Marc Levy - Ojalá Fuera Cierto

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Arthur, un joven arquitecto californiano, vuelve a Los Ángeles después de pasar una larga temporada en París.
Sin embargo, durante todo este tiempo no ha conseguido olvidar a Lauren, el gran amor de su vida que le robó el corazón cuando, a raíz de un accidente, cayó en estado de coma.
Gracias a la insistencia y la valentía de Arthur, Lauren siguió viviendo, a pesar de la opinión del doctor y de la madre de desenchufar los aparatos que la mantenían con vida.
Éstos, avergonzados, le hicieron jurar que jamás confesaría la verdad a la joven, que no recuerda nada de aquellos meses. Arthur cumple su palabra, desaparece de su vida e intenta olvidarla. Cuando vuelve a Los Ángeles el destino hará que se reencuentren.
Basada en esta novela (y con importantes variaciones en el guión), se ha estrenado recientemente una película con el mismo título, dirigida por Mark Waters.

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Arthur la tomó entre sus brazos y le susurró al oído:

– Cada segundo contigo cuenta más que cualquier otro segundo.

Pasaron así el resto de la noche, abrazados ante el hogar. El sueño los invadió al amanecer. La tormenta no había amainado, sino todo lo contrario. El timbre del móvil los despertó hacia las diez. Era Pilguez. Le pedía a Arthur que lo recibiera, tenía que hablar con él, y también le pedía disculpas por su comportamiento del día anterior. Arthur vaciló; no sabía si aquel hombre intentaba manipularlo o era sincero. Pensó en la lluvia torrencial, que no les permitiría quedarse fuera, y en que Pilguez utilizaría ese argumento para entrar en la casa. Sin apenas reflexionar, lo invitó a comer en la cocina. Tal vez para ser más fuerte que él, más desconcertante. Lauren no hizo ningún comentario; esbozó una sonrisa melancólica que a Arthur le pasó inadvertida.

El inspector de policía se presentó dos horas más tarde. Cuando Arthur abrió la puerta, una violenta ráfaga de viento se coló en el pasillo y Pilguez tuvo que ayudarle a cerrar el batiente.

– ¡Esto es un huracán! -exclamó.

– Estoy seguro de que no ha venido para hablar de meteorología.

Lauren los siguió hasta la cocina. Pilguez dejó la gabardina en una silla y se sentó a la mesa. Había dos cubiertos. Una ensalada César con pollo asado y una tortilla de champiñones constituirían la comida. Todo ello acompañado de un cabernet del Nappa Valley.

– Le agradezco mucho su amabilidad. Yo no quería causarle tanto trastorno.

– Lo que me trastorna, inspector, es que se empeñe en darme la tabarra con sus disparatadas historias.

– Si son tan disparatadas como dice, no le daré la tabarra mucho tiempo… Usted es arquitecto, ¿verdad?

– Lo sabe de sobra.

– ¿Qué tipo de arquitectura?

– Me he especializado en la restauración del patrimonio.

– Que consiste…

– En rehabilitar edificios antiguos; conservar la piedra, reestructurándola para adaptarla a la vida actual.

Pilguez había dado en el clavo; estaba llevando a Arthur a un terreno que le cautivaba. Pero lo que Pilguez descubrió es que a él también le apasionaba, de modo que el viejo inspector cayó en su propia trampa. Él, que había querido suscitar el interés en Arthur, abrir un camino a través del cual comunicarse, se dejó atrapar por el relato del sospechoso.

Arthur le dio una auténtica clase de historia de la piedra, desde la arquitectura antigua hasta la arquitectura tradicional, adentrándose en la arquitectura moderna y contemporánea. El viejo poli estaba fascinado, encadenaba unas preguntas con otras y Arthur respondía a todas ellas. La conversación se prolongó más de dos horas sin que en ningún momento les resultara pesada. Pilguez se enteró de cómo había sido reconstruida su propia ciudad después del gran terremoto, de la historia de los grandes edificios que veía todos los días, de un montón de anécdotas sobre cómo nacen las ciudades y las calles donde vivimos.

Los cafés se iban sucediendo, y Lauren asistía estupefacta e impasible a la extraña complicidad que iba tejiéndose entre los dos hombres.

Cuando Arthur estaba contando cómo fue concebido el Golden Gate, Pilguez lo interrumpió poniendo una mano sobre la suya y cambió bruscamente de tema. Quería hablarle de hombre a hombre, prescindiendo de su placa. Necesitaba comprender. Se describió como un viejo policía al que su instinto jamás había engañado. Intuía y sabía que el cuerpo de esa mujer estaba escondido en la habitación cerrada del fondo del pasillo. Sin embargo, no comprendía las motivaciones del secuestro. Arthur era para él el tipo de hombre que un padre querría tener por hijo; le parecía una persona sana, culta, apasionante. Entonces, ¿por qué iba a exponerse a echarlo todo a rodar robando el cuerpo de una mujer en coma?

– Es una lástima, yo creía que simpatizábamos de verdad -dijo Arthur, levantándose.

– ¡Y así es! Esto no tiene nada que ver… o, mejor dicho, lo tiene todo que ver. Estoy seguro de que tiene buenas razones y le propongo ayudarlo.

Sería totalmente honrado con él, y empezó por confesarle que no conseguiría la orden para esa noche porque le faltaban pruebas. Tendría que ir a San Francisco a ver al juez, discutir con él, convencerlo, pero lo lograría. Tardaría tres o cuatro días, el tiempo suficiente para que Arthur trasladara el cuerpo, pero le aseguró que semejante maniobra sería un error. El desconocía sus motivos, pero iba a arruinar su vida. Todavía podía ayudarlo, y se ofrecía a hacerlo si Arthur aceptaba hablar con él y explicarle las claves de aquel misterio. La réplica de Arthur estuvo teñida de cierta ironía. Le conmovía la generosa propuesta del inspector y su benevolencia, y al mismo tiempo le sorprendía haber conectado tanto con él en dos horas de conversación. Pero también se quejó de no comprender a su invitado. Se presentaba en su casa, lo recibía, lo agasajaba, y él se obstinaba en acusarlo sin pruebas ni motivos de un delito absurdo.

– No, es usted quien se obstina -replicó Pilguez.

– Y si soy su culpable, ¿qué razones tiene usted para ayudarme, aparte de resolver un enigma más?

El viejo poli respondió con sinceridad. A lo largo de su carrera se había enfrentado a muchos casos con centenares de motivos absurdos, a crímenes sórdidos, pero todos los culpables habían tenido un punto en común, el de ser criminales, mentes retorcidas, maníacos, malhechores, y no parecía que ése fuera el caso de Arthur. De modo que, después de haberse pasado la vida metiendo a chiflados entre rejas, si podía evitar que un buen tipo fuera a parar allí por haberse metido en un lío, «al menos tendría la sensación de haber estado una vez del lado bueno de las cosas», concluyó.

– Es muy amable por su parte, soy sincero al decirlo, y he disfrutado de esta comida con usted, pero no me encuentro en la situación que describe. No le echo, pero tengo trabajo. Quizá tengamos ocasión de volver a vernos.

Pilguez asintió con un gesto apesadumbrado de cabeza, y se levantó y se puso la gabardina. Lauren, que durante toda la conversación de los dos hombres había estado sentada sobre el aparador, bajó de un salto y los siguió cuando se adentraron en el pasillo que conducía a la entrada de la casa.

Pilguez se detuvo frente a la puerta del despacho y se quedó mirando el pomo.

– ¿Ha abierto ya el baúl de los recuerdos?

– No, todavía no -respondió Arthur.

– A veces es duro zambullirse en el pasado. Hace falta mucha fuerza, mucho valor.

– Sí, lo sé. Eso es lo que trato de encontrar.

– Estoy convencido de que no me equivoco, joven. Mi instinto no me ha engañado jamás.

Cuando Arthur se disponía a invitarlo a irse, el pomo comenzó a girar, como si alguien lo accionara desde el interior, y la puerta se abrió. Arthur se volvió, estupefacto. Vio a Lauren en el hueco de la puerta, sonriéndole con tristeza.

– ¿Por qué has hecho eso? -murmuró, con la respiración entrecortada.

– Porque te quiero.

Desde donde estaba, Pilguez vio inmediatamente el cuerpo que reposaba sobre la cama, con la perfusión. «Gracias a Dios, está con vida», pensó. Entró en la habitación, dejando a Arthur en la entrada, se acercó y se arrodilló junto al cuerpo. Lauren estrechó a Arthur entre sus brazos y lo besó tiernamente en la mejilla.

– No hubieras podido, y no quiero que arruines el resto de tu vida por mí. Quiero que vivas libre, quiero que seas feliz.

– Pero mi felicidad eres tú.

Ella le puso un dedo sobre los labios.

– No, así no. En estas circunstancias, no.

– ¿Con quién habla? -preguntó el viejo policía en tono amistoso.

– Con ella.

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