Fue entonces cuando la lengua (hecha, como se ha dicho, de vocablos violentos, incisivos, encerrados, monosilábicos, rebeldes sobre todo a efectos de tensión y de potencia alusiva) se fue delineando -al menos teóricamente- como un lenguaje (en el que todo elemento tenía la función de operar exclusivamente en la profundidad, hundiéndose en los significados secretos de las imágenes hasta alcanzar esos mismos efectos de tensión y de potencia alusiva, pero con una economía en la página infinitamente mayor). La teoría de Los vagabundos del Dharma se convirtió en experiencia en los versos de México City Blues; y obsérvese que esta evolución en lengua y lenguaje llegó a formularse teóricamente mucho después de su manifestación práctica.
De la estructura jazzística del «estilo» en el que lengua y lenguaje fueron proyectados hacia esos efectos de intensidad y de vibración que son las características más connaturales a Kerouac, fue en cambio consciente seguramente desde las primeras obras. No hay que olvidar que, durante cierto período, participó en la existencia de un grupo de jazzmen alternando la lectura de sus poemas con eventuales exhibiciones: acaso fuera entonces cuando distinguió en la estructura de la improvisación jazzística, con sus desviaciones y sus retornos con respecto a un tema central, el planteamiento general de esa prosa suya que él llamó «espontánea», creando una conspicua confusión entre los críticos, que rápidamente se lanzaron a esbozar comparaciones entre esta espontaneidad y la espontaneidad querida por los surrealistas.
En realidad, cuando Kerouac habla de «espontáneo», se refiere precisamente a las possibilidades de improvisación del jazz. Obsérvese que su «jazz» es el bop: Kerouac no es cool sino hot, y de ello se percatarán los lectores de Los subterráneos divirtiéndose con la deliciosa sátira que Kerouac hace de los cool de la Costa Oeste vistos con ojos de un hot recién llegado de Nueva York. [3]Y así como Fitzge-rald, además de ser el héroe de la lost generation, fue el cantor de la era del jazz, del mismo modo Kerouac está considerado como el cantor de la bop generation, de la que fue creador y adalid el idolatrado Charlie Bird Parker, que estableció las reglas fundamentales y fijó las leyes del gusto jazzístico que imperaron durante más de diez años. Una de las características del bop era el distanciamiento con respecto a la melodía convencional, que procede según reglas sintácticas bien preestablecidas, para probar la vía de una improvisación en sí misma, de modo que absorbiera melodías ya existentes: era esta improvisación la que fue definida por los jazzmen como «creación espontánea»; y es de aquí de donde Kerouac tomó el término, con tanta frecuencia vinculado a la terminología crítica europea.
Así como el bop descarta el planteamiento melódico para centrar el interés compositivo sobre los distintos pasajes de las improvisaciones, del mismo modo la estructura estilística de Kerouac se basa en una serie ininterrumpida de variaciones sobre el tema fundamental que hace de perno y sostén de un período. Los lectores de Faulkner no quedarán sorprendidos por este discurso, ya que están acostumbrados a seguir a lo largo de páginas y páginas (hasta veinte en algunos casos, y sin interrupción alguna) el fluir de una imagen a través de reconstrucciones y conexiones laterales, retrospectivas e hipotéticas. El procedimiento de Faulkner, rigurosamente fiel a las pautas del monólogo interior de cuño europeo, no se basa sin embargo tanto en las aberturas como en la reconstrucción o en la conexión de estados psíquicos o emocionales, a diferencia de Kerouac, a quien importan poco las conexiones y reconstrucciones. Sus períodos se basan en una imagen que rebota como un tema musical de una variación a otra y que a menudo es trabajoso encontrar en el mar de imágenes laterales que constituyen el período. Un lector no avisado puede extraviarse en esta lectura del mismo modo que, en su momento y por otras razones, podía extraviarse en la lectura de Faulkner; e igual que los profanos pueden extraviarse escuchando cierta música. Pero por pequeño que sea el esfuerzo que se haga para educar el oído a esa estructura compositiva, se conseguirá distingir las innumerables variaciones, modulaciones, desviaciones del tema fundamental y captar la afinidad entre esa estructura y la de una composición jazzística. Se percibirán entonces las pausas, entendidas en un sentido musical, de sus períodos: esas que Kerouac en su decálogo llamó «aberturas» y, para los jazzmen, «tomas de aliento entre las distintas frases»; y la intensidad del tema central sólo será subrayada por las distracciones, las suspensiones, las dilataciones creadas por los temas laterales.
Entonces todo resulta facilísimo, del mismo modo que facilísimo es para el lector avisado de Faulkner abandonarse al apremiante flujo de su monólogo interior. Se comprende no sólo lo que Kerouac entiende por ritmo, sino sobre todo lo que entiende por la «joya central del interés» de una imagen, de la que habla en el decálogo («No partáis de una idea preconcebida de lo que se dice sobre la imagen, sino de la joya central del interés en el objeto de la imagen en el momento de escribir»); y se acepta la enorme importancia otorgada por él al «momento» de escribir, concebido como instante creativo y a la vez como la única posible realidad global de un mundo poético basado en la desintegración del mundo más que en la desintegración del átomo.
Se le considere como se le considere, el problema de Kerouac conduce por tanto a una cuestión de costumbres. Su vida, como la de su generación, no acaba arruinada como la de los dadaístas, los expresionistas o los surrealistas europeos, sino que comienza arruinada: la suya y la de su generación no es tanto una negación de normas morales como una ignorancia de normas morales. No es que Kerouac sea anarquista, porque ser anarquista implica creer en un movimiento; ni que sea antimilitarista, porque para ser antimilitarista hace falta creer en la guerra o en la paz. No hay que olvidar que, mientras el mundo entero se afanaba en tomar una posición en pro o en contra de la boma atómica, Ginsberg pronunció por la radio la famosa frase: «Idos a tomar por…, vosotros y vuestra bomba atómica»; y Kerouac, sin duda, estaba de acuerdo. No existe futuro, no existe pasado en el caos de su mundo; existe sólo un extraño e instanáneo presente, inexplicable y hostil, que sólo gracias a la liberación de las dimensiones espaciales y temporales se puede llegar transitoriamente a superar. Los instrumentos para esta superación son sobre todo fisiológicos (como el orgasmo), místicos (como las visiones), pasionales (como el jazz) o artificiales (como la droga); pero sólo de esta superación puede surgir una realidad poética a la par que una realidad vital. Evidentemente, se trata de una realidad destinada a durar únicamente lo que el instante de liberación ofrecido por esos elementos: destinada, en el caso de Kerouac, a durar sólo lo que dure el «momento» de escribir.
Cuando Kerouac trata de salir de esta realidad y se esfuerza por «hacer de escritor francés» y por «pensar», sus páginas explotan ingenuamente, carentes de consistencia lógica y de energía creativa: por fortuna, amenaza con hacer eso muchas más veces de las que llega a hacerlo. No es un escritor de ideas: todas sus ideas se concentran y manifiestan en el esfuerzo de distinguir y recrear las costumbres descritas; su calidad no se halla en el pensamiento sino en la intensidad emotiva. Dependa o no de su lengua, de su lenguaje o de su estilo jazzístico, o dependa simplemente de su vigor expresivo, el hecho es que la vida y las imágenes evocadas por Kerouac son densas y vibrantes como en pocos escritores de la historia literaria americana.
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