– Sí -respondió Lisa con voz firme.
Pasó así el resto del día, repitiendo sin descanso el aviso de alerta que le habían confiado. Sentada a su lado, Mary giraba el botón de la radio. Cada vez que Lisa difundía su mensaje por las ondas, la muchacha se sentía que se liberaba de un mal. Mary sabía que se estaba vengando de los huracanes.
Marilyn atravesó Martinica y Guadalupe al comienzo de la noche. Cuando el número 3 apareció delante de las tres «S», Lisa se negó a hacer una pausa y aceleró la difusión de sus mensajes. Mary no la dejó sola ni un instante y aceptó sustituirla cuando tuvo que abandonar su puesto durante un momento.
Mary se dio la vuelta hacia Hebert con los ojos enrojecidos a causa del cansancio.
– Es agotador. ¿No existe un sistema que envíe de forma automática estos mensajes? -preguntó a Sam.
– ¡Claro que sí! -respondió el profesor con una sonrisa.
Treinta y una horas después de la primera alerta el huracán pasó por encima de Santa Cruz y Santo Tomás. El 16 de septiembre se dirigió hacia Puerto Rico. Tras cada uno de sus movimientos Lisa cambiaba la frecuencia de radio, avisando del peligro, que cada vez se alejaba más y a mayor velocidad. El 17 de septiembre alcanzó su máxima depresión, llegando a los 949 milibares. Los vientos soplaban a más de 100 nudos. Se dirigió hacia el Atlántico. Al final del día, los vientos, que habían alcanzado los 121 nudos, bajaron cuando la presión subió 20 milibares. El muro primario del ojo se desintegró encima del océano diez horas más tarde. Marilyn murió en el transcurso de la noche del 21 al 22 de septiembre.
Una vez en Newark, Lisa supo que el huracán únicamente había ocasionado ocho víctimas: cinco en Santo Tomás, una en Santa Cruz, una en Saint John y sólo una en Puerto Rico. Al presentar su redacción en la escuela hizo una petición, que su profesor de geografía aceptó. Durante ocho días, cada mañana, todos sus compañeros de clase guardaron un minuto de silencio.
Lisa seguía recibiendo cada trimestre el boletín informativo del CNH, que siempre iba acompañado de unas palabras de Hebert, quien se jubilaría en el mes de julio. También mantenía una correspondencia regular con Sam, que incluso había ido a verla el invierno anterior. En el curso de su visita le hizo saber que los meteorólogos del centro a menudo preguntaban por ella. En la primavera de 1996 Mary publicó en el Montclair Times un notable artículo sobre los huracanes. A continuación, la prestigiosa revista National Geographic le ofreció la oportunidad de desarrollar un extenso estudio sobre el tema, que apareció en octubre.
Estuvo trabajando en el mismo todo el verano, ayudada por Lisa, que se ocupó de gestionar la documentación, redactando resúmenes.
Casi todos los días ambas se trasladaban a Manhattan y, tras un desayuno en el pequeño jardín del Picasso, se encerraban en la Biblioteca Nacional de la Quinta Avenida. Thomas se fue con su mejor amigo a un campamento de trabajo en Canadá y Philip se dedicó a las tareas de renovación del pequeño apartamento que habían adquirido en el East Village como inversión o, quizá sin querer reconocerlo demasiado, para Lisa, en el caso de que decidiese un día continuar sus estudios en la Universidad de Nueva York. Mary recibió felicitaciones por la calidad del texto, que se publicó en la revista National Geographic , y a principios de 1997 le confiaron dos columnas semanales, de tema libre, en la edición dominical del Montclair Times . Lisa siguió sus pasos y logró una tribuna en el periódico mensual de la escuela. De forma gradual se dio permiso a sí misma para apartarse de los temas meteorológicos.
Lisa celebró sus diecinueve años a principios de año y Thomas sus quince el día 21 de marzo. El mes de junio fue rico en acontecimientos. La preparación de la fiesta con que se cerraba la etapa de los estudios secundarios sirvió de excusa para las dos jornadas enteras que pasaron visitando las tiendas de ropa de las calles del Village. Stephen vino a buscar a Lisa a casa y, cuando Philip comenzó a hacer sus recomendaciones, Mary, con mirada incendiaria, invitó a su esposo a no envejecer prematuramente. Lisa regresó de madrugada por primera vez en su vida. Ese mes anunciaba el final de una etapa y su próximo ingreso en la universidad, ya con el título en la mano. Se había convertido en una mujer encantadora. Su boca se había agrandado, dibujando una sonrisa más natural y sus largos cabellos le caían sobre la piel morena. Pletórica de belleza, le costaba mantener el «equilibrio». De la niña pequeña que había llegado un día de lluvia sólo quedaba una mirada, una luz intensa e inquietante, en el fondo de sus ojos.
Al acercarse la fiesta de graduación de Lisa, Mary no pudo evitar sentirse frágil. El recuerdo de un juramento pronunciado aquel día, desde el que ya habían transcurrido cinco años, en la mesa de una cafetería de aeropuerto, a menudo venía a alterar sus noches, si bien nada en el comportamiento de su hija dejaba presagiar que exigiría el cumplimiento de aquella promesa.
Thomas fue el último en llegar a la mesa para tomar el desayuno. Lisa había terminado de comer sus tortitas y Mary tuvo que ordenar la cocina apresuradamente mientras Philip hacía sonar el claxon para que fueran al coche. El motor ya estaba en marcha cuando el último cinturón estuvo abrochado. Sólo se tardaban diez minutos en llegar a la escuela y Mary no veía la razón de tantas prisas. Durante el recorrido, él lanzaba frecuentes miradas por el retrovisor, que Lisa le devolvía. Mary intentaba concentrarse en el programa impreso de la jornada, pero lo dejó, pues leer en el coche la mareaba. En cuanto hubieron aparcado fueron a saludar a los profesores. Philip estaba hecho un flan. Antes de que Lisa se alejase para ir a reunirse con sus compañeros de promoción, Mary le dio ánimos y la tranquilizó, actuaba así siempre que había una ceremonia oficial. Philip apremió a Thomas y Mary para que tomaran asiento en las gradas que se hallaban dispuestas delante de la tribuna donde se desarrollaría la entrega de diplomas. Mary hizo un movimiento con las cejas al tiempo que daba unos golpecitos sobre la esfera del reloj. La ceremonia comenzaría dentro de una hora; no había razón alguna para alarmarse y ella quería aprovechar el tiempo dando un corto paseo por el parque.
Cuando regresó, Philip estaba ya sentado en la primera fila y había colocado cada uno de sus zapatos sobre las dos sillas que tenía al lado para reservarlas.
Al sentarse, Mary le devolvió un mocasín.
– ¡Tienes una imaginación desbordante cuando se trata de reservar un sitio! ¿Estás seguro de que te encuentras bien?
– Las ceremonias me ponen nervioso.
– ¡Ya ha conseguido su título, Philip! Era antes, durante los exámenes, cuando había que estar nervioso.
– No sé cómo te las arreglas para estar tan tranquila. ¡Mira, ya está en la tribuna! ¡Va a pronunciar su discurso!
– … que desde hace un mes nos sabemos de memoria. Te lo ruego, para de moverte todo el rato de esa manera.
– ¡Pero si no me estoy moviendo!
– Sí. Y tu silla está rechinando. Si quieres escuchar a tu hija, tendrás que estarte quieto.
Thomas los interrumpió. Tras la muchacha que ahora saludaba le tocaba el turno a Lisa. Philip estaba tenso, pero sobre todo muy orgulloso, y se dio la vuelta para contar el número de personas que asistían a la ceremonia. Había doce filas de treinta asientos, lo que sumaba un total de trescientos sesenta espectadores.
¿Fue algo sin importancia lo que atrajo su atención o fue quizás ese eterno instinto lo que hizo que se volviese de nuevo? Desde el fondo de la multitud, sentada en la última fila, una mujer miraba fijamente a Lisa, que avanzaba hacia el micrófono.
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