Mario Levrero - El lugar

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Un hombre se despierta en una habitación desconocida. Se halla acostado sobre el suelo, a oscuras, vestido con ropa de calle. De pronto, descubre alarmado que ignora cómo llegó hasta ese sitio. Pese a tratar de recordar, no puede. Su mente comienza a barajar una serie de hipótesis sin encontrar ninguna que se ajuste a la lógica de su situación. Entonces decide investigar. Tras examinar el sitio en donde está, sale de él y entra en otra habitación similar a la primera. La novela recuerda, en ciertos aspectos de su argumento, a la película de ciencia ficción El cubo, pero haciendo la salvedad de que, en este caso, Levrero publicó la presente obra en el año 1982, siendo el film citado producido en el año de 1997.
Es, en términos generales, una novela de ciencia ficción, aunque presenta atributos oníricos, cierta percepción disolvente que trabaja con la lógica reversible del sueño. Según Julio Ortega, aquí Levrero nos describe un mundo en estado natural de fábula, sólo que no se trata de uno maravilloso sino de uno a punto del absurdo.

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A pesar de grandes coincidencias entre nuestras teorías personales, había una divergencia básica en lo referente a un punto fundamental: la existencia de seres, extraplanetarios o no, que actualmente habitaran y manejaran el lugar. El Francés tendía a negarlos, y encontraba siempre alguna explicación que sustituía perfectamente esa presencia directriz. Ninguno de los dos podía, de todos modos, aportar ninguna prueba.

– ¿Cómo explicas, entonces -le pregunté, en un momento de la discusión- la existencia de los aparatos de espionaje?

– Sencillamente -respondió con calma-; son la expresión de las tendencias paranoides de Alicia. Ella misma ha creado esos aparatos, les ha dado realidad tangible modelando la materia por medio de su temor a ser espiada.

Me mostré escéptico. Objeté que, entonces, de acuerdo con esta fórmula, el Francés mismo podía ser también creación mía, de mi íntimo deseo de tener alguien con quien conversar.

– Es cierto -admitió, con una sonrisa-; pero no necesariamente. Este lugar, que tú llamas patio, bien puede ser creación colectiva; bien podría haber nacido de nuestra necesidad de reunimos.

Me comentó también que Bermúdez tenía una teoría, aunque el hecho de pensar lo avergonzaba y trataba, curiosamente, de ocultarlo. Pero una noche le había dicho que él creía que había habido una guerra mundial, y que las explosiones atómicas habían modificado todo, nos habían «entreverado», personas y lugares, como un rompecabezas mal armado en el que, sin embargo, las piezas encajan unas con otras, aunque no las figuras.

Estuvimos un rato en silencio. Luego se me ocurrió preguntar:

– ¿Y tú crees realmente en tu teoría?

Volvió a sonreír, un poco angelicalmente.

– No -dijo-. No creo en nada.

Salía el sol. El Francés, contraviniendo las disposiciones- al respecto, hizo una nueva hoguera, mucho más espectacular de lo necesario, para calentar café. A las ocho, despertó a todo el mundo, a excepción de Alicia y el niño, quienes, a pesar del ruido que se hizo luego, siguieron durmiendo hasta el mediodía.

Me instalé, un poco apartado, cerca de la fuente; a continuar mis apuntes. Escribir a mano 'me da mucho trabajo; el avance es lento. Y tenía muchas novedades para consignar y muchas teorías para desarrollar. Bermúdez, el Farmacéutico y el Alemán se afeitaron, por turno, mientras el Francés ocupaba un lugar entre las mantas y dormía, fuera de la carpa.

Hacia el mediodía, cuando ya tenía la mano y el brazo varias veces acalambrados, dejé de escribir y me acerqué a la rueda que se había formado en torno al fuego; hablaban de comer todo el asado al mediodía, porque la carne se estaba echando a perder definitivamente; y de la escasez general de provisiones y de la necesidad de salir de caza.

La conversación no me gustaba; no es que se dijera abiertamente, pero yo sospechaba en ellos la idea de que me estaba alimentando a sus costillas, sin hacer ningún esfuerzo (lo cual era rigurosamente cierto); y tampoco me sentía dispuesto a salir de cacería; y me molestaba especialmente por esa idea que parecía estar metida muy hondo en todos ellos de permanecer indefinidamente en ese patio. Intenté un comentario, tratando de no resultar agresivo, pero no me prestaron atención. Sentí que me descartaban como persona útil, y mi resentimiento culpable se agravaba.

Alicia y el niño se unieron al grupo; la muchacha estaba de buen humor, parecía más comunicativa. El niño fue a despertar al Francés, quien lo recibió con sorprendido agrado.

En el transcurso del almuerzo, durante el cual se prolongó la discusión de la mañana, noté algunas cosas; lo más evidente era que se había abierto una brecha entre el Alemán, el Farmacéutico y Bermúdez por un lado, y principalmente yo por el otro; el Francés estaba indudablemente de mi lado, pero su actitud era indiferente, poco interesada; en realidad no le preocupaba nada de lo que se discutía, y se veía claramente su intención de actuar en definitiva como mejor le pareciera; si optó al fin por integrarse a la cacería fue realmente por su voluntad, sin que pesara en absoluto la presión de los demás. Alicia se mostraba inclinada de nuestro lado, pero comencé a sospechar, con algún fundamento, que era más por simpatía hacia mi persona que por otros motivos; al entrever que pudiera surgir alguna relación afectiva entre nosotros me sentí alarmado, y traté de canalizar sus simpatías hacia el Francés, quien parecía sentirse atraído por ella; aunque ella parecía ignorarlo. Y, finalmente, el niño era un mediador inconsciente entre Bermúdez y yo; Bermúdez, a pesar de ser el cabecilla del grupo conservador, no era fanático como los otros, me seguía aceptando y podíamos tener conversaciones amistosas. El Farmacéutico, en cambio, no intentaba el menor diálogo conmigo, y el Alemán se iba distanciado cada vez más.

Hacia el atardecer se me plantearon con fuerza li los cargos de conciencia; por un instante se me ocurrió ponerme en el lugar de ellos, y me di cuenta de que no estaban del todo faltos de razón; me dije que mi actitud era egoísta, y traté de imaginar alguna forma de cooperación; pero todas me parecían trabajosas y vanas. Sin poder explicarlo hasta más tarde, sentía, honestamente, que cualquier forma de colaboración con ellos se transformaba automáticamente en una íntima traición a mí mismo.

Más tarde descubrí la clave de mis problemas. Estaba metido en una trampa muy compleja. Era cierto que yo estaba aprovechando, a partir de mi enfermedad y necesidad de atención de los primeros días, un mecanismo creado por ellos. Era cierto que podía dormir tranquilo mientras alguien estaba de guardia, y que podía comer un alimento que habían conseguido ellos; pero, y ahí estaba la trampa, hasta ese momento no había tenido necesidad de que nadie protegiese mi sueño, ni que me dieran de comer.

Si ahora se planteaba la necesidad, era precisamente por haber resuelto quedarme con ellos. Me pregunté por qué y cuándo lo había hecho, y descubrí que fue más bien un dejarme estar: había caído en la trampa de la comodidad. La misma trampa de las habitaciones de mi recorrido inicial, preparadas como para mí. En este caso había, además, una especie de intercambio: ellos me daban comodidad, a cambio de mi presencia. Sospeché que apenas anunciara mi decisión de partir, lloverían nuevamente críticas sobre mi actitud pero al mismo tiempo se ablandarían en sus posiciones y terminarían por dejarme en paz, sin exigirme nada.

Ellos me necesitaban, por la antigua idea de que la unión hace la fuerza. Mal que bien, por lo menos yo hacía número. Pero yo me sentía cada día más debilitado. Había ganado en seguridad y comodidad, pero estaba perdiendo el tiempo. Y también, descubrí, me necesitaban por otro motivo más oscuro: me necesitaban como cómplice de esa actitud cobarde -en definitiva, más cobarde que la mía- de quedarse en el patio. ¿Qué esperaban, allí?

Me fui deprimiendo cada vez más, pensando en la medida verdadera en que había estado perdiendo el tiempo; no sólo desde que encontré al grupo, íio sólo desde que había aparecido misteriosamente en ese lugar; toda mi vida se volvió en ese instante vacía y sin sentido; apenas pequeños brillos, muy aislados entre sí, que no lograban rescatar todo un pasado lamentable. Y con respecto a esta última etapa, a esta parte de mi vida que comenzaba en aquella pieza oscura, ya que había decidido salir de allí, ya que había resuelto desde un primer instante que ese lugar me resultaba ajeno, que no era el mío, no entendía los motivos que me habían llevado a permanecer tanto tiempo.

Es cierto que no había encontrado una salida, y que tampoco parecía fácil encontrarla; pero ¿la había buscado verdaderamente con la urgencia de los primeros días? El lugar me había ablandado, y me sentía cada vez más blando a medida que comprobaba su inmensidad. La salida parecía cada vez más remota, y ya dudaba de que existiera. Pero razoné que ése tampoco era un motivo para quedarse.

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