Juan Saer - Lo Imborrable

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Un clasico de la narrativa argentina que reconstruye las borraduras parciales que sufre la memoria. Una version cifrada sobre lo real, la percepcion y la literatura. Convertida en un clasico de la narrativa argentina, esta magnifica novela de Juan Jose Saer regresa con mas fuerza y renovada capacidad de resistencia. A traves de una prosa despojada y directa, la historia muestra al protagonista `Carlos Tomatis` deambulando por una ciudad fantasmal. El encuentro con dos extranos personajes `Alfonso y Vilma,` le plantea una serie de interrogantes que transforma al acto de leer en un gesto politico: Quien es Walter Bueno? Que se dice sobre su novela leida con furor? Como se construye un bestseller? Que es el exito? Como en toda la obra saeriana se despliega `mas que un argumento` una version cifrada sobre el estatuto de lo real, de la percepcion y de la literatura. Y si la memoria sufre parciales borraduras, ahi esta la ficcion para reconstruirla. Eso que Saer llama `lo imborrable` ha dejado su impronta en el cuerpo y en el imaginario colectivo atravesado por el terror, la represion y la censura. Por eso, imborrable es tanto lo que paso `la huella historica que no debe olvidarse bajo ningun concepto,` como lo que viene sucediendo desde el origen: la presencia humana en el mundo como un acontecer unico, increible, transformador del universo. Imborrable es el arte, el pensamiento y la palabra.

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Estoy seguro de que también ella, en los tejidos y en las vísceras, en los músculos y en la circulación remota de la sangre más que en las emociones y en el pensamiento, siente como yo hasta qué punto estamos aislados, cortados del mundo improbable del que nos separan capas y capas de lluvia densa y oscura, y ahora que subo por la escalera que lleva a la terraza, protegiéndome sin mucha eficacia con el diario de la víspera desplegado sobre mi cabeza y me paro un momento bajo el techo del lavadero, antes de entrar a mi cuarto, para contemplar la lluvia, compruebo que las masas espesas de agua gris verdosa reducen lo visible a un horizonte estrecho, borroso y sombrío.

La edición anotada de La brisa en el trigo aterriza sobre la carpeta amarilla de Bizancio, en el borde izquierdo del escritorio: en el cuarto iluminado, encastrado en la penumbra paradójica del día, en el envoltorio ruidoso del agua helada, mi propio cuerpo, inverosímil y extraño se inmoviliza unos segundos antes de que la mano derecha abra por fin el primer cajón del escritorio, saque la carpeta color ladrillo y vuelva a cerrar consuavidad el cajón. Las cinco o seis hojas manuscritas, un poco ajadas y arrugadas, llenas de tachaduras y de correcciones se deslizan con más facilidad que el montón liso y regular de hojas blancas sobre el que se apoyan. De los cinco sonetos que he escrito hasta ahora, únicamente dos, Lucy y The blackbole están completos, aunque todavía en borrador; en los tres otros, La mañana, Eco y Narciso y el que todavía no tiene título, faltan versos, incluso estrofas enteras, y lo ya escrito está demasiado recubierto de correcciones, variantes y tachaduras, más desalentadoras que estimulantes, como para decidirme a seguir trabajando en ellos, de modo que me resigno a pasar en limpio lo que ya está más o menos terminado. Así que en una de las hojas blancas, con una birome verde, empiezo a copiar:

Lucy

Por los cincuenta y dos huesos de tu esqueleto
y por tus diecinueve mayos en la sabana
dejo el fósil de mí mismo en este soneto:
tan insondablemente lejos y tan arcana

y más antigua que el cotorreo indiscreto
de dioses y de tríadas, cómo te oigo cercana.
De antemano todo ese rumor era obsoleto.
Mucho antes que Afrodita saliste a la mañana.

Lucy en la tierra con enigmas y pesares,
el estúpido sol que hoy calienta a tus pares
ya venía a abrigarse dócil en tu regazo.

De un gesto apaño dioses, mundos y emperadores,
cuando te oigo llegar flotando en mis humores
para la eternidad muda de nuestro abrazo.

Sabana es una licencia poética y tríada, por trinidad, un galicismo, pero lo importante es llegar a la forma, constituir un todo primero y recién después empezar a pulirle los bordes y las anfractuosidades.

Que me cuelguen si hace seis meses nomás hubiese sido capaz de concebirme a mí mismo llevando una carpeta de sonetos, igual que un almacenero un libro de contabilidad, pero había que elegir entre eso o el agua negra sin fondo, empezar de nuevo todo a partir de cero como dicen -cero es sin la menor duda la expresión apropiada- cuando empecé a darme cuenta de que ante mis propias narices lo que desde hacía tanto tiempo tenía la costumbre de llamar "yo", volaba en pedazos dispersándose igual que bestias ciegas en estampida, dejando en el lugar que había ocupado desde el principio un agujero arcaico y carcomido. Los pedazos que quedaron flotando a la deriva después de la explosión, se asomaban de tanto en tanto al borde verdoso y húmedo del pozo negro, tratando de ver si la mirada encontraba algún indicio de fondo, pero terminaba perdiéndose en un océano de tinieblas, sacudido por estremecimientos orgánicos y atravesado sin ninguna ley inteligible por automatismos caprichosos y sin sentido. Un día que estaba mirando una obra de teatro por la televisión, en plena catatonía, una de esas obras características financiadas por el complot religioso-liberalo-estalino-audio-visualo-tecnocrático-disneylandiano, como Boeing-Boeing o La Jaula de las locas, o la enésima versión de ese vómito llamado La mujer del Panadero, ya ni me acuerdo, me descubrí de golpe sintiendo envidia por esos comicastros lamentables, porque eran capaces de aprender un texto de memoria y decirlo todas las noches durante dos horas en un escenario. Poder ser durante dos horas un piloto de avión que tiene una amante en varias capitales europeas o un panadero cornudo podía salvarme de la demencia si me quedaban fuerzas suficientes como para intentarlo: va de cajón que era una mera fantasía causada por la depresión alcohólica y que mi total incapacidad de actuar me impediría utilizar ese método para obtener mi reconstitución mental, pero la idea siguió abriéndose camino y después de la muerte de mi madre cuando decidí el programa de higiene -ducha tibia, abstinencia de alcohol, paseo cotidiano por la ciudad llueve o truene-, me pareció que algún trabajo intelectual tenía que acompañar mi recuperación física y únicamente después de vacilar durante varios días terminé decidiéndome por el soneto. Durante la adolescencia, escribir sonetos había sido para mí una actividad casi tan frecuente como la masturbación: podía hacerlo varias veces por semana e incluso varias veces por día, hasta que, de un modo brusco, al final de la adolescencia, mi evolución estética lo rechazó y durante veinticinco años no volví a escribir ni uno solo. Había escrito tantos, la mayoría de los cuales habían ido a parar al fuego, que alrededor de los dieciocho años ya sólo podía hacerlo de un modo paródico, y a veces no solamente mandaba cartas en forma de sonetos, dípticos o trípticos, sino que incluso podía llegar a improvisarlos en medio de una conversación lo cual significaba para mí que el soneto estaba desprovisto de toda legitimidad poética.

Después de eso, ya ni en broma los componía. Se había vuelto una forma muerta, como lo son ciertas lenguas, tan diferente de una verdadera forma poética como lo son de un ser humano los pilotos de Boeing-Boeing o el panadero cornudo del vómito marsellés. Intentar darle vida a esa forma, tener en cuenta sus leyes, manipular la materia que la constituye, podía ser para mí un modo de medirme con lo exterior, y alinearlos catorce versos diseminando en ellos alguna idea, extendida como un puente frágil sobre el agujero negro, un trabajo de concentración semejante al que requiere memorizar y decir con la entonaciónexacta las frases enteramente ajenas de un personaje, por burdo que sea, que realiza gestos calculados en un escenario.

Cualquier cosa era preferible a la disgregación que, sin que yo lo supiese, venía tal vez desde la infancia, desde el nacimiento probablemente, y que, acelerándose de a poco, se había ido volviendo en los últimos tiempos cada vez más vertiginosa, hasta depositarme en el último peldaño de la escala humana, tan abajo que podía sentir el agua negra, helada y viscosa empapándome las botamangas del pantalón -todavía siento los cuajarones resecos- y que un tinclazo nomás hubiese bastado para mandarme sin ninguna posibilidad de regreso al fondo.

Concentrándome en la hoja blanca, el torbellino se atenúa: la explosión silenciosa y centrífuga se vuelve más lenta, y los pedazos que quedan flotando a la deriva, arrastrados por el reflujo que provoca el agujero negro atrayéndolos hacia el vacío sin límites, resisten en el borde, y algo semejante a lo que era "yo" en otros tiempos, pero mucho más endeble, remoto, y un poco extraño, los recoge uno a uno como a los fragmentos de una carta hecha mil pedazos, tratando de reconstituirla, sin lograrlo del todo, recorriendo el mensaje maltrecho con una lucecita frágil que no alcanza para descifrarlo. La medida, el verso, la rima, la estrofa, la idea pescada en alguna parte de la negrura y que hace surgir, ondular, plegarse el vocabulario, acumulado misteriosamente en los pliegues orgánicos, se vuelven rastro en la página, forma autónoma en lo exterior, floración cristalina que centellea y, que, por haber puesto un freno a la dispersión, a causa del prestigio heroico de toda medida, ya imborrable, me apacigua.

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