Alain Robbe-Grillet - La Casa De Citas
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El ruido producido por millares de insectos invisibles, que seguramente son cigarras o una especie parecida de canto nocturno, es ensordecedor. Es un ruido estridente, uniforme, perfectamente regular y continuo, que procede de todos los lados a la vez y cuya presencia es tan violenta que parece localizarse en el oído mismo del paseante. Este, sin embargo, puede a menudo no advertirlo, debido a la total ausencia de interrupción y de cambio de intensidad o altura. Y de pronto, sobre este fondo sonoro, se destacan unas palabras: «¡Nunca!… ¡Nunca!… ¡Nunca!» El tono es patético, y hasta un poco teatral. La voz, aunque grave, es ciertamente la de una mujer, que debe de estar muy cerca, seguramente detrás mismo de la alta masa de ravenalas que bordea la avenida por la derecha. Afortunadamente la tierra blanda no hace el menor ruido bajo las pisadas de quien se aventura por allí. Pero, entre los delgados troncos coronados por su ramo de hojas en forma de abanico, sólo se distinguen otros troncos, cada vez más juntos, formando un bosque infranqueable que probablemente tiene una gran profundidad.
Al volverme, descubrí de pronto la escena: dos personajes inmovilizados en actitudes dramáticas, como bajo el influjo de una intensa emoción. Antes quedaban ocultos por un matorral bastante bajo, y fue al avanzar hasta el macizo de ravenalas y subir luego la pendiente de tierra desnuda cuando alcancé la posición desde la que era fácil divisarlos, en medio de un halo de luz azul procedente de la casa, repentinamente más cercana de lo que dejaba suponer el camino recorrido, y en un espacio bruscamente despejado justo en aquel lugar. La mujer lleva un vestido largo, de falda muy ancha, con los hombros y la espalda desnudos; está de pie, con el cuerpo bastante rígido, pero con la cabeza vuelta y los brazos esbozando un movimiento ambiguo de adiós, o de desdén o de expectación: la mano izquierda apenas separada del cuerpo, a la altura de la cadera, y la derecha levantada hasta el nivel de los ojos, con el codo medio doblado, y los dedos extendidos, abiertos, como si se apoyara en una pared de cristal. A unos tres metros, en la dirección aproximada que parece condenar -o temer- la mano, se halla un hombre con spencer blanco que parece a punto de desplomarse, como si acabara de recibir un disparo, y la mujer hubiera soltado el arma en el acto y permaneciera así, con la mano derecha abierta, anonadada por su propia acción, sin atreverse siquiera a mirar al hombre, que tan sólo se ha doblado sobre las piernas, con la espalda algo encorvada, una mano crispada en el pecho y la otra extendida a un lado, hacia atrás, como buscando algo en que apoyarse.
Después, muy despacio, sin enderezar el cuerpo ni las rodillas dobladas, mueve esta mano hacia adelante, se la lleva a los ojos (realizando así una imagen perfecta de la expresión «velarse la faz») y se queda entonces tan inmóvil como su compañera. Sigue petrificado en la misma postura cuando ésta, con paso lento y regular de sonámbula, emprende el camino hacia la casa de reflejos azulados, y se aleja, manteniendo los brazos levantados en la misma posición y rechazando con la mano izquierda la invisible pared de cristal.
Un poco más lejos, en la misma avenida, hay un hombre solo sentado en un banco de mármol. Vestido de color oscuro y colocado bajo una planta carnosa, con hojas en forma de mano que avanza por encima de él, tiene ambos brazos separados a cada lado del cuerpo, las palmas de las manos apoyadas en la piedra y los dedos curvados en su borde redondeado; el busto está doblado hacia adelante, la cabeza en una contemplación fija -o ciega- de la arena pálida ante sus zapatos de charol. Más lejos aún, una muchacha muy joven -vestida únicamente con una especie de camisa de manga corta hecha jirones que deja asomar en varios puntos la carne desnuda, en los muslos, el vientre, el torso de pechos nacientes, los hombros- está atada al tronco de un árbol, con las manos atrás, la boca abierta de terror y los ojos agrandados por lo que ve ante sí: un tigre de grandes dimensiones, detenido apenas a unos metros, que la contempla un instante antes de devorarla. Es un grupo escultórico, de tamaño natural, tallado en madera a comienzos de siglo, que representa una escena de caza en la India. El nombre del artista -un nombre inglés- se halla grabado en la madera, en la base del falso tronco de árbol, junto al título de la estatua: «El cebo.» Pero el tercer elemento del grupo, el cazador, en vez de estar encaramado en algún elefante o en lo alto de alguna atalaya, permanece tan sólo un poco al margen, de pie entre las altas hierbas, con la mano derecha crispada en el manillar de una bicicleta. Viste traje de algodón blanco y casco colonial. No se apresta a disparar; el cañón del rifle, que lleva aún en bandolera, le asoma por detrás del hombro izquierdo. Por lo demás, no es al tigre a quien mira sino al cebo.
Naturalmente la noche está demasiado oscura, en esa parte del jardín, para que se puedan distinguir con precisión la mayoría de estos detalles, visibles únicamente en pleno día: la bicicleta, por ejemplo, lo mismo que el nombre de la estatua y el del escultor (algo así como Johnson o Jonstone). El tigre, por el contrario, y sobre todo la muchacha atada al árbol, que se hallan muy cerca de la avenida, resaltan con bastante nitidez sobre el fondo más oscuro de la vegetación. De día, en esa parte, se pueden admirar otras esculturas, todas más o menos horribles o fantásticas, como las que adornan los templos de Tailandia o el Tiger Balm Garden de Hong Kong.
«Si no ha visto eso, no ha visto nada», dice hablando de este último el hombre gordo mientras deja su copa de champán, vacía, en el mantel blanco arrugado junto a una flor de hibiscus marchita, uno de cuyos pétalos queda cogido bajo el disco de cristal que forma la base de la copa. Es en este momento cuando se abre bruscamente la pesada puerta, empujada con violencia desde fuera, para dar paso a los tres policías británicos de uniforme: short y camisa caqui de manga corta, calcetines blancos y zapatos bajos. El último que entra cierra la puerta y se queda montando guardia junto a ella, con las piernas ligeramente separadas y la mano derecha apoyada en la funda de cuero del revólver, en la cadera. Otro cruza la estancia con paso decidido hacia la puerta del fondo, mientras el tercero -que no parece armado, pero lleva galones de alférez en las hombreras- se dirige hacia la señora de la casa como si supiera exactamente dónde está, aunque en este momento permanece oculta a sus miradas, sentada en un sofá amarillo en uno de los entrantes con columnas que corresponden a los miradores de estilo chino de la fachada oeste. Precisamente está diciendo: «¿Nunca?… ¿Nunca?… ¿Nunca?…», en tono risueño, más evasivo que firme (pero quizá insinuante), a una joven rubia que está de pie junto a ella. Al pronunciar estas palabras, Lady Ava se ha vuelto hacia la ventana de gruesas cortinas corridas. La joven lleva un vestido de noche de muselina blanca de larga falda muy ahuecada y cuerpo muy escotado, que deja al descubierto los hombros y el inicio de los pechos. Mantiene los ojos inclinados hacia el terciopelo amarillo del sofá: parece reflexionar; al final dice: «Bien… Lo intentaré.» Lady Ava vuelve entonces la mirada al rostro rubio, de nuevo con la misma sonrisa un poco irónica. «Mañana, por ejemplo…», dice. «O pasado mañana…», dice la joven, sin alzar los ojos. «Mejor mañana», dice Lady Ava.
Seguramente esta escena tuvo lugar otra noche; o, si ha sido hoy, se sitúa en cualquier caso algo más pronto, antes de marcharse Johnson. En efecto, Lady A va señala con la mirada su alta silueta oscura, cuando añade: «Ahora vuelva a bailar con él.» La joven con tez sonrosada de muñeca se vuelve también entonces, pero como a disgusto, o con una especie de temor, hacia el personaje de smoking negro, que, un poco apartado, de perfil, sigue mirando las cortinas corridas, como si esperara -pero sin darle demasiada importancia- que surgiera de pronto alguien en la invisible ventana.
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