Seguí andando, y encontré lo que estaba buscando: una ventana cubierta de hiedra y con un follaje perenne tan frondoso entre esta y el jardín que la tenue luz que escapaba por el cristal pasaba totalmente inadvertida.
Al otro lado de la ventana, sentada ante una mesa, estaba la hermana de la señorita Winter. Delante de ella se encontraba Judith, metiéndole cucharadas de sopa entre los labios secos y descarnados. De repente detuvo la mano a medio camino entre el cuenco y la boca y se volvió directamente hacia mí. No podía verme, había demasiada hiedra. Probablemente había notado el roce de mi mirada. Tras una breve pausa, volvió a su tarea, pero no antes de que yo hubiera notado algo extraño en la cuchara. Era una cuchara de plata con una A alargada en el mango que tenía la forma de un ángel estilizado.
Yo había visto antes una cuchara como esa. A. Ángel. Angelfield. Emmeline tenía una cuchara como esa y también Aurelius.
Arrimándome a la pared y con las ramas enredándose en mi pelo, salí del macizo de arbustos. El gato me observó mientras me sacudía las ramitas y hojas muertas de las mangas y los hombros.
– ¿Entramos? -propuse, y él aceptó encantado.
El señor Drake no había conseguido dar con Hester. Yo, en cambio, había encontrado a Emmeline.
En mi estudio transcribía, en el jardín deambulaba, en mi dormitorio acariciaba al gato y mantenía mis pesadillas a raya permaneciendo despierta. La noche de intensa luna en que había visto a Emmeline en el jardín me parecía ahora un sueño, pues el cielo se había encapotado de nuevo y volvíamos a estar inmersos en aquel interminable crepúsculo. Las muertes del ama y John-the-dig daban al relato de la señorita Winter un giro escalofriante. ¿Era Emmeline -la inquietante figura en el jardín- la persona que había estado jugando con la escalera? No me quedaba más remedio que esperar y dejar que la historia se fuese desvelando por sí misma. Entretanto, con el transcurso de diciembre, la sombra que rondaba en mi ventana iba ganando intensidad. Su proximidad me repelía, su lejanía me rompía el corazón, verla me provocaba esa familiar combinación de miedo y anhelo.
Llegué a la biblioteca antes que la señorita Winter -no sé si era por la mañana, por la tarde o por la noche, pues entonces todos los momentos eran iguales- y esperé frente a la ventana. Mi pálida hermana apretó sus dedos contra los míos, me atrapó en su mirada implorante, empañó el cristal con su aliento frío. Solo tenía que romper el cristal para reunirme con ella.
– ¿Qué está mirando? -preguntó la voz de la señorita Winter a mi espalda.
Me volví despacio.
– Siéntese -me ladró. Y luego añadió-: Judith, echa otro leño al fuego, ¿quieres? Y tráele a esta muchacha algo de comer.
Tomé asiento.
Judith me sirvió chocolate caliente y tostadas.
La señorita Winter prosiguió con su historia mientras yo daba pequeños sorbos al chocolate.
– Te ayudaré -dijo.
Pero ¿qué podía hacer él? No era más que un muchacho.
Me lo quité de encima. Lo envié a buscar al doctor Maudsley y en su ausencia preparé té fuerte y dulce y me bebí una tetera entera. Pensé con frialdad y rapidez. Cuando llegué al poso, el aguijón de las lágrimas ya había dado marcha atrás. Era hora de actuar.
Cuando el muchacho regresó con el médico yo ya estaba preparada. En cuanto lo oí acercarse a la casa doblé la esquina para recibirlos.
– ¡Emmeline, mi pobre niña! -exclamó el médico al tiempo que se acercaba extendiendo una mano compasiva, como si se dispusiera a abrazarme.
Di un paso atrás y él frenó en seco.
– ¿Emmeline? -En sus ojos brilló la duda. ¿Adeline? Imposible. No podía ser. El nombre murió en sus labios-. Perdona -balbució. Pero seguía sin saber.
No le ayudé a salir de su confusión. En lugar de eso, rompí a llorar.
No eran lágrimas auténticas. Mis lágrimas auténticas -y tenía muchas, créame- las tenía guardadas. En algún momento, esa noche o mañana u otro día, no sabía exactamente cuándo, estaría sola y podría llorar durante horas. Por John, por mí. Lloraría a voz en cuello, aullaría como hacía de niña, cuando solo John era capaz de calmarme acariciándome el pelo con unas manos que olían a tabaco y jardín. Serían lágrimas calientes y feas, y cuando se me terminaran -si se me terminaban- mis ojos estarían tan hinchados que tendría que mirar por dos rendijas coloradas.
Pero esas eran lágrimas privadas, no para aquel hombre. Las lágrimas que vertí para él eran falsas. Lágrimas que hacían resaltar el verde de mis ojos como hacen los brillantes con las esmeraldas. Y funcionaron. Si deslumbras a un hombre con unos ojos verdes, lo tendrás tan hipnotizado que no notará que detrás de esos ojos hay alguien espiándole.
– Me temo que no puedo hacer nada por el señor Digence -dijo el médico, levantándose después de examinar el cuerpo.
Era extraño escuchar el verdadero apellido de John.
– ¿Cómo ocurrió? -El médico contempló la balaustrada donde John había estado trabajando y luego se inclinó sobre la escalera-. ¿Falló el seguro?
Yo podía contemplar el cadáver sin apenas emocionarme.
– ¿Es posible que resbalara -me pregunté en voz alta-, que se agarrara a la escalera en el momento de caer y la arrastrara consigo?
– ¿Nadie lo vio caer?
– Nuestras habitaciones dan al otro lado de la casa y el muchacho se encontraba en el huerto.
El muchacho estaba un poco alejado de nosotros, desviando su mirada del cadáver.
– Humm. Si no recuerdo mal, el señor Digence no tenía familia.
– Siempre llevó una vida muy solitaria.
– Ya. ¿Y dónde está tu tío? ¿Por qué no ha salido a recibirme?
Ignoraba lo que John le había contado al médico sobre nuestra situación. No tenía más remedio que improvisar sobre la marcha.
Con un sollozo en la voz, le conté que mi tío se había ido.
– ¿Que se ha ido? -El médico frunció el entrecejo.
El muchacho no reaccionó. De momento mis palabras no le habían sorprendido. Se estaba mirando los pies para evitar mirar el cadáver y tuve tiempo de pensar que era un gallina antes de decir:
– Mi tío estará fuera unos días.
– ¿Cuántos días?
– ¡Oh! Veamos, ¿cuándo se fue exactamente…? -Arrugué la frente e hice ver que contaba los días. Luego, posando los ojos en el cadáver, dejé que las rodillas me flaquearan.
El médico y el muchacho corrieron a mi lado y me sostuvieron cada uno por un codo.
– Tranquila. Luego, querida, luego.
Les permití que me llevaran a la cocina.
– ¡No sé qué debo hacer! -dije cuando doblábamos la esquina.
– ¿Sobre qué?
– Sobre el entierro.
– No te preocupes por eso. Hablaré con la funeraria y el párroco se ocupará del resto.
– ¿Con qué dinero?
– Tu tío lo arreglará a su regreso. Por cierto, ¿dónde está?
– ¿Y si tarda en volver?
– ¿Lo crees probable?
– Mi tío es un hombre… imprevisible.
– Sin duda.
El muchacho abrió la puerta de la cocina y el médico me ayudó a entrar y me acercó una silla. Me dejé caer pesadamente.
– Si la situación lo requiere, el abogado realizará las gestiones pertinentes. Pero dime, ¿dónde está tu hermana? ¿Sabe lo que ha ocurrido?
– Está durmiendo -dije sin un parpadeo.
– Mejor así. Deja que duerma, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza.
– ¿Quién crees que podría cuidar de vosotras mientras estáis solas?
– ¿Cuidar de nosotras?
– No podéis quedaros solas en esta casa… No después de lo ocurrido… Vuestro tío ya fue un imprudente al dejaros solas al poco tiempo de haber perdido a vuestra ama de llaves y sin haber buscado una sustituta. Es preciso que venga alguien.
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