Marc Levy - La Mirada De Una Mujer

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Philip y Susan son amigos desde la infancia, y aunque su relación es muy estrecha ella se ha mantenido siempre un poco distante. La muerte de los padres de Susan en un accidente de coche es al causa principal que la lleva a tomar una drástica decisión: partir hacia Honduras para prestar ayuda humanitaria. Antes de emprender viaje, se reúne con Philip para despedirse y acuerdan encontrarse en ese mismo sitio a su regreso, dos años después.
El tiempo pasa lenta e inexorablemente. Ambos avanzan en direcciones distintas, pero su relación se mantiene viva gracias a las cartas que con frecuencia se escriben. Hasta que llega el día del reencuentro. En la misma mesa junto a la ventana que compartieron dos años atrás, Susan le comunica a Philip que ha venido para verlo… pero que regresa a Honduras. Volverá el año siguiente, pero tampoco será para quedarse. Y así, año tras año…
Hasta que una noche, una llamada a la puerta de Philip cambiará para siempre el curso de los acontecimientos.

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La carta, de cinco páginas, iba firmada por Mary Nolton. La respuesta llegó diez días más tarde.

Muy señora mía:

He leído atentamente su misiva. Desde el mes de mayo ocupamos las nuevas instalaciones situadas en el campus de la Universidad Internacional de Florida. Creo que estaremos en condiciones de recibirle a usted y a su hija Lisa a partir del mes de septiembre. Habida cuenta del carácter específico de su solicitud, quizá sería conveniente que intercambiásemos algunos puntos de vista sobre el desarrollo de la visita. Para ello puede usted ponerse en contacto con mi oficina.

Reciba, señora, mis saludos más respetuosos.

P. Hebert MIC (Metereologist in Charge)

Una semana más tarde Mary invitó al redactor jefe del Montclair Times a comer. Después de salir del edificio de la redacción se trasladó a la agencia de viajes y compró un billete de ida y vuelta a Miami. Su vuelo salía al día siguiente a las seis y treinta cinco minutos de la mañana.

Telefoneó a la secretaria del señor Hebert para confirmar que estaría en su oficina al día siguiente al mediodía. Con un poco de suerte y mucha eficacia podría regresar esa misma tarde.

A primera hora de la mañana bajó silenciosamente las escaleras, procurando no despertar a nadie. Se preparó un café en la cocina mientras contemplaba el día que comenzaba, luego salió y cerró con cuidado la puerta de la casa. En la autopista que conducía a Newark el aire que entraba por la ventanilla abierta ya era tibio. Apretó el botón de la radio y se sorprendió cantando en voz alta.

Las ruedas del avión tocaron el suelo del aeropuerto internacional de Miami a las once. No llevaba maleta y salió rápidamente de la terminal. Una vez en el coche alquilado, con el plano abierto sobre el asiento derecho, entró en el Virginia Garden, giró a la izquierda por la vía rápida 826, después a la derecha por Flagami West Miami y de nuevo a la izquierda en la avenida 117. Las indicaciones que le habían dado eran correctas, y el edificio del Centro Nacional de Huracanes apareció a su izquierda.

Después de darse a conocer en la entrada del campus, estacionó el coche en el aparcamiento y se dirigió al sendero que bordeaba el jardín. El edificio del NHC era de hormigón y estaba pintado de blanco; cualquiera habría dicho que era un bunker de arquitectura moderna estilizada.

– ¡Es exactamente lo que pretendíamos, estimada señora! Aunque, claro está, cuando se trabaja en Miami uno quisiera tener más fachadas con grandes ventanales para disfrutar del magnífico paisaje. Pero con lo que observamos y con lo que sabemos, preferimos que este edificio sea capaz de resistir a los huracanes, prescindiendo de las razones estéticas. Es una elección que todos asumimos plenamente.

– ¿Un huracán es algo tan aterrador?

– ¡Tanto como pudieron serlo Hiroshima y Nagasaki!

El profesor había bajado a recibirla al vestíbulo principal y la condujo hasta su despacho, que estaba en el ala opuesta. Ella dejó allí sus cosas y él le pidió que le siguiese: deseaba enseñarle algo antes de comenzar la conversación. La ausencia de ventanas producía la impresión de estar recorriendo las crujías de un barco de guerra. Ella se preguntaba si no habrían exagerado. Él abrió la puerta de una sala de exposición; a la izquierda, las altas paredes estaban recubiertas de fotografías realizadas por los aviones de reconocimiento del Centro. Las imágenes de los huracanes mostraban unas masas nubosas tan aterradoras como majestuosas, que se enrollaban sobre sí mismas, desvelando en su centro ese vacío de cielo azul que algunos denominan el ojo del huracán.

– Cuando se ve un huracán desde arriba, incluso parece hermoso, ¿no es cierto?

La frase de Hebert había resonado en la gran sala vacía. La inflexión de su voz cambió y se hizo grave, casi pomposa.

– La pared de la derecha nos obliga a poner de nuevo los pies sobre tierra, si me permite la expresión. Las fotos muestran lo que sucede debajo. Nos recuerdan a cada uno de nosotros la importancia de nuestra misión. Contemple esas imágenes todo el tiempo que crea necesario, así comprenderá de qué estamos hablando. Cada una de ellas testimonia la potencia devastadora y asesina de esos monstruos. Centenares de muertos, en ocasiones miles, a veces más. Regiones asoladas. Vidas enteras aniquiladas, arruinadas.

Mary se aproximó a una foto.

– Ese huracán que está usted observando se llama Fifí ; extraño nombre para un asesino de tal calibre. Penetró en Honduras en 1974, asolando casi todo el país y dejando tras de sí un rastro de destrucción inconcebible y centenares de miles de personas sin hogar. Intente por un momento imaginar la visión dantesca que representan diez mil cadáveres de hombres, mujeres y niños. Las fotografías pequeñas que hay alrededor de las grandes son algunos testimonios de lo que le digo; constituyen una pequeña selección, pero aun así son insufribles.

Sin voz, Mary se desplazó unos metros. Hebert señaló con el dedo el paño que cubría otra pared.

– Año 1989. Allison, Barry, Chantal, Dean, Erin, Félix, Gabrielle, Karen, Jerry, Iris fueron algunos de los asesinos de esa fecha, sin olvidar a Hugo , cuyos vientos de más de 130 nudos asolaron Charleston y una gran parte de Carolina del Sur. En su carta usted se estaba refiriendo probablemente a Gilbert , que causó estragos durante trece días en 1988; sus vientos superaron los 165 nudos y las lluvias que precedieron su nacimiento ocasionaron numerosas víctimas. Tenemos las cifras referentes a Honduras. Señora, sin querer inmiscuirme en lo que no me importa, ¿está usted segura de que quiere que su hija vea estas imágenes?

– Ese Gilbert o uno de sus primos mató a su verdadera madre. Lisa ha desarrollado en el mayor de los secretos una fascinación obsesiva por los huracanes.

– Esa es razón de más para que este lugar le resulte insoportable.

– Es la ignorancia lo que engendra el miedo. Fue para luchar contra mis propios miedos por lo que me hice periodista. Ella experimenta la necesidad de comprender, pero no sabe dónde hay que buscar. Así que voy a ayudarla y estaré a su lado para compartir estos momentos, por muy dolorosos que puedan resultar.

– Me temo que soy incapaz de aprobar su punto de vista.

– Ella necesita su ayuda, profesor Hebert. Hay una niña que no consigue crecer. Escuchar el sonido de su voz es cada vez menos frecuente, hasta el punto de que cuando se decide a hablar todos le prestamos una inusitada atención. A medida que pasan los años la veo más encerrada en el silencio del miedo; tiembla cada vez que hay una tormenta, tiene miedo de la lluvia. Sin embargo, cuando usted la conozca comprobará que es valiente, demasiado orgullosa para manifestar ese terror que jamás la ha abandonado. No hay semana en que yo no tenga que entrar en su dormitorio para ayudarla a salir de una pesadilla.

»La encuentro empapada de sudor, sumida en un sueño intranquilo del que no logro arrancarla; a veces ha llegado a morderse la lengua hasta hacerse sangre. Lo hace para luchar contra sus temores. Nadie lo sabe. Incluso ella ignora que yo he descubierto el secreto que la tortura. Tiene que saber que ustedes existen, que hay quienes se ocupan de los monstruos que se llevaron a su madre, que ustedes los vigilan, les siguen la pista, que se ponen medios para que la ciencia ayude a proteger a la gente de la locura asesina de la naturaleza. Quiero que pueda contemplar el cielo y descubrir un día que las nubes pueden ser hermosas. Quiero que por las noches tenga sueños agradables.

Con una sonrisa en los labios, el profesor Hebert invitó a Mary a que le siguiese. Cuando abrió la puerta de la sala de exposición, se dio la vuelta y dijo:

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