Alain Robbe-Grillet - La Casa De Citas

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Pero Johnson sólo va a preguntarle al portero si han dejado algo para él durante la noche. No, el portero no tiene nada que entregarle (para estar más seguro, mira el casillero de la correspondencia); sólo ha recibido, hace poco, una llamada telefónica de Hong Kong, preguntando si se alojaba en el hotel un tal Ralph Johnson y desde cuándo. Sin duda, era otra vez el teniente, que, por lo visto, hacía sus investigaciones con poca discreción, a menos que un modo tan aparatoso de seguirle los pasos fuera intencionado y pretendiera impresionarlo. En todo caso, ello no le impide salir sin vacilación del gran vestíbulo por la otra puerta giratoria, que se abre en la parte posterior del edificio, frente a un jardín plantado de ravenalas: basta cruzarlo para llegar a la calle. Hay allí una parada de taxis y, como de costumbre, hay un taxi libre, de modelo muy antiguo, que espera. Johnson sube en él (tras asegurarse de que nadie, en las inmediaciones, espía su huida) y da las señas de Edouard Manneret, el único personaje que, a este lado de la bahía, puede ayudarlo en la apremiante necesidad en que se halla. El taxi arranca enseguida. En el exiguo recinto el calor es asfixiante; Johnson se pregunta por qué están subidos hasta arriba todos los cristales y quiere bajar el que se halla a su lado. Pero el cristal se resiste. Johnson se empeña en bajarlo, presa repentinamente de una espantosa sospecha, causada por el parecido de este viejo vehículo con el que acaba de… La manivela se le queda en la mano y la ventanilla sigue herméticamente cerrada. El taxista, que oye ruido a su espalda, se vuelve hacia el cristal que lo separa del cliente, y éste apenas tiene tiempo de adoptar un aire adormilado, a fin de disimular su agitación. ¿No es esta la cara de ojillos oblicuos que ha entrevisto al volante del primer taxi, en el desembarcadero del transbordador? Pero todos los chinos tienen la misma cara. De todos modos es demasiado tarde para cambiar de dirección; las señas de Manneret están ya dadas y grabadas en la cabeza del taxista. Si su misión consiste en… Pero ¿por qué el espía que lo vigilaba tras el cristal subido, en la puerta del hotel, se ha bajado después? ¿Dónde habrá ido? ¿Y cómo puede un policía descargarse de su servicio en un simple taxista encontrado al azar? A no ser, naturalmente, que se trate de un falso taxista, avisado también por teléfono desde la isla de Hong Kong y venido expresamente a la salida del transbordador para recoger al compañero y recibir sus consignas. Y, en este momento, el compañero está registrando de arriba abajo la habitación de Johnson en el hotel Victoria.

Detrás de los troncos gigantes de las higueras, una joven de traje muy ceñido anda con paso rápido y tranquilo junto a las tiendas elegantes con los escaparates a oscuras; un gran perro negro la precede, exactamente como a la de antes, que, sin embargo, no se dirigía hacia esta parte y difícilmente podía haber recorrido entretanto todo este trayecto. Pero Sir Ralph tiene preocupaciones más urgentes que le impiden interesarse por este problema, Si el espía del teniente se ha apeado realmente del coche en el hotel Victoria, aunque con un poco de retraso (buscaba dinero o esperaba que Johnson le dejara el campo libre), este taxi puede muy bien ser un verdadero taxi. ¿Qué motivo tenía entonces el taxista para apostarse en la parte trasera del hotel, como para controlar todas sus salidas? A todo esto, el vehículo ha llegado a la dirección indicada. El taxista ha abierto el cristal de separación para decirle al cliente el precio de la carrera; aprovecha la ocasión para coger la manivela de la ventanilla que este último ha conservado por distracción en la mano, y, con la destreza que confiere la costumbre, la coloca de nuevo en su eje, pronta a jugarle la misma pasada a un nuevo pasajero. Tras lo cual, exclama en cantonés: «¡Material americano!», y suelta una ruidosa carcajada. Johnson, mientras le tiende un billete de diez dólares (dólares de Hong Kong, naturalmente), aprovecha esta broma para iniciar una conversación, con objeto de aclarar en lo posible el misterio del primer espía. Dice, en cantonés: «¡No son mejores los coches ingleses!»

El otro le hace un guiño, con expresión maliciosa, llena de sobreentendidos, contestando: «¡Por supuesto! ¿Y los chinos?» Será, pues, más bien uno de los muchos propagandistas que han venido como refugiados de la China comunista y que, desde hace poco tiempo, han invadido la colonia y ocupan por completo algunas profesiones: taxistas y porteros de hotel en particular, Pero Johnson, que sigue con su idea, le espeta entonces su pregunta,

– ¿Usted no es el que estaba aparcado a la llegada del transbordador y se me ha escapado por unos segundos?

– ¡Claro que sí! -dice el hombre,

– ¿Y ha llevado a otra persona al hotel Victoria?

– ¡Exacto!

– ¿Una persona que se ha bajado allí?

– Si no iba a bajarse, no me habría pedido que lo llevara, digo yo,

– Bueno. Pero ¿por qué, al quedar vacío, ha dado la vuelta al edificio hasta el jardín que hay detrás, en vez de quedarse en la parada que está delante del hotel?

El chino vuelve a guiñar el ojo con malicia, de un modo exagerado, algo inquietante: «¡Olfato! -dice-, ¡Olfato policiaco!» Y suelta su sonora carcajada.

El americano baja del taxi y se aleja, vagamente aturdido. No se atreve a subir directamente a casa de Manneret -cuyo número ha dado sin ambigüedad- porque el taxi tarda en arrancar y sigue aparcado junto a la acera, Se aventura a mirar hacia ese lado, para averiguar qué espera el taxista, cuando ve que se entreabre la puerta delantera y el hombrecillo saca la cabeza y un brazo para indicarle con un gesto el portal correcto, con amabilidad, temiendo sin duda que se extravíe en esa avenida mal alumbrada en la que no son muy visibles todos los números de las casas. Johnson renuncia entonces a dar la vuelta a la manzana, como había pensado, y llama a la puerta cochera, que se abre sola. Dentro del portal encuentra sin dificultad el interruptor de la escalera, en la que el frescor del aire acondicionado le da nuevas fuerzas.

Edouard Manneret está, naturalmente, en casa y tarda poco en abrir personalmente la puerta. Ya no hay criados a esas horas; él suele pasarse la noche en vela. Pero esta noche ha tomado visiblemente una dosis más fuerte que de costumbre y su estado de semiconsciencia no permite augurar nada bueno. Lleva un pijama de andar por casa más bien desaliñado; hace varios días que no se ha afeitado, de modo que su perilla y su bigote puntiagudo, en lugar de resaltar con nitidez sobre unas mejillas lampiñas, se pierden entre la grisura de pelos que crecen desordenadamente. Tiene los ojos brillantes, pero con ese brillo anormal que da la droga. Empieza no reconociendo a Johnson, a quien toma al principio por su propio hijo, y lo felicita por su buen aspecto y su atuendo elegante; con gesto paternal, le da unos golpecitos en la manga del smoking y le arregla la corbata de pajarita. Johnson, cuya última esperanza reside en este anciano, lo deja hacer, decidido a tratarlo con miramientos. No obstante, se presenta con voz suave y firme:

– Soy Ralph Johnson.

– ¡Claro! -dice Manneret sonriendo, con el tono de quien se presta al juego de un niño-. Y yo soy el rey Boris.

Se acomoda en un balancín lleno de cojines, mientras señala con mano vaga un asiento a su visitante.

– Anda, siéntate -dice.

Pero el visitante prefiere quedarse de pie, acuciado por el deseo de hacerse oír; le apunta al pecho con el dedo índice y repite, separando las sílabas:

– Johnson. Soy yo. Ralph Johnson.

– ¡Sí, hombre, sí! Discúlpeme -exclama el otro con voz mundana-. Un nombre… ¿Qué significa un nombre? ¿Y cómo está la señora Johnson?

– No existe ninguna señora Johnson -dice el americano, que pierde un poco la paciencia-. ¡Si sabe muy bien quién soy yo!

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