Terminó por ser un día enloquecido, aunque empezó de un modo bastante sensato en la iglesia de Santa María de Guadalupe, luego di un paseo por el mercado indio y me senté en los bancos del parque entre los alegres e infantiles mexicanos, pero después vinieron los bares y unas cuantas copas de más y grité en español a los bigotudos peones mexicanos:
– ¡Todas las granas de arena del desierto de Chihuahua son vacuidad!
Y finalmente me uní a un grupo de siniestros apaches mexicanos muy raros que me llevaron a su churretosa chabola de piedra y me pasaban yerba a la luz de unas velas e invitaron a sus amigos y todo era un montón de cabezas difuminadas por la luz de las velas y el humo. De hecho me desagradó el sitio y recordé mi perfecta quebrada de arena blanca y el sitio donde dormiría aquella noche y me despedí. Pero no querían que me fuera. Uno de ellos me robó unas cuantas cosas de mi bolsa de la compra, pero no me importó. Uno de los chicos mexicanos era marica y se había enamorado de mí y quería acompañarme a California. En Juárez ya era de noche; todos los clubs nocturnos resonaban. Fuimos a tomar una cerveza a uno donde sólo había soldados negros despatarrados con chicas en sus rodillas, un bar demencial, con rock and roll en la máquina de discos, algo así como un paraíso. El chico mexicano quería que saliéramos a la calle y chistara a los chavales norteamericanos y les dijera que sabía dónde había chicas.
– Y entonces, yo me los llevo a mi habitación, chisss, ¡y nada de chicas! -dijo el mexicano.
No pude deshacerme de él hasta la frontera. Nos dijimos adiós. Pero aquélla era la ciudad del mal y yo tenía a mi santo desierto esperándome.
Crucé la frontera caminando ansiosamente y atravesé El Paso y fui a la estación de ferrocarril, recogí la mochila, lancé un gran suspiro, y anduve sin pausa aquellos cinco kilómetros hasta el arroyo, que era bastante fácil de reconocer a la luz de la luna, y subí, mis pies haciendo aquel solitario zuap zuap de las botas de Japhy, y me di cuenta que sin duda había aprendido de Japhy el modo de expulsar a los demonios del mundo y la ciudad y de encontrar mi alma auténtica y pura, siempre que tuviera una mochila decente a la espalda. Volví a mi campamento y extendí el saco de dormir y di las gracias al Señor por todo lo que me estaba dando. En aquel momento, el recuerdo de toda aquella larga y siniestra tarde fumando marihuana con mexicanos de sombrero ladeado en un sórdido cuarto a la luz de unas velas era como un sueño, un mal sueño, igual que uno de mis sueños sobre la paja en el Arroyo del Buda, Carolina del Norte. Medité y recé. No existe en el mundo ningún lugar donde se pueda dormir tan bien como de noche en el desierto, en invierno, provisto de un buen saco de dormir caliente de pluma de pato. El silencio es tan intenso que uno puede oír rugir a su propia sangre en los oídos, aunque más fuerte que eso, y con mucho, es el misterioso ruido que yo siempre identifico con el ruido del diamante de la sabiduría, el misterioso sonido del propio silencio que es un gran Chsssssss que recuerda algo que parece haberse olvidado a causa de la tensión, algo que remite a los días del nacimiento. Me gustaría poder explicárselo a las personas a quienes quiero, a mi madre, a Japhy, pero no existen palabras que describan su nada y su pureza.
"¿Existe una verdad indudable y definida que se pueda enseñar a todos los seres vivos?", era la pregunta que probablemente se hacía Dipankara, el de grandes cejas nevadas, y su respuesta era el rumoroso silencio del diamante.
Por la mañana tenía que lanzarme a la carretera o nunca llegaría a la acogedora cabaña de California. Me quedaban unos ocho dólares del dinero en metálico que llevaba conmigo. Bajé hasta la autopista y empecé a hacer autostop, esperando tener suerte en seguida. Me recogió un viajante. Dijo:
– Aquí, en El Paso, tenemos trescientos sesenta días al año de un sol magnífico y mi mujer se acaba de comprar un aparato para secar la ropa.
Me llevó hasta Las Cruces, Nuevo México, y allí crucé caminando el pueblo, siguiendo la autopista, y llegué al otro extremo y vi un viejo y hermoso árbol enorme y decidí tumbarme allí a descansar.
"Dado que se trata de un sueño que ya ha terminado, he llegado ya a California; por tanto, decido descansar debajo de este árbol hasta el mediodía", cosa que hice, tumbado; hasta eché una siestecita; muy agradable todo.
Después me levanté y fui hasta el puente del tren, y justo entonces me vio un tipo y dijo:
– ¿Le gustaría ganar un par de dólares a la hora ayudándome a transportar un piano?
Necesitaba el dinero y dije que sí. Dejamos mi mochila en su depósito de mudanzas y fuimos con su camioneta hasta una casa de las afueras de Las Cruces, donde había un grupo de personas bastante agradables de clase media charlando en el porche, y el tipo y yo nos bajamos de la camioneta con la carretilla de mano y las almohadillas y sacamos el piano, también un montón de muebles, y luego lo llevamos todo a su nueva casa y lo metimos dentro y eso fue todo. Dos horas, me dio cuatro dólares y fui a un restaurante de camioneros y cené como un duque y todo estaba bien por aquella tarde y aquella noche. Justo entonces se detuvo un coche, conducido por un enorme tejano con sombrero, con una joven pareja mexicana con pinta de pobres en el asiento de atrás, la chica tenía un niño en brazos, y me ofreció llevarme hasta Los Ángeles por diez dólares.
– Le daré todo lo que tengo, que son sólo cuatro dólares -le dije.
– Bueno, maldita sea, suba de todos modos.
Hablaba y hablaba y condujo toda la noche a través de Arizona y el desierto de California y me dejó a la entrada de Los Ángeles a un tiro de piedra de la estación del tren a las nueve en punto de la mañana, y el único desastre consistió en que aquella pobre mujer mexicana tiró algo de la comida del niño encima de mi mochila que estaba en el suelo del coche y tuve que limpiarla enfadado. Pero había sido gente bastante agradable. De hecho, mientras atravesábamos Arizona les expliqué algo de budismo, en especial les hablé del karma, la reencarnación, y todos parecían encantados de oírme.
– O sea, ¿que hay posibilidad de volver a intentarlo de nuevo? -preguntó el pobre mexicanito que estaba todo vendado debido a una pelea que había tenido en Juárez la noche anterior.
– Eso es lo que dicen.
– Muy bien, maldita sea, la próxima vez que nazca espero no ser el mismo que ahora.
Y en cuanto al enorme tejano, si había alguien que necesitara otra oportunidad, ese alguien era él: sus historias duraron toda la noche y siempre eran sobre cómo había zurrado a tal o cual por esto o lo otro. Por lo que contó, había dejado fuera de combate a tipos suficientes como para formar un vengativo ejército de fantasmas afligidos que arrasara Texas. Pero me di cuenta de que más que otra cosa era un mentiroso y no creí ni la mitad de las cosas que contaba y hacia medianoche dejé de escucharle. Ahora, a las nueve de la mañana, en Los Ángeles, me dirigí caminando a la estación, desayuné donuts y café en un bar sentado en la barra, mientras charlaba con el encargado, un italiano que quería saber lo que andaba haciendo por allí con aquella mochila tan grande, luego fui a la estación y me senté en la hierba mirando cómo formaban los trenes.
Orgulloso porque en otro tiempo había sido guardafrenos, cometí el error de andar junto a las vías con la mochila a la espalda charlando con los guardagujas, informándome del próximo tren de cercanías, cuando de repente llegó un guardia enorme y muy joven y muy alto con una pistola a la cadera, balanceándose dentro de una cartuchera, como el sheriff de Cochise y Wyatt Earp de la televisión, y mirándome fríamente desde detrás de sus gafas de sol me ordenó apartarme de las vías. Volví a la carretera mientras él me seguía con la mirada con los brazos en jarras. Cabreado, seguí carretera abajo y salté de nuevo la valla de la estación y me quedé tumbado un rato en la hierba. Luego me senté, mordisqueé una hierbecita, pero siempre manteniéndome agachado y a la espera. En seguida oí unos pitidos agudos y supe que el tren estaba listo y salté por encima de unos vagones llegando al tren que me interesaba. Subí al tren, que ya se ponía en marcha, y la estación de Los Ángeles iba quedando atrás y yo permanecía tumbado allí con la hierbecilla en la boca, siempre bajo la inolvidable mirada del vigilante, que ahora tenía también los brazos en jarras, pero por un motivo diferente. De hecho, hasta se rascó la cabeza.
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