentración y cuando andaba metido de cabeza en el alma tan oscura de los mellizos, atentísimo a cada complejo y sus ramificaciones, sus orígenes y sus tótems y tabúes, a la mitificación de lo que un automóvil podía representar, a la confianza en sí mismos que ahora sentían al saber que podían llegar donde una chica en un Daimler, ya ni siquiera en el cupé verdecito del 46 con el que habían superado en algo la vergüenza del Ford taxi negro del 42, en pleno verano de 1957, Carlitos, imagínate si las chicas Vélez Sarsfield nos miran de arriba abajo en nuestro debut y delante de ti, que tanto significas para nosotros, y que además nos has permitido -y no sabes cuánto se lo agradecemos a Natalia, te rogamos que le digas a esa gran dama de tan alta cuna y fortuna, perdón, olvida por favor lo que acabamos de decir, te rogamos que le digas a Natalia sólo que un millón de gracias por el Daimler con chofer uniformado- subir a una limusín con estribos y nuevecita, reduciendo prácticamente a la nada el riesgo de que se nos mire…
«¿Pero son realmente tan feas las tres?», estaba a punto de volver a preguntarles Carlitos, cuando asoció lo del Daimler con Molina y a Molina con las miradas de arriba abajo que tanto pavor les causaban a los mellizos, diablos, este par de locos aterrados de que en su debut unas chicas los miren mal y ni cuenta se dan de que a esa casa van a llegar ya pésimamente mal mirados durante todo el trayecto desde la Amargura hasta la avenida San Felipe, qué horror, porque Molina seguro que hasta por el retrovisor los va a ir mirando del cielo hasta el mismito infierno… Y entonces fue cuando le sobrevino la carcajada y no logró enterarse hasta qué punto eran feas las pobres hermanas Vélez Sarsfield. No bien logró contenerse un poco, Carlitos se hizo la firme promesa de fijarse muy bien en cada una de las hermanas, no bien llegaran al caserón ese de la avenida San Felipe.
Porque era desesperante, además, no saber bien cómo eran esas pobres chicas con las que tanto había hablado por teléfono en los últimos días, de acuerdo al plan establecido por los mellizos. Maldito plan el de los hermanos estos, porque a Carlitos lo obligaba a ir conversando cada tarde con una hermana distinta, haciéndose pasar primero por Arturo, luego por Raúl, y finalmente por sí mismo, que fue cuando más trabajo le costó. Y, por supuesto, los mellizos habían escogido a las dos hermanas mayores, aunque hay que reconocer que también ellos le llevaban un buen par de dramáticos años a Carlitos, dramáticos, sí, porque, por favor, no se lo digas nunca a nadie, hermano, pero hubo dos años, que también se los pagaremos con creces, de más está decirlo, en que nuestra pobre madre no logró pagarnos el colegio y por eso hemos terminado tan tarde.
Pero volviendo a las hermanas angloperuanas y tan cosmopolitan, a decir de los mellizos, a Carlitos le tocó empezar a llamar el lunes y preguntar por Susy, que estaba destinada, o más bien predestinada, a ser la pareja de Arturo, y la verdad es que la improvisación le salió perfecta o es que la chica esa era un encanto de finura, naturalidad y cosmopolitan, porque no puso obstáculo alguno en hablar con un desconocido y en quedar con él para el viernes a la hora del té, que en Lima se llama lonche y se toma más bien a las seis de la tarde, pero el pesado de Arturo dale y dale con que té a las cinco es más británico y ellas estudiaron la primaria en Inglaterra, cuando su papi fue embajador, y otra vez que lonche no, animal, colgado además del teléfono de pared y jode y jode con sus sueños, sus anhelos, sus pavores, sus arribas y sus abajos…
– Pero quién habla, Arturo, ¿tú o yo? -se hartó Carlitos, con el auricular muy cerca de la boca.
– Tú, hermano, por supuesto.
– ¿Qué pasa, Arturo? -se oyó la voz desconcertada de Susy.
– Soy Carlitos… Ah, no, soy Arturo, creo…
– ¡Animal! En este momento eres Arturo o no eres nadie.
– ¿Qué pasa, Arturo?
– Un gran danés que siempre molesta cuando uno habla, je, je. Y además aquí me dicen que se ha cruzado la línea…
– ¡Animal! Aunque no, no, Carlitos. Perdón. Sshiii… Eso del gran danés te ha salido cojonudo, Sshiii, sí, toda tuya, hermanito…
– Perro del diablo, el gran danés… Pero ya se va, por fin.
La conversación, que había empezado tan bien, estuvo a punto de irse al diablo por culpa del Arturo mellizo, que finalmente se dio cuenta de que el papel protagónico se lo tenía que dejar todo a Carlitos, sobre todo desde su gran acierto al atribuirle la posesión de un gran danés, nada menos. Entonces, por fin, se recompuso aquella simpática charla y Susy Vélez Sarsfield era un encanto, sumamente bromista, y de gran habilidad y rapidez para captar todas aquellas locas asociaciones de ideas con que Carlitos logró recrear a un Arturo francamente simpático y socialmente perfecto, una especie de gentleman distraído y agudo, al mismo tiempo, para gran felicidad de un Arturo Céspedes Salinas, que nunca había colgado tan satisfecho de sí mismo de teléfono de pared alguno en su perra vida.
Al día siguiente, martes, le tocó su turno a Mary Vélez Sarsfield, que también resultó ser encantadora y sumamente natural y probablemente cosmopolitan, también, y tragó íntegro al Raúl Céspedes Salinas, que también le pidió cita para el té de las cinco, el viernes, no para el lonche de las seis, por supuesto, y que al final del diálogo colgaba del telefonote de pared lleno de Daimler en la mirada y con un pie ya en el estribo.
Lo complicado vino el miércoles, porque a Carlitos le tocaba ser Carlitos Alegre e invitar a Melanie, la tercera de Vélez Sarsfield, casi una niñita, pero con muchísimo mundo parece ser, aunque la verdad es que hubiera pagado por llamar a sus hermanas y preguntarles por las chicas Vélez Sarsfield, porque ahora no sólo se le confundían con muchas otras amigas de Cristi y Marisol, sino que de pronto como que se le borraban del todo o reaparecían pero con unas caritas tan lindas que, resulta, podían ser cualquiera menos ellas. Casi se queda sin cita para el viernes, Carlitos, por imitarse a sí mismo imitando a los mellizos, primero, después por insistir en que mejor era un lonche a las seis que un té a las cinco, porque entre otras cosas les daba más tiempo para estudiar, y finalmente porque la que contestó primero y les contó de unos hermanos muy simpáticos pero que insistieron venir a las cinco y a té y no lonche, no seas pesado, Carlitos, era Susy, nada menos.
– Pero si contigo ya he quedado.
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