Mario Levrero - El lugar

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Un hombre se despierta en una habitación desconocida. Se halla acostado sobre el suelo, a oscuras, vestido con ropa de calle. De pronto, descubre alarmado que ignora cómo llegó hasta ese sitio. Pese a tratar de recordar, no puede. Su mente comienza a barajar una serie de hipótesis sin encontrar ninguna que se ajuste a la lógica de su situación. Entonces decide investigar. Tras examinar el sitio en donde está, sale de él y entra en otra habitación similar a la primera. La novela recuerda, en ciertos aspectos de su argumento, a la película de ciencia ficción El cubo, pero haciendo la salvedad de que, en este caso, Levrero publicó la presente obra en el año 1982, siendo el film citado producido en el año de 1997.
Es, en términos generales, una novela de ciencia ficción, aunque presenta atributos oníricos, cierta percepción disolvente que trabaja con la lógica reversible del sueño. Según Julio Ortega, aquí Levrero nos describe un mundo en estado natural de fábula, sólo que no se trata de uno maravilloso sino de uno a punto del absurdo.

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Había ido a acampar a un lugar habitual y amable, un parque en las proximidades de un arroyito. Un día se alejó demasiado, en tren de caza, y se encontró de pronto en una selva húmeda, con árboles altos y lianas, obscura y densa. Lo sorprendió luego encontrarse con una puerta y notar además, a los lejos, por detrás de los árboles, unas paredes increíblemente altas, grises. Se sintió atrapado, entrampado. Por fin se decidió a abrir la puerta, que estaba sobre una pared larga y cubierta de enredaderas, protegida y disimulada por árboles y plantas, y entró en una pieza que tenía forma de rombo. Estaba casi vacía, y en un rincón, ovillado y asemejándose a un tapado de piel abandonado, había un gorila. Cuando el mono comenzó a incorporarse, como despertando lentamente de un sueño, Bermúdez no pudo volver a abrir la puerta, que se había cerrado, y apenas tuvo tiempo de dar muerte al gorila con el fusil. Pensó que, sin querer, había entrado en un zoológico, y se sintió culpable.

– Vi otra puerta -contaba- y no tuve más remedio que salir por allí; pero la puerta daba a una escalera, que llevaba a una especie de altillo, y la única salida del altillo era un balcón, que daba a un patio, y tuve que descolgarme por el balcón, agarrado a una cañería, y del patio salí a un campo.

La historia se hacía interminable. Había accedido a otros lugares selváticos o bosques, e incluía anécdotas de lucha con animales salvajes. Encontró finalmente su carpa, en un lugar totalmente distinto al que creía haberla dejado, y pudo rescatarla junto con el resto de su equipo a riesgo de ser devorado por caimanes. Por momentos la historia se volvía ridícula, en labios de un adulto, y se me hacía difícil contener la sonrisa; pero Bermúdez estaba muy serio y, en realidad, yo no tenía motivos para dudar de ninguno de los detalles. Al narrar mi propia historia notaba, de tanto en tanto, la misma sombra de incredulidad en los rostros de mis interlocutores; e incluso debí omitir algunos detalles, como por ejemplo la aventura con Mabel, para hacerla un tanto más creíble.

El Alemán, por su parte, no se quedaba atrás. De acuerdo con su historia, deshilvanada y dicha en voz baja, un poco entre dientes, y que debí reconstruir, y aun cubrir ciertos pasajes con detalles extraídos de mi imaginación, había dedicado los últimos años de su vida a lamentarse de que su mujer lo hubiese abandonado, llevándose con ella a sus dos hijos (el Alemán, a todo esto, era en realidad hijo de paraguayos con lejana ascendencia germánica).

Hacía unos días se había embarcado para probar fortuna en Buenos Aires. Se durmió en la travesía nocturna, y al despertar comprobó que el barco estaba vacío, anclado en un puerto desconocido y desierto.

Ambuló por este puerto y por un pueblito también deshabitado, hasta encontrar un hotel: en la puerta había dos mujeres, y lo llamaron. Una vez adentro pasó varios días con las mujeres (y aquí el Alemán adquiere una mayor fluidez en el lenguaje y exhibe una especie de catálogo informativo de las infinitas fórmulas del erotismo) hasta que un día descubrió que la puerta por la que había entrado no podía abrirse, y que no había otras puertas al exterior. Por otra parte, las mujeres hablaban un idioma muy extraño, y a veces parecían burlarse de él. Intentó, al principio, desechar la preocupación: disponía de todas las habitaciones de un hotel, grande y lujoso, para que las dos mujeres le hicieran olvidar la tristeza por la esposa y los hijos perdidos; pero en cierto momento no pudo resistir más allí dentro (y se sentía un poco avergonzado al narrarlo, como si yo no pudiera entender la claustrofobia y, más aún, ese sentimiento de ajenidad e incomunicación con las mujeres burlonas). Huyó por la azotea.

Durante un tiempo estuvo acompañado sólo por unos gatos; desde ese lugar parecía como que el pueblo entero estuviese formado únicamente por azoteas, sin calles ni plazas, ni el menor espacio libre entre un edificio y otro. Cuando decidió deslizarse al interior de una casa, se dio cuenta de que no había otra forma de salir, aparte de la puerta de la azotea por la que había entrado, que unos pasillos y túneles, por los que finalmente optó luego de muchas dudas y temores. Estos túneles lo llevaron, luego de varias idas y vueltas, a otros lugares cerrados y desiertos.

Cuando ya había comenzado nuevamente su vida de lamentaciones, esta vez por haber abandonado el hotel y las dos mujeres, logró acceder al patio, Pero previamente había tenido un par de aventuras que, según dijo, casi lograron desequilibrarlo.

En uno de los pasillos había sido perseguido tenazmente por un hombre alto de sobretodo raído, quien trataba de convencerlo en un idioma extranjero ayudándose con señas, de que le comprara unos billetes de lotería que llevaba colgando en una tira, en la mano derecha, y de quien le costó más de una jornada desprenderse.

Y en otro de los lugares, sumergida en una enorme pecera incrustada en la pared, había visto ahogarse a una muchacha, desnuda en un agua verde, sin poder hacer nada por evitarlo; el vidrio había resistido todos sus embates, y sólo consiguió sacarse un hombro, que aún le dolía con tiempo húmedo.

16

Me enteré de que había otras personas ligadas a este patio. Por los agujeros, con o sin puertas, dulas paredes (que Bermúdez recomendaba no descuidar jamás, aunque hasta el momento no habían traído nada peligroso) habíamos aparecido, en este orden, Bermúdez, el Alemán, alguien a quien llamaban (nunca supe el motivo) «el Farmacéutico», el Francés, un alemán auténtico y yo. El Francés era realmente un francés, que a duras penas lograba entenderse con ellos. El Farmacéutico, según Bermúdez, estaba loco porque siempre contaba una historia distinta de su llegada a ese lugar, y parecía ser en realidad un maquinista de ferrocarril. El «alemán auténtico», con quien el rubio apenas podía cambiar algunas palabras, permaneció hosco, en un silencio expectante y agresivo, durante algunos días; después desapareció, sin que nadie viera por dónde ni cómo, ni supiera por qué.

El Francés y el Farmacéutico habían salido, poco antes de mi aparición, en un intento de explorar los alrededores, es decir, la selva. Su ausencia prolongada preocupaba bastante a Bermúdez.

Él y el Alemán se turnaban en los quehaceres, más complejos de lo que yo sospechaba al principio. Luego yo también me incorporé a las tareas, pero, mientras tanto, pasaba la mayor parte del tiempo arrebujado en la frazada, sentado en el suelo cerca del fuego, del que se ocupaba pacientemente el Alemán, manteniéndolo con gran ahorro de leña o avivándolo llegado el momento; y yo meditaba todo lo que mi estado me lo permitía, y luego fui retomando mi costumbre de hacer anotaciones.

Estábamos bastante bien equipados: Bermúdez se había aprovisionado exageradamente para sus vacaciones turísticas, y consumíamos de forma moderada su café instantáneo y la leche en polvo, latas de conserva y cosas por el estilo; y todavía había algunos restos aprovechables de carne fresca de venado, fruto de una cacería de días anteriores. Esta carne la salaban y luego la asaban para mantenerla, pero ya comenzaba a oler mal y se hablaba de una nueva cacería. Sin embargo, había que esperar un poco más: al Francés y al Farmacéutico, o a que yo me repusiera del todo. Se trataba de dispersar lo menos posible a la gente.

Bermúdez y el Alemán acostumbraban afeitarse, e incluso ya se habían cortado el pelo mutuamente en una oportunidad. Bermúdez me ofreció sus implementos. De ellos me interesaba solamente el espejo. De antemano rechazaba la idea de afeitarme; me parecía que el aspecto adquirido, cualquiera que fuese, tendría su razón de ser, era como una muestra viva, un diario de viaje de las cosas sufridas. Pero me interesaba mirarme al espejo; en todo ese tiempo allí no había encontrado ninguno, y me producía una sensación extraña no tener esa referencia de mi aspecto. No era, exactamente, como si me hubiese olvidado de mis rasgos; pero necesitaba alguna confirmación. También sabía que al mirarme perdería algo importante, justamente esa sensación que no puedo explicar.

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