Alfredo Echenique - El Huerto De Mi Amada

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Novela ganadora del premio Planeta 2002, narra los amores entre Carlitos Alegre, un muchacho de 17 años hijo de una acaudalada familia limeña, y Natalia de Larrea, una mujer divorciada de 33 años que arrastra una leyenda de seductora. Carlitos desafiará las reglas de la obtusa sociedad limeña y se trasladará a vivir en el huerto de la finca de su amada a las afueras de Lima. Alfredo Bryce Echenique vuelve con esta historia a retratar los vericuetos de la alta sociedad de Lima que ya plasmó en una de sus obra más emblemáticas `Un mundo para Julius`. El humor nunca corrosivo, la perfecta descripción de los estados de ánimo y los guiños a este grupo social que el autor conoce tan bien se completan con la bella prosa de este escritor fundamental.

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Es verdad que sólo Natalia era capaz de no matar a veces a un tipo así, pero en el amor como en la guerra, que decía Napoleón. Y ahí estaban los dos felices, sentaditos al lado del piano de Erik von Tait, al que le bastó tocar un solo acorde de la primera melodía que se le vino a la mente para darse cuenta de que el mozo era un animal y esta inefable pareja dos amantes que se adoran… Y ya desde entonces tocó nada más que para ellos y le hizo muchísima gracia que Carlitos le fuera pidiendo, una y otra vez, Siboney. Le dio gusto en todo, al señor, y Natalia lo invitó a tomar una copa con ellos. Aquel músico negro y elegante era panameño y podía poner a los amantes en cualquier estado de ánimo con sus canciones. Había magia en lo que tocaba y una inmensa bondad y elegancia en sus palabras. Componía canciones, sí, también, y varias de ellas se las enviaba a Nat King Cole, a ver si se las interpretaba. Hasta ahora no había tenido suerte, no.

Erik von Tait regresó al órgano, esta vez, y mucho rato estuvo tocando una suerte de interminable Siboney, con más y más variaciones sobre un tema que iba alargando especialmente para esa pareja feliz. Y así hasta que los mandó a una cama y una alcoba bastante urgentes, aunque llena de mar y de arena, de cocos y maracas y noche tropical en alguna playa caribe que él había conocido a fondo, indudablemente.

Se volvieron a ver varias veces, en el Crillón, en el huerto, y en la casita que Erik alquilaba en la avenida la Paz, en Miraflores. Erik von Tait fue el músico de aquel inmenso amor. Y una mañana llamó feliz a Natalia para contarle que la canción que compuso para ellos, y sobre ellos, con esas lindas palabras y la inolvidable melodía, se la acababa de aceptar Nat King Cole.

Pero las travesuras, las despedidas inventadas y los reencuentros felices de los amantes del Mini Minor rojito no terminaron aquella primera noche en el hotel Crillón. Al día siguiente, lanzados a la carretera central, también convirtieron en alcoba un dormitorio de La Hostería, en la vieja y ya alicaída Chosica Baja, y, allá por Chaclacayo, otro dormitorio en el Residencial Huampaní, auge con sol, río, jardines y piscina, de la mesocracia limeña de aquellos años, aunque para nada modelo de elegancia ni mucho menos de alta hostelería. Sólo la gloria del cuerpo de Natalia y la demoledora, insaciable y penetrante curiosidad de su copiloto lograron que un par de dormitorios bastante chuscones se transformaran en dos señoras alcobas, por primera y última vez en sus vidas.

Notable fue la reaparición de Carlitos en la calle de la Amargura, pues llegó en un elegantísimo coche negro y con chofer uniformado, mientras allá arriba, en la peligrosa ventana de su segundo piso, los mellizos Céspedes casi se desnucan por asomarse demasiado. Nunca habían visto un vehículo igual en Lima, tampoco en el cine, y, bueno, ahí se acababa el mundo para ellos. Era el Daimler que utilizaba doña Piedad y que después de su muerte quedó prácticamente olvidado en la gran casa de Chorrillos, con chofer y todo. Y ahora Natalia se alegró de no haberse deshecho ni del uno ni del otro, porque cómo iba a llegar Carlitos todos los días desde Surco hasta la calle de la Amargura. Claro que podría trasladarse muy temprano del huerto a Chorrillos, y ahí tomar el tranvía que unía los distritos y balnearios del sur con el centro de Lima, pero ése era todo un largo viaje y además Carlitos deseaba volver a su misa diaria y ya había detectado una iglesita muy rústica, perdida entre unos potreros y cubierta casi completamente por jazmines y buganvillas. Y estaba feliz con su hallazgo.

– No sé, Natalia, pero es como volver al cristianismo primitivo. Me encanta la idea.

– ¿Y cómo vas a hacer, mi amor? Perdona mi curiosidad, pero ¿cómo vas a hacer?

– ¿Cómo voy a hacer qué, Natalia, no te entiendo?

– Bueno, digamos… Lo de confesarte y comulgar.

– Una manera sería contarle todo menos lo nuestro al sacerdote, para evitarle cualquier tipo de dudas y problemas de fe, pues me imagino que se trata de un pobre curita casi rural que no me entendería ni pío. ¿Entonces, para qué crearle problemas de conciencia al pobre, que, además, seguro que es sordo como una tapia, viejísimo y español? No. Lo mejor, creo yo, es llegar con todos tus problemas arreglados anticipadamente y ya no tienes ni que confesarte siquiera.

– ¿Y vale así?

– Cuando ya lo has arreglado todo personalmente con Dios, claro que vale, Natalia.

– Amor, perdona que me meta nuevamente donde no me corresponde, pero me gustaría saber cuándo, cómo y dónde has arreglado nuestro asunto personalmente con Dios…

– En tu cama, estos días, Natalia. Dónde, si no. Ya creo que te he explicado que Dios es infinitamente bueno y liberal en todo lo referente al amor. ¿Qué le puede gustar más a Dios que una pareja que se quiere como nosotros? Que tú seas mayor y yo, hasta menor de edad, ¿tú crees que Dios se mete en esas cosas? ¿Crees que realmente le importarían, si se fijara en ellas aunque sea un instante? Para eso está el registro civil, que a Dios le interesa un repepino. Lo suyo es el alma, la verdad y la felicidad. Ni que hubiéramos matado a alguien, mi amor.

– A tus padres podemos estarlos matando de un disgusto.

– Pues eso les pasa por no tener la manga ancha que tiene Dios, créeme. Pero, además, de veras, no te preocupes. Yo todo se lo he ido consultando a Él en tu cama, día y noche, y en cada una de las alcobas por donde hemos pasado.

– Pero ¿en qué momento, Carlitos, dime?

– En todo momento, mi amor. Y si no, ¿cómo crees tú que nos han salido tan bien las cosas en la cama? ¿O creías que yo era un experto de nacimiento? Acuérdate de que ni siquiera sé bailar, Natalia. Y mira, si quieres, un ejemplo más de lo que te estoy explicando. Escúchame bien. Si tú hubieras sido bailarína y el amor una danza sublime, créeme que, en vez de alcobas, lo nuestro habrían sido grandes escenarios, los más grandes escenarios del mundo, por supuesto. Y yo, de puro amor, habría terminado convertido en Nijinsky, modestia aparte, pero con el conocimiento y el consentimiento previos del Señor. Porque, eso sí, sin consultarle a Dios, primero, y sin su ayuda y consejo en todo momento, las cosas jamás nos habrían salido así de bien, ¿no te parece? ¿O tú crees que los dos hemos exagerado al emplear la expresión «divinamente bien», a cada rato?

– Yo creo en ti, Carlitos. Y nunca he creído tanto en ti como en este momento, te lo prometo.

Natalia se había quedado absolutamente turulata, es cierto, muy, muy cierto, pero también lo es que había quedado absolutamente convencida. ¿Convencida de qué? Pues de eso. ¿De qué eso? Pues, de pe a pa, de todas y cada una las respuestas y explicaciones que su amante maravilloso le había dado, ahí en el comedor, mientras desayunaban y esperaban que Molina, el chofer del Daimler, llegara de Chorrillos, recogiera al joven Carlitos, y se lo llevara a estudiar. Y había que verlo a él, ahora, fresco como una lechuga, siempre sonriente, feliz con el platillo de frutos secos que Cristóbal acababa de traerle y sacándole la pepa a cada uno de los dátiles, a cada uno de los guindones, y a cada uno de los higos secos. Era un procedimiento lento y minucioso, sobre todo porque ninguno de los frutos tenía pepa ni nada, ya. Natalia lo contemplaba, feliz también, y convencidísima, por supuesto, aunque no dejaba de pensar en que la única forma en que Carlitos y ella lograrían convencer a todo el mundo de que lo de ellos era natural, espontáneo, limpio, alegre y normal, sobre todo normal, era… Bueno, era imposible. Porque habría que mandar al pobre Carlitos a acostarse con la sociedad entera de Lima, primero, y luego sentarlo a desayunar y hacerle las preguntas que ella acababa de hacerle mientras él se iba atorando incluso con la pepa inexistente de un higo seco, y habría tenido que ser ella también la que escuchaba cada una de sus palabras y las relacionaba sin obstáculo alguno, con toda la naturalidad del mundo, con los momentos de verdadero amor y armonía, de gracia y de perfección que habían logrado ir hilvanando hora tras hora y noche tras noche, e incluso mientras dormían. Porque aquello era así. Por supuesto que era así. Cualquiera podía ponerse en su lugar y comprobarlo. Y, sin embargo, aquello no era así. No, por supuesto que no. Porque cualquiera podía ponerse en su lugar y comprobarlo, claro que sí, pero nadie nunca jamás se iba a atrever a hacerlo, por la sencilla razón de que era mucho más fácil arrojar primero la piedra ancestral, según la costumbre tan limeña y borreguil.

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