Jack Kerouac - Los Vagabundos Del Dharma

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Situada en California, esta novela expone el descubrimiento del budismo y de la vida del sufrimiento. Está escrita en la época en la que el autor se sentía un fracasado por no encontrar editor para sus libros. Presenta la forma de encarar el fracaso desde un punto de vista filosófico, así como la búsqueda del auténtico significado del Dharma por parte de jóvenes desarrapados y febriles. Expresa la comunión con la naturalesza en la cumbre de las montañas, la fraternidad y la poesía, todo ello entre orgías, marihuana y alcohol, donde Kerouac aparece como Ray Smith, aunque el auténtico protagonista de la obra sea el poeta y budista Gary Snyner, que figura bajo el nombre de Japhy Ryder. En la novela también se puede identificar facilmente a Allen Ginsberg y a Laurence Ferlinghetti, entre otros participantes en el movimiento literario llamado Renacimiento de San Francisco narrado en este libro. Esta obra elevó a Kerouac a la categoría de representante esencial del resurgir de una espiritualidad que también era un nuevo modo de relacionarse entre los seres humanos y que hoy, que se imponen las realidades virtuales y las rutas cebernéticas, supone un soplo de aire puro y un impulso hacia otros mundos igual de poco sustanciales, pero donde los sentimientos adquieren proporciones insólitas.

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Pero en la carretera empezó a llover y tras unas cuantas etapas me encontré, en plena noche de lluvia, en Georgia, donde descansé sentado encima de la mochila bajo el alero de unos viejos almacenes y bebí media botella de vino. Era una noche lluviosa, nadie me recogió. Cuando apareció el autobús Greyhound, lo paré y fui en él hasta Gainesville. En Gainesville pensé dormir junto a la vía del tren un rato, pero estaba a casi dos kilómetros, y justo cuando decidí dormir en la estación, pasó una cuadrilla de ferroviarios camino del trabajo y me vieron, así que me retiré a un sitio apartado de las vías, pero el coche de la policía andaba por allí (probablemente le habían hablado de mí los ferroviarios, o no le habían hablado), y tuve que irme; en cualquier caso había muchos mosquitos, y volví a la ciudad y me quedé esperando a que me recogiera alguien a las luces brillantes de los restaurantes del centro, y los policías sin duda me veían y sin embargo no me hicieron preguntas ni me molestaron.

Pero nadie me cogía, y como empezaba a amanecer, me fui a dormir por cuatro dólares a un hotel y me duché y descansé. Pero ¡otra vez sentí la sensación de abandono y soledad que tuve en Navidades durante mi viaje de vuelta al Este! De lo único que estaba de verdad orgulloso era de mis nuevas medias suelas y de mi mochila. Por la mañana, después de desayunar en un siniestro restaurante con ventiladores en el techo y muchas moscas, me dirigí a la ardiente carretera y conseguí que un camionero me llevara a Flowery Branch, Georgia; unos cuantos viajes más me llevaron a través de Atlanta hasta un pueblecito llamado Stonewall, donde me recogió un sureño enorme y muy gordo con sombrero de ala ancha que apestaba a whisky y todo el tiempo contaba chistes y se volvía a mirarme para ver si me reía, mientras lanzaba el coche contra los blandos terraplenes que bordeaban la carretera y dejaba grandes nubes de polvo a nuestra espalda, así que bastante antes de que llegara a su destino, le rogué que parara y le dije que quería bajarme a comer algo.

– Estupendo, muchacho, comeré algo también y luego otra vez en marcha. -Estaba borracho y conducía muy deprisa.

– Bien, tengo que ir al retrete -dije arrastrando las palabras.

La experiencia me había jodido, así que decidí mandar a la mierda el autostop. Tenía bastante dinero para coger un autobús hasta El Paso, y desde allí me dedicaría a saltar a los mercancías de la Southern Pacific que son diez veces mas seguros. Además, la idea de ir directamente hasta El Paso, Texas, bajo los claros cielos azules del seco Sudoeste y los interminables desiertos donde dormir, sin bofia, me decidió. Estaba ansioso por encontrarme lejos del Sur, lejos de aquella Georgia de esclavos.

El autobús llegó a las cuatro en punto y estábamos en Birmingham, Alabama, en plena noche, y allí esperé el próximo autobús en un banco tratando de dormir con los brazos apoyados en la mochila, pero permanecí despierto contemplando cómo pululaban los pálidos fantasmas de las estaciones de autobuses norteamericanas: de hecho, una mujer pasó a mi lado como una voluta de humo, y quedé definitivamente seguro de que no existía. En la cara se le reflejaba la fe fantasmal en lo que estaba haciendo… Y en la mía, por la misma razón, también. Después de Birmingham, en seguida se hallaba Luisiana y luego los campos petrolíferos del este de Texas, luego Dallas, luego un día entero de viaje en un autobús abarrotado de reclutas a través de la inmensa extensión de Texas hasta El Paso, adonde llegamos hacia medianoche, y por entonces yo estaba tan agotado que lo único que quería era dormir. Pero no fui a un hotel, tenía que mirar por el dinero, y me eché la mochila,a la espalda y me dirigí directamente hacia la estación de ferrocarril para extender mi saco de dormir en algún sitio cerca de las vías. Fue entonces, aquella noche, cuando comprendí el sueño que me había hecho comprar la mochila totalmente equipada.

Fue una noche maravillosa y tuve el sueño más maravilloso de mi vida. Primero fui hasta las vías y anduve por allí cautelosamente, detrás de las hileras de vagones, y al llegar al extremo oeste de la estación seguí caminando porque, de pronto, en la oscuridad, vi un desierto allí delante. Distinguía rocas, arbustos secos, montañas cercanas; todo vago a la luz de las estrellas.

"¿Por qué andar por viaductos y raíles? -pensé-. Lo único que tengo que hacer es caminar un poco y estaré fuera del alcance de los vigilantes de la estación y, por lo mismo, de los vagabundos."

Seguí caminando por la senda principal unos cuantos kilómetros y en seguida estuve a campo abierto en pleno desierto. Mis gruesas botas eran perfectas para caminar entre maleza y piedras. Era cerca de la una de la madrugada y deseaba dormir para dejar atrás el largo viaje desde Carolina. Por fin vi una montaña a la derecha y me gustó, después de haber pasado por un largo valle con muchas luces, sin duda una cárcel o penal. "No te acerques por ahí, chaval", pensé, y luego subí por el cauce seco de un arroyo; a la luz de las estrellas, la arena y las rocas eran blancas. Subí y subí.

De pronto, me sentí encantado al darme cuenta de que estaba completamente solo y a salvo y de que nadie me iba a despertar en toda la noche. ¡Una revelación asombrosa! Y además, en la mochila tenía todo lo que necesitaba; había llenado de agua fresca mi botella de plástico en la estación de autobuses antes de ponerme en marcha. Seguí subiendo por el cauce, así que cuando al fin me di la vuelta y miré hacia atrás, distinguí todo México, todo Chihuahua, el reluciente desierto de arena brillando bajo una luna que se ponía y que era enorme y brillaba justo encima de las montañas de Chihuahua. Las vías de la Southern Pacific corren paralelas al Río Grande hasta más allá de El Paso, así que desde donde estaba, en el lado norteamericano, distinguía justo hasta el río que separa los dos países. La arena del arroyo era suave y sedosa. Desplegué mi saco de dormir y me descalcé y bebí un trago de agua y encendí la pipa y me crucé de piernas y me sentí contento. Ni el menor sonido; en el desierto todavía era invierno. Muy lejos, sólo el ruido de la estación donde maniobraban con los vagones haciendo tremendos poms que despertaban a todo El Paso, pero no a mí. Mi única compañía era aquella luna de Chihuahua que se iba hundiendo más y más según la miraba, perdiendo su blanca luz y poniéndose más y más amarilla. Sin embargo, cuando me di la vuelta para dormirme, brillaba como un foco en la cara y tuve que esconderla para poder dormir. Siguiendo con mi costumbre de poner nombre a los sitios, llamé "Quebrada del apache" a éste. De hecho, dormí bien.

Por la mañana descubrí el rastro de una serpiente de cascabel en la arena, pero podría ser del verano anterior. Había bastantes pisadas de botas de cazador. El cielo era de un azul resplandeciente aquella mañana, el sol calentaba, había muchas ramas secas para encender una hoguera. Tenía latas de cerdo y judías en mi espaciosa mochila. Desayuné como un duque. El único problema era el agua, pensé, pues me la había bebido toda y el sol calentaba y tenía sed. Subí por el seco arroyo arriba para explorarlo y llegué hasta su nacimiento, una sólida pared de roca a cuyo pie la arena era todavía más blanda y suave que la de la noche anterior. Decidí acampar allí aquella noche, después de un día muy agradable en el viejo Juárez disfrutando con las iglesias y las calles y la comida mexicana. Durante un rato pensé en dejar la mochila escondida entre las piedras, pero aun siendo poco probable, podía pasar por allí un viejo vagabundo o un cazador y encontrarla, así que me la eché a la espalda y bajé por el cauce seco del arroyo hasta la senda y caminé por ella los cinco kilómetros hasta El Paso, y dejé la mochila por veinticinco centavos en la consigna de la estación del ferrocarril. Luego crucé la ciudad caminando y llegué a la frontera, pagué veinte centavos y pasé al otro lado.

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