Yo me sentí, a pesar de todo, obligado a alertar al Farmacéutico sobre los peligros de buscar el gallinero; manifesté que la cacería me parecía un riesgo menor, y que no valía la pena meterse en un lugar de salida difícil, laberíntico, por unas gallinas. A pesar de ciertas experiencias vividas también por ellos en el interior de la construcción, no eran, con todo, capaces de sensibilidad ante lo que consideraban peligros menores; para ellos no había riesgo mayor que los gorilas y los elefantes; pensé que tal vez tenían razón.
Les costó mucho ponerse de acuerdo: finalmente convinieron en posponer la búsqueda del gallinero y salir de cacería Bermúdez, Silvia, y el Alemán: el Farmacéutico se quedaría en el campamento, con el revólver. Afortunadamente no se les ocurrió interferir en nuestros planes de partida.
Volvimos a dormir los tres bajo una misma manta. Me costó mucho, nuevamente, conciliar el sueño; en mi cabeza daba vueltas sin cesar la historia contada por Alicia, casi susurrada, cuando ya estábamos bajo la manta y el niño dormía profundamente.
En su propia casa -contó- al entrar a su dormitorio, notó que ya no era la misma habitación de todos los días, sino una mucho más amplia y vacía, con sólo una gruesa alfombra sobre el piso. Aterrada, descubrió que en un rincón había un hombre: estaba completamente desnudo y avanzaba hacia ella, con una mirada como de borracho o enfermo, los brazos colgando flojamente. Intentó abrir la puerta por la que había entrado, pero no lo consiguió; entonces corrió hasta otra puerta, que veía justo enfrente de ésta; pero el hombre la atrapó antes de que lograra alcanzarla, y la arrojó brutalmente al suelo.
De inmediato, insensible a sus gritos y a los golpes que intentaba o que realmente conseguía darle, le arrancó las ropas con furia e intentó violarla; ella resistió con tenacidad, pero el hombre comenzó a castigarla sistemáticamente, cubriéndole de golpes de puño la cara y el cuerpo; ella se espantó al sentir que los labios le sangraban y que apenas podía abrir los ojos, y el dolor se volvía insoportable, le parecía que tenía las costillas rotas, y al fin se entregó.
En un estado de semiinconsciencia fue poseída varias veces, hasta que el hombre, cansado, se echó a dormir. Quiso matarlo, pero no tenía con qué, ni fuerzas. Arrastrándose, logró alcanzar la puerta, y se encontró en otra habitación, desconocida, con muebles; colocó una silla bajo el pestillo y se tendió en la cama.
Durmió durante largo tiempo, y creía haber notado una presencia que velaba, a veces, junto a ella, y al despertar encontró alimentos y ropa a su alcance.
Después había vagado por aquella serie de apartamentos, y se había instalado en uno de ellos, cansada de vagar, y aprovechando que estaba vacío y le resultaba cómodo. Hacía poco que estaba allí cuando apareció el Farmacéutico; creyó que intentarían violarla nuevamente y, presa del pánico, huyó.
Yo me dormí cuando estaba por amanecer, y el cielo mostraba ya una claridad gris.
A las ocho vimos partir el grupo de la cacería: nosotros permanecimos hasta cerca del mediodía, porque yo no lograba despertarme del todo. Cuando al fin estuvimos dispuestos, el Farmacéutico pareció olvidar rencores, y nos estrechó ceremoniosamente la mano y nos deseamos mutuamente buena suerte: éramos sinceros.
La despedida del resto del grupo había sido menos emotiva; ellos estaban nerviosos y yo con mucho sueño. Con todo, el apretón de manos de Bermúdez había sido fuerte y prolongado. Y se mostró emocionado al besar al niño.
– Espero que volvamos a encontrarnos -había dicho Bermúdez, en el momento de partir, y ahora yo repetía esta frase para el Farmacéutico.
Elegimos un pasillo que tenía puerta, sin inconvenientes para ser abierta, y que aún no había sido transitado por ninguno de nosotros. Coloqué una gran piedra junto a la puerta abierta, para evitar que se cerrara, pensando que quizá nos viésemos obligados a regresar.
El niño estaba contento ante la perspectiva de una nueva aventura, y había espacio suficiente en el pasillo para que fuera tomado de la mano de ambos.
Fue, aproximadamente, un día y una noche el tiempo que nos llevó recorrer la larga serie de pasillos que se bifurcaban sin ofrecer otra posibilidad que las bifurcaciones; yo dejaba la elección librada al gusto de Alicia, o a veces del niño. Dormimos muy mal, y muy poco.
La nerviosidad que me había entrado al internarnos en el corredor había variado de tono; al principio se trataba de emprender una aventura, largar, se nuevamente hacia lo desconocido, dejando atrás lo que había sido un refugio bastante seguro y la compañía de otros seres humanos: y aunque la decisión de partir había sido bien meditada, no podía evitar la angustia, después de tantos días de pasividad.
Había otra sensación desagradable: por más que hubiese aclarado perfectamente los términos de mi alianza con Alicia, no dejaba de sentirme con el peso de la responsabilidad, por ella y por el niño. Me hubiese sentido más tranquilo de encontrarme solo; al menos mi angustia tendría un matiz distinto, menos opresivo.
Luego me fue invadiendo el cansancio de andar, y nuevamente la claustrofobia; era el pasillo más largo que había recorrido, parecía no terminar nunca; ni siquiera presentaba orificios ni, a pesar de que en realidad se podía respirar bien, eran visibles otros sistemas de ventilación.
Cuando llegamos al final nos encontramos, con alegría, en el aire libre; y mi alegría fue acompañada de algo nuevo, una nueva confianza, una especie de seguridad. Ello se debía sin duda a lo familiar del paisaje: era campo, extenso, sin murallas visibles, y había detalles que, si bien no los noté enseguida, inconscientemente los recogí y en ellos se afianzó mi nuevo estado de ánimo: un caminito, algunos árboles -eucaliptus- y más allá un alambrado y más lejos aún, apenas visible, una vaca. El pasto era muy verde y el aire tenía el aroma de la tierra.
El pasillo había desembocado en una escalerita que llevaba a un agujero rectangular en la tierra; por allí emergimos y empezamos a caminar, luego de haber echado un amplio vistazo en derredor, sobre la calma del paisaje.
El caminito, apenas una huella de hombres y animales, pronto nos llevó cerca de un lugar poblado; algunos ranchos y casitas dispersos en un área grande; luego, a la distancia, parecía que las construcciones se hacían más nutridas y más próximas entre sí.
Recorrimos algunos ranchos; tres de ellos estaban desocupados, dando idea de abandono; el cuarto también lo estaba, pero había señales de haber sido habitado recientemente.
Seguimos andando, y al fin decidimos detenernos en una casita próxima. No había nadie, pero se notaba claramente que alguien vivía allí, pues había alimentos frescos.
Comimos, y tomamos leche, y nos sentamos a esperar que llegaran los dueños de casa.
Al caer la noche, no habían aparecido.
Me sentí alarmado. Hasta ese momento, el cansancio y la angustia pasada no me habían permitido hacerme una composición de lugar; pero cuando encendí el farol y contemplé cómo Alicia acostaba al niño en una cama pequeña, y vi más allá una cama de matrimonio, empecé a sacar conclusiones; si bien yo estaba aún a la expectativa y no me había hecho demasiadas ilusiones concretas, había creído, tal vez por tratarse de un lugar tan abierto, que estábamos en algo distinto; ahora veía que el sistema empezaba a repetirse. La casa parecía estar esperándonos. Los elementos estaban dispuestos para que nos fuera cómoda; había, además, un escritorio, con una máquina de escribir y abundante papel.
Salí afuera y contemplé la noche estrellada, serena. No había en ella nada de particular, nada distinto a tantas otras noches vividas en el campo. El canto de los grillos, el silencio dominando todos los pequeños ruidos; el ladrido de un perro a la distancia, contestado por otro más lejano; el aire limpio, la calma. Una noche como para sentirme bien; no me faltaba nada. Ni siquiera una compañera. Todo estaba en orden.
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