La primera tarea de Tertuliano Máximo Afonso al día siguiente fue hacer dos paquetes con las películas que tenía que devolver a la tienda. Luego juntó las restantes, las ató con una guita y las guardó en un armario del dormitorio que se cerraba con llave. Metódicamente, fue rompiendo los papeles en los que había apuntado los nombres de los actores, lo mismo hizo con los borradores de la carta olvidada en el bolsillo de la chaqueta que aún tendrá que esperar unos minutos antes de dar su primer paso en el camino que la conducirá hasta su destinatario, y luego, como si tuviese algún motivo fuerte para borrar sus impresiones digitales, limpió con un paño húmedo todos los muebles de la sala que había tocado estos días. Borró también las que María Paz dejó, pero en eso no pensaba ahora. Las huellas que quería que desaparecieran no eran las suyas ni las de ella, eran, sí, las de la presencia que lo arrancó violentamente del sueño la primera noche. No merece la pena que le observemos que semejante presencia sólo existió en su cerebro, que seguramente la fabricó una angustia generada en su espíritu por un sueño del que se había olvidado, no merece la pena sugerirle que pudo haber sido, tal vez, y nada más, la consecuencia sobrenatural de una mala digestión de la carne guisada, no merece la pena demostrarle, finalmente, con las razones de la razón, que, incluso estando dispuestos a aceptar la posibilidad de una cierta capacidad de materialización de los productos de la mente en el mundo exterior, lo que bajo ningún concepto podemos admitir es que la inaprehensible e invisible presencia de la imagen cinematográfica del recepcionista de hotel hubiese dejado, esparcidos por toda la casa, vestigios del sudor de los dedos. Por lo que hasta ahora se sabe, el ectoplasma no transpira. Terminado el trabajo, Tertuliano Máximo Afonso se vistió, tomó su cartera de profesor y los dos paquetes, y salió. En la escalera se encontró con la vecina del piso de arriba que le preguntó si necesitaba ayuda, y él dijo que no señora, muchas gracias, luego, educado, se interesó por su fin de semana, y ella respondió que así así, como siempre, y que lo había oído escribiendo a máquina, y él dijo que más pronto que tarde tendrá que decidirse a comprar un ordenador de ésos, que, al menos, son silenciosos, y ella dijo que el ruido de la máquina no le molestaba nada, al contrario, que hasta le hacía compañía. Como hoy es día de limpieza, ella le preguntó si volvería a casa antes del almuerzo y él respondió que no, que comería en el instituto y que regresaría por la tarde. Se despidieron hasta luego, y Tertuliano Máximo Afonso, consciente de que la vecina observaba misericordiosa su falta de habilidad para cargar con dos bultos y la cartera, bajó las escaleras mirando bien dónde ponía los pies para no dar un tropezón y morirse de vergüenza. El coche estaba pasando el buzón de correos. Guardó los paquetes en el portaequipajes y volvió atrás, al mismo tiempo que sacaba la carta del bolsillo. Un joven que pasaba corriendo chocó con él sin querer y la carta se le soltó de los dedos y cayó sobre la acera. El muchacho paró unos pasos adelante y le pidió disculpas, pero, por temor a una reprimenda o a un castigo, no volvió para entregársela, como era su obligación. Tertuliano Máximo Afonso hizo un gesto complaciente con la mano, el gesto de quien acepta las disculpas y perdona el resto, y se agachó para recoger la carta. Pensó que podía hacer una apuesta consigo mismo, dejarla donde estaba y entregar al destino la suerte de ambos, de la carta y de él. Pudiera suceder que la próxima persona que pasara por allí, viendo la carta perdida y con el sello puesto, como buen ciudadano, la echara al buzón, pudiera suceder que la abriese para ver lo que contenía y la tirase después de haberla leído, pudiera suceder que no reparara en ella e indiferente la pisase, que durante el resto del día anduvieran sobre ella muchas personas, cada vez más sucia y arrugada, hasta que alguien decidiese empujarla de una vez con la punta del zapato fuera de la acera, de donde se la llevaría la escoba de un barrendero. La apuesta no se llevó a cabo, la carta fue levantada y depositada en el buzón, la rueda del destino se puso finalmente en movimiento. Ahora Tertuliano Máximo Afonso irá a la tienda de los vídeos, conferirá con el empleado las películas que trae en los paquetes y, por exclusión de partes, las que se quedaron en casa, pagará lo que debe y posiblemente dirá para sus adentros que nunca más entrará allí. Al final, para su alivio, el empleado adulador no estaba, quien le atendió fue la chica nueva e inexperta, por eso las operaciones fueron tan lentas, aunque la facilidad de cálculo mental del cliente de nuevo ayudó cuando hubo que hacer las cuentas. La empleada le preguntó si quería alquilar o comprar algunos vídeos más, él respondió que no, que había acabado su trabajo, y esto lo dijo sin acordarse de que la chica todavía no estaba en la tienda cuando hizo su famoso discurso acerca de las señales ideológicas presentes en todos y cada uno de los relatos fílmicos, también, naturalmente, en las grandes obras del séptimo arte, pero sobre todo en las producciones de consumo corriente, series B o C, esas de las que en general se hace nulo caso, pero que son las más eficaces porque pillan descuidado al espectador. Le pareció que la tienda era más pequeña que cuando entró por primera vez, aún no hace una semana, realmente era increíble cómo había cambiado su vida en tan poco tiempo, en este momento se sentía flotando en una especie de limbo, en un pasillo entre el cielo y el infierno que le llevó a preguntarse, con cierto sentimiento de asombro, de dónde venía y adónde iba ahora, porque, a juzgar por las ideas que sobre el asunto corren, no puede ser lo mismo que un alma vaya del infierno al cielo que sea empujada del cielo al infierno. Ya iba conduciendo el automóvil hacia el instituto cuando estas reflexiones escatológicas fueron desplazadas por una analogía de otro tipo, sacada ésta de la historia natural, sección de entomología, que le hizo verse a sí mismo como una crisálida en estado de reposo profundo y en secreto proceso de transformación. Pese al humor sombrío que le acompañaba desde que se levantó de la cama, sonrió con la comparación al pensar que, en este caso, habiendo entrado en el capullo como gusano, saldría de él como mariposa. Yo, mariposa, murmuró, lo que me faltaba por ver. Estacionó el coche no muy lejos del instituto, consultó el reloj, todavía tendría tiempo para tomarse un café y echar un vistazo a los periódicos, si alguno estaba libre. Sabía que había descuidado la preparación de la clase, pero la experiencia de los años resolvería la falta, otras veces improvisó y nadie notó la diferencia. Lo que no haría nunca sería entrar en el aula y disparar a bocajarro contra los inocentes infantes, Hoy examen oral. Sería un acto desleal, la prepotencia de quien, porque tiene el cuchillo en la mano, hace de él el uso que le apetece y varía el grosor de las lonchas de queso según los caprichos de la ocasión y las preferencias establecidas. Cuando entró en la sala de los profesores vio que todavía quedaban periódicos disponibles en el estante, pero para llegar hasta ellos se interponía una mesa donde, ante tazas de café y vasos de agua, tres colegas charlaban. Le pareció mal pasar de largo, sobre todo teniendo en cuenta que uno era el profesor de Matemáticas, a quien, en comprensión y paciencia, tanto está debiéndole. Los otros son una profesora de Literatura ya mayor y un joven profesor de Ciencias Naturales con quien nunca ha establecido relaciones de proximidad afectiva. Dio los buenos días, preguntó si podía acompañarlos y, sin esperar respuesta, empujó una silla y se sentó. Quizá una persona no informada de los usos del lugar consideraría incorrecto un procedimiento que lindaba con la mala educación, pero los protocolos de relación en la sala de profesores estaban organizados así, de manera natural por llamarlo de alguna forma, sin estar escritos se asentaban en sólidos cimientos de consenso, puesto que, como no entraba en la cabeza de nadie responder negativamente a la pregunta, lo mejor era saltarse el coro de concordancias, unas sinceras, otras no tanto, y dar la cosa por hecha. El único punto delicado, ése, sí, capaz de generar tensión entre quien estaba y quien acaba de llegar, reside en la posibilidad de que el asunto en debate sea de naturaleza confidencial, pero eso se soluciona con el recurso táctico a otra pregunta, retórica esta por excelencia, Interrumpo, para la cual sólo hay una respuesta socialmente admisible, De ningún modo, únase a nosotros. Decirle al recién llegado, por ejemplo, aunque sea con las mejores maneras, Sí señor, interrumpe, siéntese en otro sitio, causaría tal conmoción que la red de relaciones de grupo se tambalearía gravemente y quedaría en entredicho. Tertuliano Máximo Afonso regresó con el café que había ido a buscar, se instaló y preguntó, Qué novedades hay, Te refieres a las de fuera o a las de dentro, preguntó a su vez el profesor de Matemáticas, Es temprano para saber las de dentro, me refería a las de fuera, todavía no he leído los periódicos, Las guerras que había ayer siguen hoy, dijo la profesora de Literatura, Sin olvidar la altísima probabilidad o incluso certeza de que otra está a punto de comenzar, añadió el profesor de Ciencias Naturales como si estuvieran de acuerdo, Y tú, qué tal te ha ido en el fin de semana, quiso saber el profesor de Matemáticas, Tranquilo, en paz, me he pasado casi todo el tiempo leyendo un libro del que creo haberte hablado, un libro sobre las civilizaciones mesopotámicas, el capítulo que trata de los amorreos es interesantísimo, Pues yo fui al cine con mi mujer, Ah, exclamó Tertuliano Máximo Afonso, desviando los ojos, Aquí el colega es poco cinéfilo, bromeó el de Matemáticas dirigiéndose a los otros, Nunca he afirmado redondamente que no me guste el cine, lo que digo y repito es que no forma parte de mis afectos culturales, prefiero los libros, No te sulfures, amigo, el asunto no tiene importancia, sabes bien que tenía la mejor de las intenciones cuando te recomendé aquella película, Qué significa exactamente sulfurarse, preguntó la profesora de Literatura, tanto por curiosidad como para echar agua al fuego, Sulfurarse, respondió el de Matemáticas, significa irritarse, encolerizarse o, más exactamente, enfurruñarse, Y por qué enfurruñarse es, según su opinión, más exacto que irritarse o encolerizarse, preguntó el profesor de Ciencias Naturales, No es más que una interpretación personal que tiene que ver con recuerdos de la infancia, cuando mi madre me reprendía o castigaba por cualquier tropelía, yo volvía la cara y me negaba a hablar, mantenía un silencio absoluto que podía durar muchas horas, entonces ella decía que estaba enfurruñado, O sulfurado, Exactamente, En mi casa, cuando yo tenía esa edad, dijo la profesora de Literatura, la metáfora para las rabietas infantiles era diferente, Diferente, en qué, Digamos que era asnina, Explique eso, Amarrar el burro, era lo que se decía, y no se molesten buscando la expresión en los diccionarios porque no la encontrarán, supongo que era exclusiva de la familia. Todos rieron, salvo Tertuliano Máximo Afonso que dejó aparecer una sonrisa medio contrariada para corregir, Exclusiva no creo que fuera, porque en mi casa también se usaba. Hubo nuevas risas, la paz estaba hecha. La profesora de Literatura y el profesor de Ciencias Naturales se levantaron, dijeron luego nos vemos como despedida, probablemente sus clases estarían más lejos, quizá en el piso de arriba, estos que se quedaron sentados disponen todavía de algunos minutos para lo que falta decir, De una persona que declara que ha pasado dos días entregado a la serenidad de una lectura histórica, observó el colega de Matemáticas, esperaría todo menos esa cara atormentada, Eso es impresión tuya, no tengo nada que me atormente, lo que debo de tener es cara de haber dormido poco, Podrás darme las razones que quieras, pero la verdad es que desde que viste aquella película no pareces el mismo, Qué quieres decir con eso de que no parezco el mismo, preguntó Tertuliano Máximo Afonso con un tono inesperado de alarma, Nada salvo lo que he dicho, que te noto cambiado, Soy la misma persona, No lo dudo, Es cierto que estoy algo aprensivo por culpa de unos asuntos sentimentales que últimamente se han complicado, son cosas que le pueden suceder a cualquiera, pero eso no significa que me haya convertido en otra persona, Ni yo lo he dicho, no tengo la mínima duda de que sigues llamándote Tertuliano Máximo Afonso y eres profesor de Historia en este instituto, Entonces no comprendo por qué insistes en decir que no parezco el mismo, Desde que viste la película, No hablemos de la película, ya sabes mi opinión sobre ella, De acuerdo, Soy la misma persona, Claro que sí, Deberías tener en cuenta que he estado con una depresión, O marasmo, que era el otro nombre que le dabas, Exactamente, y eso merece respeto, Respeto lo tienes todo, bien lo sabes, pero no hablábamos de respeto, Soy la misma persona, Ahora eres tú quien insiste, Es verdad, hace poco he dicho que estoy pasando un periodo de fuerte tensión psicológica, de modo que es natural que se refleje en la cara y se note en mis modos, Claro, Pero eso no quiere decir que haya mudado moral y físicamente hasta el punto de parecerme a otra persona, Me he limitado a decir que no parecías el mismo, no que te parecieras a otra persona, La diferencia no es grande, Nuestra colega de Literatura diría que es, muy al contrario, enorme, y ella de esas cosas entiende, creo que en sutilezas y matices la Literatura es casi como la Matemática, Y yo, pobre de mí, pertenezco al área de Historia, donde los matices y las sutilezas no existen, Existirían si la Historia pudiera ser, digámoslo así, el retrato de la vida, Te estoy notando raro, no es propio de ti ser tan convencionalmente retórico, Tienes toda la razón, en tal caso la Historia no sería la vida, sino uno de sus posibles retratos, parecidos, sí, pero nunca iguales. Tertuliano Máximo Afonso desvió nuevamente los ojos, luego, con un difícil esfuerzo de voluntad, volvió a fijarlos en el colega, como para averiguar lo que pudiera haber escondido tras la serenidad aparente de su rostro. El de Matemáticas le mantuvo la mirada sin que pareciera poner especial atención, después, con una sonrisa en la que había tanto de ironía amable como de franca benevolencia, dijo, Quizá un día vea otra vez la tal comedia, puede que consiga descubrir lo que te trae trastornado, supongo que ahí es donde se encuentra el origen del mal. Tertuliano Máximo Afonso se estremeció de pies a cabeza, pero, en medio de la confusión, en medio del pánico, logró dar una respuesta plausible, No te esfuerces, lo que me trae trastornado, por usar tu palabra, es una relación de la que no sé cómo salir, si alguna vez, en tu vida, te encontraste en situación semejante, sabrás lo que se siente, y ahora me voy a clase, que ya estoy retrasado, Si no te importa, y aunque en la historia del lugar haya por lo menos un antecedente peligroso te acompaño hasta la esquina del pasillo, dijo el de Matemáticas, quedando ya solemnemente prometido que no repetiré el imprudente gesto de ponerte la mano en el hombro, Así son las cosas, hoy hasta puede suceder que no me importe, Soy yo quien no quiero correr riesgos, tienes todo el aspecto de estar con las pilas cargadas al máximo. Ambos rieron, sin ninguna reserva el profesor de Matemáticas, esforzadamente Tertuliano Máximo Afonso, en cuyos oídos todavía resonaban las palabras que le hicieron entrar en pánico, la peor de las amenazas que en estos momentos alguien le puede hacer. Se separaron en la esquina del pasillo y cada uno fue a su destino. La aparición del profesor en el aula de Historia hizo perder a los alumnos una agradable ilusión que el retraso había propiciado, la de que hoy no hubiese clase. Incluso antes de sentarse Tertuliano Máximo Afonso anunció que en tres días, luego el próximo jueves, habría un nuevo y último trabajo escrito, Quedan informados de que se trata de un ejercicio decisivo para la definición final de las notas, dijo, ya que no pretendo hacer exámenes orales durante las dos semanas que faltan para acabar el año lectivo, además, el tiempo de esta clase y de las dos siguientes se dedicará exclusivamente a repasar las materias dadas, de modo que puedan presentarse con las ideas frescas el día del ejercicio. El exordio fue bien acogido por la parte imparcial de la clase, era patente, gracias a Dios, que Tertuliano no pretendía hacer más sangre que la que no se pudiera evitar. De ahí en adelante toda la atención de los alumnos estará puesta en el énfasis con que el profesor vaya tratando cada una de las materias del curso, porque, si la lógica de los pesos y medidas es realmente cosa humana y la suerte a favor uno de sus factores variables, tales mudanzas de intensidad comunicativa podrían estar preanunciando, sin que él se diera cuenta de la inconsciente revelación, la elección de los temas de que constará el ejercicio. Si es bastante conocido que ningún ser humano, incluyendo los que han alcanzado las edades que llamamos de senectud, puede subsistir sin ilusiones, esa extraña enfermedad psíquica indispensable para una vida normal, qué no diríamos entonces de estas muchachitas y de estos muchachos que después de haber perdido la ilusión de que hoy no hubiera clase ahora se empeñan en alimentar otra ilusión mucho mas problemática, la de que el ejercicio del jueves pueda ser para cada uno, y por tanto para todos, el puente dorado por donde triunfalmente transitarán al año siguiente. La clase estaba a punto de terminar cuando un bedel llamó a la puerta y entró para decirle al profesor Tertuliano Máximo Afonso que el director le rogaba que tuviera la gentileza de pasar por su despacho en cuanto terminase. La exposición que estaba realizando, sobre un tratado cualquiera, fue despachada en dos minutos, y tan por las ramas que Tertuliano Máximo Afonso consideró que debía decir, No se preocupen mucho de esto porque no va a salir en el examen. Los alumnos intercambiaron miradas de entendimiento cómplice, de las cuales fácilmente se desprendía que sus ideas sobre las valoraciones del énfasis se habían visto confirmadas en un caso en que, más que el significado de las palabras, contó el tono displicente con que fueron pronunciadas. Poquísimas veces una clase llegó al final con tal ambiente de concordia.
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