Mario Levrero - El lugar

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Un hombre se despierta en una habitación desconocida. Se halla acostado sobre el suelo, a oscuras, vestido con ropa de calle. De pronto, descubre alarmado que ignora cómo llegó hasta ese sitio. Pese a tratar de recordar, no puede. Su mente comienza a barajar una serie de hipótesis sin encontrar ninguna que se ajuste a la lógica de su situación. Entonces decide investigar. Tras examinar el sitio en donde está, sale de él y entra en otra habitación similar a la primera. La novela recuerda, en ciertos aspectos de su argumento, a la película de ciencia ficción El cubo, pero haciendo la salvedad de que, en este caso, Levrero publicó la presente obra en el año 1982, siendo el film citado producido en el año de 1997.
Es, en términos generales, una novela de ciencia ficción, aunque presenta atributos oníricos, cierta percepción disolvente que trabaja con la lógica reversible del sueño. Según Julio Ortega, aquí Levrero nos describe un mundo en estado natural de fábula, sólo que no se trata de uno maravilloso sino de uno a punto del absurdo.

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Era un espejo pequeño, con el azogue saltado en varios lugares, pero no distorsionaba la imagen. Es posible que exagere mi descripción, pero al mirarme sentí que era exactamente así: la imagen de un ser sumamente delgado, con una terrible masa de pelo hirsuto y desparejo, y ojos de loco; la barba me había crecido a un grado tal que parecía que la llevaba desde hacía años. Recordé que en una oportunidad había estado un año sin afeitarme, y no había conseguido una barba de dimensiones parecidas.

El pelo se extendía en todas las direcciones, un tanto erizado, e incluso me caía sobre la frente, dándome un aspecto de estupidez del cual apenas me salvaban los ojos, los que me parecieron de una agudeza que nunca antes habían mostrado, una inteligencia un tanto salvaje; eran más pequeños y alargados, astutos, y en las pupilas noté un brillo paranoico o febril.

De todos modos me mantuve en mi decisión de no afeitarme y rechacé un amable ofrecimiento del Alemán de cortarme el pelo; me limité a ordenármelo un poco con las manos, teniendo cuidado de echarlo hacia atrás, dejando al descubierto la frente para no parecer tan estúpido.

Anochecía, y Bermúdez me dijo:

– Usted es todavía un huésped de honor, pero lo noto bastante recuperado. Trate de descansar bien esta noche, porque desde mañana deberá comenzar a integrar la guardia.

Me explicó que, dados los riesgos desconocidos que se suponía podían acecharnos, había, de noche, una guardia permanente; en estos momentos sólo quedaban ellos dos, por lo que los turnos eran muy sacrificados. Yo protesté, asegurando sentirme bastante bien como para cumplir unas horas de guardia esa misma noche, pero Bermúdez insistió en esperar veinticuatro horas. También insistieron, ambos, para que continuara ocupando la bolsa, que era la forma más cómoda y abrigada de pasar la noche.

Luego Bermúdez se puso ropas muy gruesas y un sobretodo, y una gorra de cazador con aletas que le tapaban las orejas, y controló que el revólver que llevaba al cinto estuviera listo para ser usado. Tomó una linterna que había en una mochila, bajó la llama del farol de queroseno y la apagó de un soplido, y nos dio las buenas noches.

– Son las doce en punto -dijo, y me extrañó mucho saber la hora-. A las cuatro, el Alemán me releva; y a las ocho todo el mundo en pie.

17

– Las ocho -me despertó la voz del Alemán. No había logrado dormir bien. Apenas había puesto la, cabeza en la almohada, ya habían comenzado los ronquidos del Alemán; yo, a pesar de la comodidad de la bolsa, me revolví inquieto durante horas antes de conseguir dormirme. Este encuentro, cuyos alcances no había podido aún medir, ni imagina; me excitaba; de alguna forma me sentía contento, pero también había un dejo de aprehensión cuyo origen no podía localizar; quizá me había acostumbrado a la soledad, o quizá me molestaba que la compañía fuera la de esta gente extraordinaria desde muchos puntos de vista, pero con quienes no lograba un grado muy aceptable de comunicación.

Me pareció que recién conciliaba el sueño cuando me despertó un movimiento en la carpa; una vez hecha la composición de lugar, comprendí que era el cambio de guardia. Enseguida los ronquidos de Bermúdez sustituyeron a los del Alemán.

El desayuno consistió nuevamente en galleta y café instantáneo. La jornada fue poco interesante, aunque la tensión crecía por la falta de noticias de los exploradores. De ellos se habló, naturalmente, y así pude enterarme de parte de sus historias. Bermúdez insistió en que el Farmacéutico debía de estar loco.

– Una vez -dijo- me contó que había llegado a este lugar tragado por un remolino; dijo que había salido a pescar en un bote, y que de pronto un remolino lo absorbió. Pero a éste -y señaló al Alemán, quien asintió de antemano con pequeñas oscilaciones de la cabeza- le dijo que fue en el consultorio de un dentista, en el momento en que le sacában una muela; sintió que se la arrancaban de un tirón, y tenía los ojos cerrados, y como después no sintiera más nada los abrió, y encontró el consultorio vacío. Estuvo un rato escupiendo sangre, y después se aburrió y se fue del, consultorio, para encontrarse en un lugar completamente distinto.

El Alemán volvió a confirmar con la cabeza.

– Después -prosiguió Bermúdez- me volvió a contar una historia distinta: que manejaba una locomotora que arrastraba una serie de vagones, y se metió en un túnel habitual, y que al salir del túnel se encontró con que las vías terminaban, más allá, junto a unas luces coloradas, y que estaba en un lugar desconocido; después, al bajarse, se dio cuenta de que estaba solo con la locomotora: el resto del tren había desaparecido.

»Y no creo que sea un mentiroso. En general es un tipo muy correcto. Lo que pasa es que debe de estar loco.

Luego se habló del Francés. Bermúdez lo había encontrado leyendo un libro a la sombra de un árbol, junto a un arroyo, a punto de ser devorado por un león que se le había estado acercando sigilosamente. Bermúdez usó con precisión el fusil, y mató al león con una sola bala. Parece ser que el Francés es un hombre de sangre fría; agradeció amablemente a Bermúdez que le hubiera salvado la vida, pero, según Bermúdez, había un fondo de total indiferencia en él. Y sospechaba que sabía más español de lo que daba a entender, pero que prefería mantenerse aparte de las conversaciones, siempre con su aire de indiferencia, los hombros alzados, la espalda un tanto encorvada, leyendo o con las manos en los bolsillos, y la vista perdida en la selva o en algún punto imaginario. Después de lo del león se había apartado de Bermúdez hasta el reencuentro que se produjo cuando apareció por una de las puertas del paredón, sin dar mayores explicaciones, escudándose, siempre según Bermúdez, en su aparente ignorancia del idioma.

El Alemán tomó luego la palabra, con cierta timidez, para terminar impulsando la conversación hacia temas eróticos. Cuando se hicieron las doce, Bermúdez me entregó el reloj, la linterna y el revólver, y me repitió algunas recomendaciones.

– Sobre todo, no jodas con la linterna -me dijo, pasando a un tuteo que me cayó simpático-. Hay que cuidar las pilas.

Se metieron en la carpa y les di las buenas noches. Me ubiqué en un lugar próximo a la fuente, al que llegué a tientas porque no se veía nada, y entre nervioso por tener la responsabilidad nueva de esta misión, y disgustado porque me parecía una precaución inútil, comencé a cumplir mi primera guardia, en la que casi le ahorro al Francés el trabajo que se tomaría algunos días más tarde de volarse la cabeza de un tiro.

18

– Est-ce que tu es fou? C'est moi, merde! -gritó un vozarrón desesperado: yo estaba aburrido, golpeando los pies contra el suelo para calentarlos o dando pequeños paseos que siempre terminaban en la fuente de mármol, cuyo borde era demasiado frío para sentarse; habrían pasado un par de horas, es decir, la mitad de mi turno, cuando oí ruido de pasos.

– ¿Quién anda ahí? -me pareció gritar, pero luego se supo que mi voz había sonado demasiado débilmente. Al no obtener respuesta, guardé silencio y oí que el portón se abría, rechinando; entonces me asusté y esta vez sí, grité con toda la fuerza:

– ¡Alto, o disparo! -pero no di tiempo a que el Francés se identificara; mi dedo oprimió el gatillo y sonó un balazo que retumbó largamente; el Francés gritó. Los de la carpa se movilizaron, gritando también y tratando de encender el farol. Después Bermúdez me recriminó por no haber usado la linterna, pero en realidad había intentado hacerlo al escuchar los primeros ruidos; simplemente que, por no gastar las pilas, hacía tiempo que no la encendían y nadie había tenido la precaución de probarla. La linterna no andaba.

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