José Saramago - El hombre duplicado
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Esta búsqueda obsesiva del doble, puede traducirse como una clara búsqueda de sí mismo, de la identidad. Una identidad que Tertuliano, el protagonista, por su forma de actuar y de pensar, duda en tenerla, a pesar de ser un respetable profesor de historia de 38 años, y aunque divorciado de su mujer, con una novia (María Paz) que a todas luces lo comprende y lo ama. Sin embargo, esta carencia de identidad no le permite tomar decisiones, y lo llevan a vivir bajo un clima de permanente incertidumbre. En cambio, su doble, de nombre Antonio Claro, como lo confirma después de una y mil indagaciones, casado con Helena y aunque protagonista de papeles secundarios en el cine, se proyecta ante los ojos de Tertuliano como un hombre seguro de sí mismo, al punto que al comienzo no manifiesta ningún interés por conocerlo a él, a pesar de la similitud calcada en la que insiste Tertuliano que hay entre los dos. Similitud que en la novela, naturalmente, raya en la fantasía, pero alcanza el grado de verosimilitud suficiente para hacer funcionar la historia en cuestión.
En esta novela de Saramago, como en tantas otras de su misma factura, se trasluce la profundidad de la tesis psicológica que se va tejiendo paralela a las acciones delirantes e imaginativas que mueven a los personajes, haciendo de la obra una alegoría que no sólo denuncia y nos muestra el problema de la identidad, sino que también ofrece soluciones interesantes, cuando plantea en medio de los juegos de máscaras propias del arte de la novela, que la falta de consistencia de la psiquis o del alma humana, es posible enrostrarla, combatirla y vencerla con el ejercicio de la voluntad. Esa fuerza interior que lleva al hombre maduro a salir de las tinieblas, y a esgrimir su espada contra la oscuridad.
Tertuliano Máximo Afonso, por falta de esta consistencia sólida que le permita tomar partido por las cosas, dejará entrar al "caballo de Troya" en su vida, sin sospechar que la consecuencia del no hacer nada por impedirlo, será la pérdida definitiva de su identidad. Tertuliano tendrá que ser en lo sucesivo Antonio Claro, y renunciar a sí mismo, desvaneciéndose definitivamente en otra personalidad, porque para todos el tal Tertuliano Máximo Afonso, profesor de historia, murió en un accidente automovilístico junto a su novia María Paz cuando regresaban a casa desde las afueras de la ciudad.
La idea de usar el arquetipo del caballo de Troya para ilustrar las consecuencias posibles por causa de la falta de seguridad a la que se expone una persona carente de identidad, me parece brillante, y más todavía la de relacionar a Casandra con el sentido común, con esa vocecilla interior que sabe siempre mejor que nadie qué corresponde para hacer frente a tal o cual situación, pero aún así dudamos de sus juicios. Tal y como le sucede al protagonista, a quien vemos naufragar por esta razón.
Impresiona la fraseología de Saramago y el tratamiento del narrador, quien habla al lector al estilo del narrador omnisciente, pero en un juego novedoso y ágil.
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Puedo hablar con Daniel Santa-Clara, preguntó Tertuliano Máximo Afonso cuando la mujer atendió, Supongo que es la misma persona que llamó el otro día, le reconozco la voz, dijo ella, Sí, soy yo, Su nombre, por favor, No creo que merezca la pena, su marido no me conoce, Tampoco usted lo conoce a él, y sabe cómo se llama, Es lógico, él es actor, por tanto una figura pública, Todos andamos por ahí, más o menos todos somos figuras públicas, lo que difiere es el número de espectadores, Mi nombre es Máximo Afonso, Un momento. El auricular fue dejado sobre la mesa, luego otra vez levantado, la voz de ambos se repetirá como un espejo se repite ante otro espejo, Soy Antonio Claro, qué desea, Me llamo Tertuliano Máximo Afonso y soy profesor de Historia en la enseñanza secundaria, A mi mujer le ha dicho que se llamaba Máximo Afonso, Se lo dije para abreviar, el nombre completo es éste, Muy bien, qué desea, Ya habrá notado que nuestras voces son iguales, Sí, Exactamente iguales, Así parece, He tenido repetidas ocasiones de confirmarlo, Cómo, He visto algunas de las películas en las que ha trabajado en los últimos años, la primera fue una comedia ya antigua que lleva por título Quien no se amaña no se apaña, la última La diosa del escenario, supongo que debo de haber visto en total unas ocho o diez, Confieso que me siento un tanto halagado, no podía suponer que el género de cine en que durante algunos años no tuve más remedio que participar pudiese interesar tanto a un profesor de Historia, he de decir, sin embargo, que los papeles que interpreto ahora son muy diferentes, Tengo una buena razón para haberlos visto y sobre ella me gustaría hablarle personalmente, Por qué personalmente, No sólo en las voces nos parecemos, Qué quiere decir, Cualquier persona que nos viese juntos sería capaz de jurar por su propia vida que somos gemelos, Gemelos, Sí, más que gemelos, iguales, Iguales, cómo, Iguales, simplemente iguales, Usted perdone, no lo conozco, ni siquiera puedo estar seguro de que su nombre sea realmente ése y que su profesión sea la de historiador, No soy historiador, soy nada más que un profesor de Historia, en cuanto al nombre, no tengo otro, en la enseñanza no usamos seudónimo, mejor o peor enseñamos a cara descubierta, Esas consideraciones no vienen al caso, dejemos la conversación en este punto, tengo que hacer, O sea, no me cree, No creo en imposibles, Tiene dos marcas en el antebrazo derecho, una al lado de la otra, longitudinalmente, Las tengo, Yo también, Eso no prueba nada, Tiene una cicatriz debajo de la rótula izquierda, Sí, Yo también, Y cómo sabe todo eso si nunca nos hemos encontrado, Para mí ha sido fácil, lo he visto en una escena de playa, no recuerdo ahora en qué película, había un primer plano, Y cómo puedo saber que tiene las mismas marcas que yo, la misma cicatriz, Saberlo depende de usted, Las imposibilidades de una coincidencia son infinitas, Las posibilidades también, es verdad que las marcas de uno y de otro pueden ser de nacimiento o aparecer después, con el tiempo, pero una cicatriz es siempre consecuencia de un accidente que ha afectado a una parte del cuerpo, los dos tuvimos ese accidente y, con toda probabilidad, en la misma ocasión, Admitiendo que exista esa semejanza absoluta, fíjese que sólo lo admito como hipótesis, no veo ninguna razón para que nos encontremos, ni comprendo por qué me ha telefoneado, Por curiosidad, nada más que por curiosidad, no todos los días se encuentran dos personas iguales, He vivido toda mi vida sin saberlo, y no me hace falta, Pero a partir de ahora lo sabe, Haré como que lo ignoro, Le va a suceder lo mismo que a mí, cuando se mire a un espejo no tendrá la certeza de si lo que está viendo es su imagen virtual o mi imagen real, Empiezo a pensar que estoy hablando con un loco, Acuérdese de la cicatriz, si yo estoy loco, lo más seguro es que lo estemos los dos, Llamaré a la policía, Dudo que este asunto pueda interesarles a las autoridades policiales, me he limitado a hacer dos llamadas telefónicas preguntando por el actor Daniel Santa-Clara, a quien no he amenazado ni insultado, ni le he perjudicado de ninguna manera, pregunto dónde está mi delito, Nos está molestando a mi mujer y a mí, así que acabemos con esto, voy a colgar, Está seguro de que no quiere encontrarse conmigo, no siente por lo menos un poco de curiosidad, No siento curiosidad ni me quiero encontrar con usted, Es su última palabra, La primera y la última, Siendo así, debo pedirle disculpas, mis intenciones no eran malas, Prométame que no volverá a llamar, Lo prometo, Tenemos derecho a nuestra tranquilidad, a la privacidad del hogar, Así es, Me agrada que esté de acuerdo, De todo esto, permítame todavía decirlo, sólo tengo una duda, Cuál, Si siendo iguales moriremos en el mismo instante, Todos los días mueren en el mismo instante personas que no son iguales ni viven en la misma ciudad, En esos casos se trata sólo de una coincidencia, de una simple y banal coincidencia, Esta conversación ha llegado a su fin, no tenemos nada más que decirnos, ahora espero que tenga la decencia de cumplir su palabra, Le he prometido que no volvería a llamar a su casa y así lo haré, Muy bien, Le pido una vez más que me disculpe, Está disculpado. Buenas noches, Buenas noches. Extraña serenidad es la de Tertuliano Máximo Afonso cuando lo natural, lo lógico, lo humano habría sido, por este orden de gestos, posar con violencia el auricular, dar un puñetazo en la mesa para desahogar su justa irritación y luego exclamar con amargura Tanto trabajo para nada. Semana tras semana delineando estrategias, desarrollando tácticas, calculando cada nuevo paso, ponderando los efectos del anterior, maniobrando con las velas para aprovechar los vientos favorables, procedieran de donde procedieran, y todo esto para llegar al final y pedir humildemente disculpas y prometiendo, como un niño sorprendido en falta en la despensa, que no lo haría más. Sin embargo, contra toda expectativa razonable, Tertuliano Máximo Afonso está satisfecho. En primer lugar, por considerar que durante todo el diálogo estuvo a la altura que la ocasión requería, no intimidándose nunca, argumentando, y ahora sí que se puede decir con propiedad, de igual a igual, e incluso, alguna que otra vez, pasando gallardamente a la ofensiva. En segundo lugar, por considerar que es simplemente impensable que las cosas se queden aquí, razón, sin la menor duda, subjetiva donde las haya, pero avalada por la experiencia de tantas y tantas acciones que, no obstante la fuerza de la curiosidad que velozmente debería ponerlas en marcha, se quedaron atrás hasta el punto de parecer, en ciertos casos, para siempre olvidadas. Incluso en la hipótesis de que el efecto inmediato de la revelación no sea tan convulsivo para Daniel Santa-Clara como lo fue para Tertuliano Máximo Afonso, es imposible que Antonio Claro un día de éstos no dé un paso, frontal o sigiloso, para comparar una cara con otra cara, una cicatriz con otra cicatriz. Realmente no sé qué voy a hacer, le dijo a la mujer después de haber completado su parte de la conversación con la parte del interlocutor, que ella no pudo oír, este tipo habla con una seguridad tal que dan ganas de saber si la historia que cuenta es realmente verdad, Si yo estuviera en tu lugar, me borraría el asunto de la cabeza, me diría cien veces al día que no puede haber en el mundo dos personas iguales, hasta convencerme y olvidar, Y no harías ninguna tentativa para comunicarte con él, Creo que no, Por qué, No lo sé, supongo que por miedo, Evidentemente, la situación no es común, pero no veo motivo para tanto, El otro día sentí como un vértigo cuando me di cuenta de que no eras tú quien estaba al teléfono, Lo comprendo, oírlo a él es oírme a mí, Lo que pensaba, no, no fue pensado, fue más bien sentido, fue algo así como una ola de pánico ahogándome, erizándome la piel, sentía que si la voz era igual, todo lo demás también lo sería, No tiene que ser necesariamente así, la coincidencia tal vez no sea total, Él dice que sí, Tendríamos que comprobarlo, Y cómo lo haremos, lo citamos aquí, tú desnudo y él desnudo para que yo, nombrada juez por los dos, pronuncie la sentencia, o no la pueda pronunciar por ser absoluta la igualdad, y si me retiro de donde estuviéramos y vuelvo al cabo no sabré quién es uno y quién es otro, y si uno de los dos sale, si se va de aquí, con quién me quedaré después, dime, me quedé contigo, me quedé con él, Nos distinguirías por las ropas, Sí, si no os las hubieseis cambiado, Tranquila, estamos sólo hablando, nada de esto sucederá, Fíjate, decidir por lo de fuera y no por lo de dentro, Cálmate, Y ahora me pregunto qué habrá querido decir con eso de que, por el hecho de ser iguales, moriréis en el mismo instante, No lo afirmó, sólo expreso una duda, una suposición, como si estuviese interrogándose a sí mismo, De todas maneras, no entiendo por qué tuvo que decirlo, si no venía a cuento, Habrá sido para impresionarme, Quién es ese hombre, qué querrá de nosotros, Sé lo mismo que tú, nada, ni de lo que es ni de lo que quiere, Dice que es profesor de Historia, Será verdad, no iba a inventárselo, por lo menos parece una persona culta, en cuanto a lo de habernos telefoneado, creo que haría lo mismo si en vez de él hubiera sido yo quien descubriese la semejanza, Y cómo nos vamos a sentir de ahora en adelante con esa especie de fantasma vagando por la casa, tendré la impresión de estar viéndolo cada vez que te mire, Todavía estamos bajo el efecto del choque, de la sorpresa, mañana todo nos parecerá simple, una curiosidad como tantas otras, no será un gato con dos cabezas ni un ternero con una pata de más, sólo un par de siameses que han nacido separados, Te acabo de hablar de miedo, de pánico, pero ahora comprendo que es otra cosa lo que estoy sintiendo, Qué, No te lo sé explicar, quizá un presentimiento, Malo o bueno, Es sólo un presentimiento, como otra puerta cerrada después de una puerta cerrada, Estás temblando, Eso parece. Helena, éste es su nombre y todavía no había sido dicho, retribuyó abstraída el abrazo del marido, después se encogió en la esquina del sofá donde se había sentado y cerró los ojos. Antonio Claro quiso distraerla, animarla con una gracieta, Si algún día llego a ser un actor de primera fila, este Tertuliano podrá servirme de doble, le mando que haga las escenas peligrosas y pesadas, y me quedo en casa, nadie se daría cuenta del cambio. Ella abrió los ojos, sonrió desmayadamente y respondió, Un profesor de Historia haciendo de doble debe ser cosa digna de verse, la diferencia es que los dobles de cine sólo vienen cuando se les llama y éste nos ha invadido la casa, No pienses más en eso, lee un libro, mira la televisión, entretente, No me apetece leer, mucho menos ver la televisión, me voy a acostar. Cuando Antonio Claro una hora más tarde se fue a la cama, Helena parecía dormir. Él fingió creerlo y apagó la luz, sabiendo de antemano que tardaría mucho tiempo en conciliar el sueño. Recordaba el inquietante diálogo mantenido con el intruso, rebuscaba intenciones ocultas en las frases oídas, hasta que las palabras, por fin tan cansadas como él, comenzaron a tornarse neutras, perdiendo sus significados, como si ya nada tuvieran que ver con el mundo mental de quien en silencio y desesperadamente seguía pronunciándolas, La infinitud de posibilidades de una coincidencia, Mueren juntos los que son iguales, había dicho, y también, La imagen virtual del que se mira al espejo, La imagen real del que desde el espejo lo mira, después la conversación con la mujer, sus presentimientos, el miedo, para sí mismo adoptó la resolución, iba avanzada la noche, de que el asunto tendría que resolverse para bien o para mal, fuese como fuese, y rápidamente, Iré a hablar con él. La decisión engañó al espíritu, engatusó las tensiones del cuerpo y el sueño, encontrando el camino abierto, avanzó mansamente y se echó a dormir. Cansada de haberse forzado a una inmovilidad contra la cual todos sus nervios protestaban, Helena finalmente se había dormido, durante dos horas consiguió reposar al lado de su marido Antonio Claro como si ningún hombre hubiese venido a interponerse entre los dos, y así probablemente seguiría hasta el amanecer si su propio sueño no la hubiese despertado de sobresalto. Abrió los ojos al cuarto inmerso en una penumbra que era casi oscuridad, oyó el lento y espaciado respirar del marido, y de pronto percibió que había una otra respiración en el interior de la casa, alguien que había entrado, que se movía fuera, tal vez en la sala, tal vez en la cocina, ahora por detrás de esta puerta que da al pasillo, en cualquier parte, aquí mismo. Temblando de miedo, Helena extendió el brazo para despertar al marido, pero, en el último instante, la razón le hizo detenerse. No hay nadie, pensó, no es posible que haya alguien ahí fuera, son imaginaciones mías, a veces sucede que los sueños salen del cerebro que los soñaba, entonces les llamamos visiones, fantasmagorías, premoniciones, advertencias, avisos del más allá, quien respira y anda por la casa, quien se acaba de sentar en mi sillón, quien está escondido detrás de la cortina de la ventana, no es aquel hombre, es la fantasía que tengo dentro de la cabeza, esta figura que avanza directa a mí, que me toca con manos iguales a las de este otro hombre que duerme a mi lado, que me mira con los mismos ojos, que con los mismos labios me besaría, que con la misma voz me diría las palabras de todos los días, y las otras, las próximas, las íntimas, las del espíritu y las de la carne, es una fantasía, nada más que una loca fantasía, una pesadilla nocturna nacida del miedo y de la angustia, mañana todas las cosas volverán a su lugar, no será necesario que cante un gallo para expulsar los malos sueños, bastará con que suene el despertador, todo el mundo sabe que ningún hombre puede ser exactamente igual a otro en un mundo en que se fabrican máquinas para despertar. La conclusión era abusiva, ofendía el buen sentido, el simple respeto por la lógica, pero a esta mujer, que toda la noche ha vagado entre las impresiones de un oscuro pensar hecho de movedizos jirones de bruma que mudaban de forma y de dirección a cada momento, le parecía nada menos que incontestable e irrefutable. Hasta a los razonamientos absurdos deberíamos agradecerles que sean ellos quienes en medio de la amarga noche nos restituyan un poco de serenidad, aunque sea tan fraudulenta como ésta es, y nos den la llave con la que finalmente franquearemos titubeantes la puerta del sueño. Helena abrió los ojos antes que el despertador sonara, lo apagó para que el marido no se despertara y, acostada de espaldas, con los ojos fijos en el techo, dejó que sus confusas ideas se fuesen poco a poco ordenando y tomasen el camino donde se reunirían en un pensar ya racional, ya coherente, libre de asombros inexplicables y de fantasías con explicación demasiado fácil. Apenas conseguía creer que entre las quimeras, las verdaderas, las mitológicas, las que vomitaban llamas y tenían la cabeza de un león, la cola de un dragón y el cuerpo de una cabra, porque ésa también podría haber sido la figura en que se mostrasen los desmadejados monstruos del insomnio, apenas podía creer que la hubiese atormentado, como una tentación impropia, por no decir indecente, la imagen de otro hombre que ella no tenía necesidad de desnudar para saber cómo sería físicamente de la cabeza a los pies, todo él, a su lado duerme uno igual. No se censuró porque aquellas ideas en realidad no le pertenecían, fueron el fruto equívoco de una imaginación que, sacudida por una emoción violenta y fuera de lo común, se salió del carril, lo que cuenta es que está lúcida y alerta en este momento, señora de sus pensamientos y de su querer, las alucinaciones de la noche, sean las de la carne, sean las del espíritu, siempre se disipan en el aire con las primeras claridades de la mañana, esas que reordenan el mundo y lo recolocan en su órbita de siempre, reescribiendo cada vez los libros de la ley. Es tiempo de levantarse, la empresa de turismo donde trabaja está en el otro extremo de la ciudad, sería estupendo, todas las mañanas lo piensa durante el trayecto, si consiguiera que la trasladasen a una de las agencias centrales, y el maldito tráfico, a esta hora punta, justifica copiosamente la designación de infernal que alguien, en un momento feliz de inspiración, le dio no se sabe cuándo ni en qué país. El marido seguirá acostado una o dos horas más, hoy no tiene rodaje que le reclame, y el actual, según parece, está llegando a su fin. Helena se deslizó de la cama con una levedad que, siendo en sí natural, se ha visto perfeccionada por los diez años que ya lleva vividos como atenta y dedicada esposa, luego se movió sin ruido por el dormitorio mientras descolgaba la bata y se la ponía, después salió al pasillo. Por aquí anduvo la visita nocturna, junto al resquicio de esta puerta respiró antes de entrar para esconderse detrás de la cortina, no, no hay que temer, no se trata de un vicioso segundo asalto de la imaginación de Helena, es ella misma ironizando con sus tentaciones, tan poca cosa, ahora que las puede contemplar bajo la rosada claridad que entra por esa ventana, la de la sala de estar donde ayer noche se sintió tan afligida como la niña del cuento abandonada en el bosque. Ahí está el sillón en que se sentó el visitante, y no lo hizo por casualidad, de todos los sitios en que hubiera podido descansar, si era eso lo que quería, eligió éste, el sillón de Helena, como para compartirlo con ella o apropiarse de él. No faltan motivos para pensar que cuanto más intentamos repeler nuestras imaginaciones, más se divertirán éstas procurando atacar los puntos de la armadura que consciente o inconscientemente hayamos dejado desguarnecidos. Un día, esta Helena, que tiene prisa y un horario profesional que cumplir, nos dirá por qué razón se sentó también ella en el sillón, por qué razón durante un largo minuto allí quedó anidada, por qué razón habiendo sido tan firme al despertar, ahora se comporta como si el sueño la hubiese tomado otra vez en sus brazos y la acunase dulcemente. Y también por qué, ya vestida y dispuesta para salir, abrió la guía telefónica y copió en un papel la dirección de Tertuliano Máximo Afonso. Entreabrió la puerta del dormitorio, el marido todavía parecía dormir, pero su sueño ya no era más que el último y difuso umbral de la vigilia, podía por tanto aproximarse a la cama, darle un beso en la frente y decir, Me voy, y después recibir en la boca el beso de él y los labios del otro, Dios mío, esta mujer debe estar loca, las cosas que hace, las cosas que se le pasan por la cabeza. Vas retrasada, preguntó Antonio Claro frotándose los ojos, Todavía tengo dos minutos, respondió ella, y se sentó en el borde de la cama, Qué vamos a hacer con este hombre, Qué quieres hacer tú, Esta noche, mientras esperaba el sueño, he pensado que tengo que hablar con él, pero ahora no sé si será lo más conveniente, O le abrimos la puerta, o se la cerramos, no veo otra solución, de una manera u otra nuestra vida ha cambiado, ya no volverá a ser la misma, En nuestra mano está decidir, Pero no está en nuestra mano, o de quien quiera que sea, obligar lo que fue a que deje de ser, la aparición de este hombre es un hecho que no podemos borrar o remover, aunque no lo dejemos entrar, aunque le cerremos la puerta, se quedará en la parte de fuera hasta que no consigamos aguantar más, Estás viendo las cosas demasiado negras, tal vez, y a fin de cuentas, todo pueda resolverse con un simple encuentro, él me prueba que es igual que yo, yo le digo sí señor, tiene razón, y, hecho esto, adiós hasta nunca más, háganos el favor de no volver a molestarnos, Él seguiría esperándonos en la parte de fuera de la puerta, No le abriríamos, Ya está dentro, dentro de tu cabeza y de mi cabeza, Acabaremos olvidándolo, Es posible, no es cierto. Helena se levantó, miró el reloj y dijo, Tengo que irme, ya estoy retrasada, dio dos pasos para salir, pero aún preguntó, Vas a llamarlo, vas a concertar una cita, Hoy no, respondió el marido incorporándose sobre el codo, ni mañana, esperaré unos días, quizá no sea mala idea apostar por la indiferencia, por el silencio, dar tiempo al asunto para que se pudra por sí mismo, Tú verás, hasta luego. La puerta de la escalera se abrió y se cerró, no nos dirán si Tertuliano Máximo Afonso estaba sentado en uno de los escalones, a la espera. Antonio Claro volvió a tumbarse en la cama, si la vida no hubiera mudado realmente, como había dicho la mujer, se volvería para el otro lado y dormiría una hora más, parece ser verdad lo que afirman los envidiosos, que los actores necesitan dormir mucho, será una consecuencia de la vida irregular que llevan, incluso saliendo tan poco por la noche como Daniel Santa-Clara. Cinco minutos después Antonio Claro estaba levantado, extraño a esta hora, aunque la justicia manda que se diga que cuando los deberes de su profesión lo determinan este actor, perezoso según todas las evidencias, es tan capaz de madrugar como la más matutina de las alondras. Miró al cielo desde la ventana del dormitorio, no era difícil pronosticar que el día sería de calor, y se fue a la cocina a prepararse el desayuno. Pensaba en lo que le había dicho la mujer, Lo tenemos dentro de la cabeza, es su habilidad, ser perentoria, no exactamente perentoria, lo que ella tiene es el don de las frases cortas, condensadas, demostrativas, emplear cuatro palabras para decir lo que otros no serían capaces de expresar ni en cuarenta, y aun así se quedarían a mitad de camino. No estaba seguro de que la mejor solución fuera la que había arbitrado, esperar cierto tiempo antes de pasar a la ofensiva, que tanto podría suceder en un encuentro personal y secreto, sin testigos que se fueran luego de la lengua, o en una seca llamada telefónica, de esas que dejan al interlocutor cortado, sin respiración y sin réplica. Sin embargo, ponía en duda la eficacia de su capacidad dialéctica para arrancar de raíz, sin dilaciones, a ese Tertuliano Máximo Afonso de mala muerte, cualquier veleidad, presente o futura, de arrojar sobre la vida de las dos personas que viven en esta casa factores de perturbación psicológica y conyugal tan perversos como ese del que implícitamente ya se ha hecho gala y los que explícitamente le dieron origen, como por ejemplo, que Helena hubiera tenido, ayer noche, el atrevimiento de declarar, Tendré la impresión de estarlo viendo a él cada vez que te vea a ti. En efecto, sólo una mujer que haya sido seriamente tocada en sus fundamentos morales podría soltar semejantes palabras a su propio marido sin reparar en el elemento adulterino que en ellas se halla presente, diáfano, es cierto, pero suficientemente revelador. En estas circunstancias a Antonio Claro le anda rondando en el cerebro, aunque él, sin duda irritado, lo negaría si se lo hiciéramos notar, un esbozo de idea que sólo por cautela no vamos a clasificar como propio de un Maquiavelo, al menos mientras no se hayan manifestado sus eventuales efectos, con toda probabilidad negativos. Tal idea, que por ahora no pasa de un mero bosquejo mental, consiste, ni mas ni menos, y por muy escandaloso que nos parezca, en examinar si será posible, con habilidad y astucia, sacar del parecido, de la semejanza, de la igualdad absoluta, en el caso de que llegue a confirmarse, alguna ventaja de orden personal, es decir, si Antonio Claro o Daniel Santa-Clara conseguirán encontrar alguna manera de ganar en un negocio que de momento en nada se presenta favorable a sus intereses. Si del propio responsable de la idea no podemos, en este momento, esperar que nos ilumine los caminos, sin duda tortuosos, por donde vagamente estará imaginando que alcanzará sus objetivos, no se cuente con nosotros, simples transcriptores de pensamientos ajenos y fieles copistas de sus acciones, para que anticipemos los pasos siguientes de una procesión que todavía está en el atrio. Lo que sí puede ser ya excluido del embrionario proyecto es el aventurado servicio de doble que Tertuliano Máximo Afonso acaso pudiera prestar al actor Daniel Santa-Clara, concordemos en que sería faltar al debido respeto intelectual el pedirle a un profesor de Historia que aceptase compartir las frivolidades casposas del séptimo arte. Bebía Antonio Claro el último trago de café cuando otra idea le atravesó las sinapsis del cerebro, que era meterse en el coche e ir a echar una ojeada a la calle y al edificio donde Tertuliano Máximo Afonso vive. Las acciones de los seres humanos, pese a no estar ya regidas por irresistibles instintos hereditarios, se repiten con tan asombrosa regularidad que creemos que es lícito, sin forzar la nota, admitir la hipótesis de una lenta pero constante formación de un nuevo tipo de instinto, supongamos que sociocultural será la palabra adecuada, el cual, inducido por variantes adquiridas de tropismos repetitivos, y siempre que responda a idénticos estímulos, haría que la idea que a uno se le ha ocurrido necesariamente se le tenga que ocurrir al otro. Primero fue Tertuliano Máximo Afonso el que vino a esta calle dramáticamente enmascarado, todo de oscuro vestido en una luminosa mañana de verano, ahora es Antonio Claro el que se dispone a ir a la calle del otro sin atender a las complicaciones que puedan surgir presentándose en aquellos sitios a cara descubierta, salvo que cuando se esté afeitando, duchando y arreglando el dedo de la inspiración venga y le toque en la frente, recordándole que guarda en un cajón cualquiera de su ropa, en una caja de puros vacía, como un emotivo recuerdo profesional, el bigote con que Daniel Santa-Clara interpretó hace cinco años el papel de recepcionista en la comedia Quien no se amaña no se apaña. Como el dictado antiguo sabiamente enseña, encontrarás lo que necesitas si guardaste lo que no servía. Donde reside el tal profesor de Historia va a saberlo sin tardar Antonio Claro por la benemérita guía telefónica, hoy un poco torcida en el anaquel donde siempre la tienen, como si hubiera sido depositada con prisas por una mano nerviosa después de haber sido consultada nerviosamente. Ya apuntó en la agenda de bolsillo la dirección, también el número de teléfono, aunque hacer uso de él no se incluya en sus intenciones de hoy, si algún día llama a casa de Tertuliano Máximo Afonso quiere poder hacerlo desde donde esté, sin tener que depender de una guía telefónica que se había olvidado de guardar y que por eso no podrá encontrarla cuando sea necesario. Ya está dispuesto para salir, tiene el bigote pegado en su lugar, no bastante seguro por haber perdido algo de adherencia con los años, en todo caso no es de recelar que se caiga en el momento justo, pasar por delante de la casa y echarle una ojeada será sólo cuestión de segundos. Cuando estaba colocándoselo, guiándose por el espejo, se acordó de que, cinco años antes, se había tenido que afeitar el bigote natural que entonces le adornaba el espacio entre la nariz y el labio superior porque al realizador de la película no le habían parecido apropiados para los objetivos previstos ni el perfil ni el diseño respectivos. Llegados a este punto, preparémonos para que un lector de los atentos, descendiente en línea recta de aquellos ingenuos pero avispadísimos muchachitos que en tiempos del cine antiguo gritaban desde la platea al protagonista de la película que el mapa de la mina estaba escondido en la cinta del sombrero del cínico y malvado enemigo caído a sus pies, preparémonos para que nos llamen al orden y nos denuncien, como una distracción imperdonable, la desigualdad de procedimientos entre el personaje Tertuliano Máximo Afonso y el personaje Antonio Claro, que, en situaciones semejantes, el primero ha tenido que entrar en un centro comercial para poder colocarse o retirarse sus postizos de barba y bigote, mientras que el segundo se dispone a salir de casa con plena tranquilidad y a plena luz del día llevando en la cara un bigote que, perteneciéndole de derecho, no es de hecho suyo. Se olvida ese lector atento lo que ya varias veces ha sido señalado en el curso de este relato, es decir, que así como Tertuliano Máximo Afonso es, a todas luces, el otro del actor Daniel Santa-Clara, así también el actor Daniel Santa-Clara, aunque por otro orden de razones, es el otro de Antonio Claro. A ninguna vecina del edificio o de la calle le parecerá extraño que esté saliendo ahora con bigote quien ayer entró sin él, como mucho dirá, si repara en la diferencia, Ya va preparado para otro rodaje. Sentado dentro del coche, con la ventanilla abierta, Antonio Claro consulta el callejero y el mapa, aprende de ellos lo que nosotros ya sabíamos, que la calle donde Tertuliano Máximo Afonso vive está en el otro extremo de la ciudad, y, habiendo correspondido amablemente a los buenos días de un vecino, se pone en marcha. Tardará casi una hora en llegar a su destino, tentando la suerte pasará tres veces ante el edificio con un intervalo de diez minutos como si anduviera buscando un lugar libre para aparcar, podría suceder que una coincidencia afortunada hiciese bajar a Tertuliano Máximo Afonso a la calle, aunque, los que gozan de informaciones sobre los deberes que el profesor de Historia tiene que cumplir saben que él, en este preciso instante, se encuentra tranquilamente sentado ante su escritorio, trabajando con aplicación en la propuesta que el director del instituto le encargó, como si del resultado de ese esfuerzo dependiese su futuro, cuando lo cierto, y esto ya podemos anticiparlo, es que el profesor Tertuliano Máximo Afonso no volverá a entrar en una clase en toda su vida, sea en el instituto al que algunas veces tuvimos que acompañarlo, sea en cualquier otro. A su tiempo se sabrá por qué. Antonio Claro vio lo que tenía que ver, una calle sin importancia, un edificio igual que tantos, nadie podría imaginar que en aquel segundo derecha, tras aquellas inocentes cortinas, esté viviendo un fenómeno de la naturaleza no menos extraordinario que las siete cabezas de la hidra de Lerna y otras similares maravillas. Que Tertuliano Máximo Afonso merezca en verdad un calificativo que lo expulsaría de la normalidad humana es cuestión que aún está por dilucidar, puesto que seguimos ignorando cuál de estos dos hombres nació el primero. Si ese tal fue Tertuliano Máximo Afonso, entonces es a Antonio Claro a quien le cabe la designación de fenómeno de la naturaleza, puesto que, habiendo surgido en segundo lugar, se presentó en este mundo para ocupar, abusivamente, tal como la hidra de Lerna, y por eso la mató Hércules, un lugar que no era el suyo. No se habría perturbado en nada el soberano equilibrio del universo si Antonio Claro hubiera nacido y fuese actor de cine en otro sistema solar cualquiera, pero aquí, en la misma ciudad, por decirlo así, para un observador que nos mirara desde la Luna, puerta con puerta, todos los desórdenes y confusiones son posibles, sobre todo los peores, sobre todo los más terribles. Y para que no se piense que, por el hecho de conocerlo desde hace más tiempo, alimentamos alguna preferencia especial por Tertuliano Máximo Afonso, nos aprestamos a recordar que, matemáticamente, sobre su cabeza se suspenden tantas inexorables probabilidades de haber sido el segundo en nacer como sobre la de Antonio Claro. Por tanto, por muy extraño que pueda resultar ante ojos y oídos sensibles la construcción sintáctica, es legítimo decir que lo que tenga que ser, ya ha sido, y lo que falta es escribirlo. Antonio Claro no volvió a pasar por la calle, cuatro esquinas adelante, disimuladamente, no se diese la casualidad de que algún buen ciudadano sorprendiera el movimiento y llamase a la policía, se quitó el bigote Daniel Santa-Clara y, como no tenía otra cosa que hacer, tomó el camino de casa, donde lo esperaba, para estudio y anotaciones, el guión de su próxima película. Volvería a salir para almorzar en un restaurante próximo, echaría una breve siesta y retomaría el trabajo hasta que llegara su mujer. No era todavía el personaje principal, pero ya tenía su nombre en los carteles que a su hora serían colocados estratégicamente en la ciudad y estaba casi seguro de que la crítica no dejaría pasar sin un comentario elogioso, aunque breve, la interpretación del papel de abogado que esta vez le había sido asignado. Su única dificultad estaba en la enorme cantidad de abogados de todas formas y hechuras que había visto en el cine y en la televisión, acusadores públicos y particulares de diferentes estilos de jerga forense, desde la lisonjera a la agresiva, defensores más o menos bien hablantes para quienes estar convencidos de la inocencia del cliente no siempre parecía ser lo más importante. Le gustaría crear un tipo nuevo de jurisconsulto, una personalidad que en cada palabra y en cada gesto fuese capaz de aturdir al juez y deslumbrar a la asistencia con la agudeza de sus réplicas, su impecable poder de raciocinio, su sobrehumana inteligencia. Era verdad que nada de esto se encontraba en el guión, pero tal vez el realizador se dejase convencer orientando en tal sentido al guionista si una palabra interesada le fuese dicha al oído por el productor. Tengo que pensar. Haberse murmurado a sí mismo que tenía que pensar transportó inmediatamente su pensamiento a otros parajes, al profesor de Historia, a su calle, a su casa, a las ventanas con cortinas, y desde ahí, en retrospectiva, a la llamada de anoche, a las conversaciones con Helena, a las decisiones que sería necesario tomar más pronto o más tarde, ahora ya no estaba tan seguro de poder sacar algún provecho de esta historia, pero, como antes dijo, tenía que pensar. La mujer llegó un poco más tarde que de costumbre, no, no había ido de compras, la culpa es del tráfico, con este tráfico nunca se sabe lo que puede suceder, de sobra lo sabía Antonio Claro que tardó una hora en llegar a la calle de Tertuliano Máximo Afonso, pero de eso no conviene que se hable hoy, estoy seguro de que ella no entendería por qué lo he hecho. Helena también se callará, también tiene la certeza de que el marido no comprendería por qué lo había hecho ella.
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