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Marc Levy: Ojalá Fuera Cierto

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Marc Levy Ojalá Fuera Cierto

Ojalá Fuera Cierto: краткое содержание, описание и аннотация

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Arthur, un joven arquitecto californiano, vuelve a Los Ángeles después de pasar una larga temporada en París. Sin embargo, durante todo este tiempo no ha conseguido olvidar a Lauren, el gran amor de su vida que le robó el corazón cuando, a raíz de un accidente, cayó en estado de coma. Gracias a la insistencia y la valentía de Arthur, Lauren siguió viviendo, a pesar de la opinión del doctor y de la madre de desenchufar los aparatos que la mantenían con vida. Éstos, avergonzados, le hicieron jurar que jamás confesaría la verdad a la joven, que no recuerda nada de aquellos meses. Arthur cumple su palabra, desaparece de su vida e intenta olvidarla. Cuando vuelve a Los Ángeles el destino hará que se reencuentren. Basada en esta novela (y con importantes variaciones en el guión), se ha estrenado recientemente una película con el mismo título, dirigida por Mark Waters.

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– ¡Respira!

– ¿Qué?

– ¡Que respira! Ponte al volante ahora mismo y vamos al hospital.

– ¿Te das cuenta? Ya decía yo que esos matasanos no se aclaraban.

– Calla y date prisa. No entiendo nada, pero esos dos van a oír hablar de mí.

La furgoneta de la policía adelantó como una exhalación a la ambulancia, ante la mirada atónita de los dos internos. Eran «sus polis». Philip quería que su compañero conectara la sirena y los siguiera, pero éste se opuso. Estaba agotado.

– ¿Por qué iban tan deprisa?

– No tengo ni idea -respondió Frank-. Además, puede que no fueran ellos. Todos se parecen.

Diez minutos más tarde aparcaban al lado de la furgoneta de la policía, cuyas puertas se habían quedado abiertas.

Philip bajó de la ambulancia y entró en urgencias. Se encaminó hacia admisión a un paso cada vez más precipitado.

– ¿En qué sala está? -preguntó a la recepcionista sin saludarla.

– ¿Quién, doctor Stern? -intervino la enfermera de guardia.

– La chica que acaban de traer.

– En el quirófano 3. La atiende Fernstein. Parece ser que es de su equipo.

El policía de más edad se acercó a él por la espalda y le tocó un hombro.

– Se puede saber qué tienen ustedes en la cabeza?

– ¿Perdón?

Hacía bien en pedir perdón, pero eso no bastaba. ¿Cómo había podido certificar el fallecimiento de una chica que aún respiraba cuando iba en su furgoneta?

– ¡Si no llega a ser por mí, la habrían metido viva en la nevera!

Sí, desde luego, iba a oír hablar de él. El doctor Fernstein salió del quirófano en ese momento y, fingiendo no prestar ninguna atención al agente de policía, se dirigió directamente al joven médico.

– Stern, ¿cuántas dosis de adrenalina le ha inyectado?

– Cuatro veces cinco miligramos -respondió el interno.

El profesor lo reprendió de inmediato, recordándole que ese modo de actuar indicaba obcecación terapéutica; después, dirigiéndose al oficial de policía, afirmó que Lauren estaba muerta mucho antes de que el doctor Stern certificara la hora de su fallecimiento.

Añadió que el error del equipo médico probablemente había sido empeñarse en hacer funcionar el corazón de aquella paciente con cargo a los asegurados.

Para zanjar todo posible debate, explicó que el líquido inyectado se había acumulado alrededor del pericardio.

Y cuando usted ha frenado bruscamente ha pasado al corazón, que ha tenido una reacción puramente química y se ha puesto en marcha.

Desgraciadamente, aquello no cambiaba en absoluto la muerte cerebral de la víctima. En lo referente al corazón, cuando el líquido se disolviera, se detendría.

– En el caso de que no lo haya hecho ya -añadió.

Fernstein invitó al policía a pedir excusas al doctor Stern por su nerviosismo, totalmente fuera de lugar, y rogó a este último que pasara a verlo antes de marcharse. El agente se volvió hacia Philip.

– Veo que en la policía no tenemos el monopolio del corporativismo -masculló-. No le deseo que pase un buen día.

Acto seguido, giró sobre sus talones y abandonó el recinto del hospital.

A pesar de que los dos batientes se cerraron tras él, se oyó el ruido de las puertas de la furgoneta al ser cerradas con violencia.

Stern se quedó con los brazos apoyados en el mostrador, mirando a la enfermera de guardia con el entrecejo fruncido.

– Pero ¿qué es todo ese rollo que ha contado?

La mujer se encogió de hombros y le recordó que Fernstein lo esperaba.

Philip llamó a la puerta del jefe de Lauren. El mandarín lo invitó a entrar. De pie, detrás de la mesa, dándole la espalda y mirando por la ventana, esperaba ostensiblemente que Stern hablase primero, cosa que hizo. Le confesó que no entendía lo que le había dicho al policía. Fernstein lo interrumpió con sequedad.

– Escúcheme bien, Stern. Lo que le he dicho a ese oficial es la explicación más sencilla para que no haga un informe sobre usted y destroce su carrera. Su comportamiento es inadmisible para alguien con su experiencia. Hay que saber aceptar la muerte cuando se nos impone. Nosotros no somos dioses ni responsables del destino. Esa chica estaba muerta cuando llegaron, y su obstinación habría podido costarle cara.

– Pero ¿cómo explica que haya empezado a respirar de nuevo?

– Ni lo explico ni tengo por qué hacerlo. No lo sabemos todo. Está muerta, doctor Stern. Que eso no le guste es una cosa, pero lo cierto es que se ha ido. Me importa un bledo que los pulmones se muevan y que el corazón palpite por su cuenta. Su electroencefalograma es plano. Su muerte cerebral es irreversible. Esperaremos a que el resto siga el mismo camino y la bajaremos al depósito. Punto final.

– Pero… ¡no puede hacer eso! ¡No puede hacerlo teniendo tantas evidencias!

Fernstein expresó su irritación con un gesto de la cabeza y alzando la voz. No tenía por qué recibir lecciones. ¿Sabía Stern el coste de un día de reanimación? ¿Creía que el hospital iba a ocupar una cama para mantener artificialmente con vida a un «vegetal»? Lo invitó vivamente a madurar un poco. Se negaba a que una familia tuviera que pasar semanas enteras junto a la cabecera de un ser inerte y sin inteligencia, mantenido con vida gracias a las máquinas. Se negaba a ser responsable de ese tipo de decisiones, simplemente para satisfacer el ego de un médico.

Le ordenó a Stern que desapareciese de su vista y que fuera a darse una ducha. El joven interno siguió plantado frente al profesor, defendiendo con ardor su postura. Cuando había certificado la muerte, su paciente estaba en parada cardiorrespiratoria desde hacía diez minutos. Su corazón y sus pulmones habían dejado de vivir. Sí, se había obcecado porque por primera vez desde que era médico había notado que alguien, aquella mujer, no quería morir.

Le describió cómo, tras sus ojos abiertos, la había sentido luchar, negarse a irse.

Entonces había luchado junto a ella saltándose las normas, y diez minutos más tarde, en contra de toda lógica, en contra de todo lo que le habían enseñado, su corazón había comenzado a palpitar de nuevo, sus pulmones a inspirar y a espirar aire, un soplo de vida.

– Tiene razón -prosiguió-, somos médicos y no lo sabemos todo. Esa mujer también es médico.

Le suplicó a Fernstein que le diera una posibilidad. Se habían visto comas de más de seis meses que volvían a la vida sin que nadie entendiera por qué. Lo que ella había hecho no lo había hecho nunca nadie, así que daba igual lo que costara.

– No deje que se vaya, no quiere. Es lo que nos está diciendo.

El profesor esperó unos instantes antes de responder.

– Doctor Stern, Lauren era alumna mía. Tenía un carácter endemoniado, pero también un gran talento. Yo la apreciaba mucho y tenía puestas muchas esperanzas en su carrera, como también las tengo puestas en la de usted. Esta conversación ha terminado.

Stern salió del despacho sin cerrar la puerta. Frank lo esperaba en el pasillo.

– ¿Qué haces aquí?

– Pero ¿se puede saber qué tienes en la cabeza, Philip? ¿Sabes a quién estabas hablándole en ese tono?

– Tú dirás.

– El tipo con quien hablabas es el profesor de esa chica, la conoce y la trata desde hace quince meses. Ha salvado más vidas de las que quizá puedas salvar tú en toda la tuya. Tienes que aprender a controlarte. La verdad es que a veces desvarías.

– Déjame en paz, Frank. Hoy ya he recibido mi dosis de lecciones de moral.

3

El doctor Fernstein cerró la puerta de su despacho, descolgó el teléfono, dudó unos instantes, colgó. Dio unos pasos en dirección a la ventana y levantó de nuevo el auricular del teléfono. Pidió que le pusieran con el quirófano. Enseguida se oyó una voz al otro lado de la línea interior.

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