Michel Tournier - Gaspar, Melchor y Baltasar
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- Название:Gaspar, Melchor y Baltasar
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Los Narcisos, que desde el saqueo del Balthazareum se morían de tedio, prorrumpieron en gritos de júbilo, y reunieron los caballos y las provisiones que se necesitaban para una lejana expedición al Occidente. Por mi parte, como se había reavivado el recuerdo de Maalek y de sus mariposas, ya no me separaba del bloque de mirra que él me confió. Yo veía confusamente en esa masa olorosa y translúcida la clave de una solución para la dolorosa contradicción que me desgarraba. La mirra, según el uso de los antiguos embalsamadores egipcios, era la carne corruptible prometida a la eternidad. Siguiendo un camino desconocido, en una edad en la que se suele pensar en el retiro y en el repliegue hacia los propios recuerdos, yo no buscaba como otros un camino nuevo hacia el mar, las fuentes del Nilo o las Columnas de Hércules, sino una mediación entre la máscara de oro impersonal e intemporal de los dioses griegos y… el rostro de una gravedad pueril de mi pequeña Miranda.
Desde Níppur a Hebrón hay unas cien jornadas, con el rodeo por el sur necesario si se quiere cruzar el mar Muerto en barco. Cada noche veíamos la mariposa de fuego agitarse por el oeste, y con el día sentía que las fuerzas de mi juventud volvían a mi cuerpo y a mi alma. Nuestro viaje no era más que una fiesta que se hacía más radiante de etapa en etapa. Sólo nos faltaban dos días para alcanzar Hebrón cuando unos jinetes destacados en avanzada me comunicaron que una caravana camellera conducida por negros venía de Egipto -y probablemente de la Nubia-, como si fuera a nuestro encuentro, aunque sus intenciones parecían pacíficas. Habíamos plantado nuestro campamento a las puertas de Hebrón desde hacía veinticuatro horas cuando el enviado del rey de Meroe se presentó ante los guardianes de mi tienda.
Melchor, príncipe de Palmirena
Soy rey, pero soy pobre. Tal vez la leyenda haga de mí el Mago que va a adorar al Salvador y le ofrece oro. Sería una sabrosa y amarga ironía, aunque en cierto modo conforme a la verdad. Los demás tienen un séquito, criados, monturas, tiendas, vajillas. Es lo justo. Un rey no viaja sin un cortejo digno de su persona. Yo estoy solo, con la única excepción de un anciano que no se aparta de mí. Mi antiguo preceptor me acompaña después de haberme salvado la vida, pero a su edad necesita de mi ayuda más que yo de sus servicios. Hemos venido a pie desde la Palmirena, como vagabundos, sin más equipaje que un hatillo que se balancea sobre nuestros hombros. Hemos atravesado ríos y bosques, desiertos y estepas. Para entrar en Damasco llevábamos el gorro y la alforja de los buhoneros. Para hacer nuestra entrada en Jerusalén llevábamos el casquete y el bastón de los peregrinos. Porque teníamos tanto temor de nuestros compatriotas que habían salido a perseguirnos como de los sedentarios de las regiones que cruzábamos, hostiles a los viajeros que no tenían una actividad bien reconocible.
Veníamos de Palmira, que en hebreo llaman Tadmor, la ciudad de las palmeras, la ciudad rosada, construida por Salomón después de su conquista de Hama-Zoba. Es mi ciudad natal. Es mi ciudad. De ella sólo me llevé un único objeto, pero que era para mí el testimonio de mi rango y un recuerdo de familia: una moneda de oro con la efigie de mi padre, el rey Teodeno, cosida en el dobladillo de mi túnica. Porque soy el príncipe heredero de Palmirena, soberano legítimo desde la muerte del rey, que sucedió en circunstancias no poco oscuras.
Durante mucho tiempo el rey no tuvo hijos, y su hermano menor, Atmar, príncipe de Hama, junto al Orontes, que tenía una infinidad de mujeres y de hijos, se consideraba como su presunto heredero, Al menos eso fue lo que deduje de la violenta hostilidad que me manifestó siempre. Porque mi nacimiento había sido un duro golpe para su ambición. Lo cierto es que nunca se resignó a aquella jugarreta del destino. En el curso de una de sus expediciones por la orilla oriental del Eufrates, mi padre había conocido y amado a una simple beduina. Al enterarse de que iba a ser madre, la noticia le llenó de sorpresa y de alegría. Inmediatamente repudió a la reina Euforbia, y puso en el trono a la recién llegada, que supo llevar con una innata dignidad ese brusco paso de la tienda de los nómadas al palacio de Palmira. Luego he sabido que mi tío emitió acerca de mi origen dudas tan injuriosas para mi padre como para mi madre. Así se produjo una ruptura entre los dos hermanos. No obstante, Atmar no consiguió atraerse a la reina Euforbia, a la que invitó a instalarse en Hama, donde decía que iba a poner a su disposición un palacio. Sin duda esperaba encontrar en ella una aliada natural, y recoger de su boca confidencias que pudiese utilizar contra su hermano. La antigua soberana se retiró con una irreprochable dignidad, y cerró decididamente su puerta a los intrigantes. Porque el ir y venir de espías, conspiradores o simplemente oportunistas, no cesó nunca entre Hama y Palmira. Mi padre lo sabía. Después de un accidente de caza bastante sospechoso que estuvo a punto de costarme la vida a los catorce años, se limitó a hacer que me vigilaran estrechamente. Se preocupaba mucho menos por su propia vida. Y evidentemente se equivocaba. Pero nunca sabremos si el vino de Riblah, una copa del cual, medio llena, cayó de su mano cuando se desplomó como herido en pleno corazón, tuvo que ver con su súbita muerte. Cuando llegué al lugar, el líquido derramado ya no podía recogerse, y lo más extraño era que la jarra de la que procedía estaba vacía. Pero los cortesanos que yo había creído leales a la Corona, o bien apartados de los asuntos de gobierno e indiferentes a los honores, se quitaron la máscara y se manifestaron como ardientes partidarios del príncipe Atmar, es decir, opuestos a que yo accediera al trono.
Di las órdenes necesarias para las honras fúnebres de mi padre. El dolor y las disposiciones que había tenido que tomar me tenían agotado. Al día siguiente debían presentarme, con la pompa más solemne, a los veinte miembros del Consejo de la Corona, para que me confirmaran de manera oficial en mi próximo acceso a la sucesión de mi padre. Estaba yo descansando cuando, con las primeras luces del alba, Baktiar, mi antiguo preceptor, que siempre había sido para mí un segundo padre, se hizo llevar a mi presencia, y me advirtió que tenía que levantarme y huir sin tardanza. Lo que me contó desafiaba la más negra de las imaginaciones. La reina, mi madre, estaba presa. Querían a toda costa que firmase unas confesiones mentirosas, según las cuales yo era el fruto de otros amores que se suponía había tenido con un nómada de su tribu. Los conjurados amenazaban con darme muerte si se negaba a confirmar tales infamias. Sin duda, el Consejo, del cual dos tercios de sus miembros estaban comprados, iba a destronarme para dar la Corona a mi tío. Sólo huyendo podía salvar a la reina de aquel dilema que le imponían. Entonces los conjurados tendrían que dejarla en libertad, y yo estaría a salvo, aunque reducido a la mayor de las pobrezas, y careciendo hasta del derecho a usar mi nombre.
Huimos, pues, por los pasadizos subterráneos del palacio que lo comunican con la necrópolis. Pude así, debido a las circunstancias, saludar de pasada a mis antepasados, y recogerme ante la tumba preparada para mi padre, según las órdenes que yo mismo había dado unas horas atrás. Para engañar a los que nos perseguían tomamos la dirección que en apariencia era la menos lógica. En vez de huir hacia el este, en dirección a Asiria, donde hubiéramos podido refugiarnos -pero no teníamos ninguna posibilidad de llegar al Eufrates antes de que nos alcanzaran-, nos dirigimos hacia poniente, en dirección a Hama, la ciudad de mi peor enemigo. Dos días después, tendido entre el argayo de una peñas, vi pasar el cortejo de mi tío Atmar, que se dirigía a Palmira. Comprendí que se había puesto en camino aun antes de conocer la decisión del Consejo, hasta tal punto tenía la anticipada certeza de cuál iba a ser. Tanta prisa me permitió medir la magnitud de la traición de la que yo era víctima.
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