Hace poco que la conoces y no la entiendes en absoluto. Sólo habéis pasado algunas noches juntos. Cuando le dijiste que unos amigos te invitaban a dirigir los ensayos de tu obra, ella pidió vacaciones en su trabajo para poder acompañarte. No es una mujer fácil; no sabes si la amas, pero te hechiza. Está con varios hombres que sólo son amigos, como ella misma dice. «¿Amigos de sexo?», le preguntaste. Ella no lo niega, quizá sea por eso que te excita tanto. Te dice que todavía está en contra del matrimonio; vivió varios años con un hombre, después se separaron, ahora ya no quiere pertenecer a ninguno. Dices que te parece muy bien. Ella dice que no es que no quiera tener una relación estable, pero que para tener estabilidad los dos tienen que estar estables, lo que es muy difícil. Tú dices que estás de acuerdo con ella, que tenéis muchas cosas en común. Lo que quiere es una vida transparente, ya te lo dijo la primera vez que se acostó contigo, incluso te habló de las relaciones que tuvo y de las que todavía mantenía. La honestidad en las relaciones entre un hombre y una mujer es lo más importante. En eso también estás de acuerdo. Su honestidad es lo que más te excita.
No se distingue casi nada a lo lejos; estás muy preocupado. Miras por toda la orilla para ver si encuentras un puesto de socorro. Entonces te das cuenta de que ha salido del agua algo más allá. Al ver que estabas mirando en su dirección, se para; tiene la cara y la boca azules de frío.
– ¿Qué mirabas? -pregunta cuando llega a tu lado.
– Buscaba un socorrista.
– Una chica guapa, ¿no? -bromea sin dejar de tiritar; tiene la piel de gallina.
– Es cierto que había una rubia que estaba tomando el sol…
– ¿Te gustan las rubias?
– También las castañas.
– ¡Cerdo!
Te ha insultado con dulzura, ríes satisfecho.
Cenáis en un pequeño restaurante italiano que tiene pintado en el escaparate un Papá Noel blanco. Unas guirnaldas verdes de papel que imitan las ramas de un pino cuelgan sobre las mesas; pronto será Navidad, pero en el hemisferio sur está a punto de entrar el verano.
– Estás pensando en otra cosa, salir contigo para divertirse no es fácil -dice ella.
– ¿Descansar no es también divertirse? Tampoco tenemos que estar haciendo siempre algo.
– En ese caso da igual que estés con una chica en particular, cualquiera te conviene, ¿no es eso? -dice ella, mirándote a través de su vaso.
– Me he asustado mucho, hace un rato, ¡casi llamo a un socorrista! -dices.
– ¡Era demasiado tarde! -dice ella, posando su vaso para acariciarte la mano-. ¡Lo he hecho expresamente, quería que te asustaras! ¡Eres un idiota, deja que te enseñe a vivir!
– De acuerdo.
Aquella noche hiciste el amor con mucho ímpetu.
En el burgo cortaban la electricidad con mucha frecuencia. Tenía que encender la lámpara de petróleo y cuando escribía a la luz de esa lámpara todavía se sentía más en paz consigo mismo; todos sus escrúpulos desaparecían y él se expresaba con mayor facilidad. Llamaron muy flojo a la puerta. En el campo nadie llamaba así; en general gritaban primero o llamaban golpeando violentamente la puerta. Pensó que era un perro. El perro amarillo del director del colegio a veces venía a rascar la puerta para pedir un hueso cuando percibía el olor de la carne que estaba cocinando, pero hacía días que comía en la cantina y que no encendía el horno de leña. Un poco extrañado, escondió lo que había escrito en el cesto para la leña que tenía en un rincón de la habitación. Luego escuchó durante un instante junto a la puerta, pero no oyó nada. Volvía a la mesa cuando oyó de nuevo que golpeaban muy flojo.
– ¿Quién es? -preguntó en voz alta entreabriendo.
– Profesor…
Era una voz femenina, estaba de pie al lado de la entrada.
– ¿Sun Huirong? -Había reconocido su voz; abrió la puerta.
Después de estudiar en la escuela durante dos años, la joven consiguió el diploma y ahora trabajaba en los campos. Los jóvenes instruidos de familias no agrícolas del burgo debían también ir a instalarse a las aldeas, según las directivas oficiales que la escuela tenía que hacer cumplir. Como responsable de la clase de Sun, eligió para ella una brigada de producción que estaba cerca del burgo, a unos dos kilómetros y medio, y que tenía como secretario de la célula del Partido a Zhao, el jorobado, hombre que conocía bastante bien. También le encontró una familia en la que había una anciana que podía ocuparse de ella.
– ¿Qué tal estás? -preguntó él.
– Muy bien, profesor.
– ¡Te has puesto muy morena!
Bajo la luz amarillenta de la lámpara de petróleo, el rostro de la joven parecía muy oscuro. Sólo tenía dieciséis años, pero ya poseía unos pechos muy grandes y parecía rebosar salud, nada que ver con las chicas de las ciudades. Trabajaba en el campo desde que era niña y no le costaba ningún esfuerzo hacerlo. Sun entró en la habitación, pero él dejó la puerta abierta para evitar rumores.
– ¿Qué te trae por aquí?
– Nada, venía a saludarle.
– Muy bien, siéntate.
Nunca antes la había dejado entrar sola en su cuarto, pero ahora ya no era una estudiante. Sun se volvió y examinó el lugar, pero se quedó de pie mirando hacia la puerta.
– Siéntate, siéntate, pero deja la puerta abierta.
– Nadie me ha visto entrar -dijo con voz dulce.
Aquella situación era embarazosa. Recordaba que ella le había dicho, con un tono un poco amargo, que su casa era un reino de mujeres, como si quisiera conmoverlo. Sin duda, Sun era la joven más atractiva del burgo. Desde que el equipo de propaganda de los alumnos fue a interpretar una obra a la mina de carbón vecina, los jóvenes obreros, atraídos por las chicas, pasaron un sinfín de veces delante de las ventanas de la clase estirando el cuello para mirar hacia dentro. Los alumnos armaron un gran alboroto y dijeron que venían a ver a Sun Huirong. El director del colegio salió de su despacho y les echó la bronca:
– ¿Qué estáis mirando? ¿Qué os interesa tanto de ahí dentro?
Los gamberros farfullaron:
– Sólo estamos echando un vistazo, ¿es que no se puede echar un vistazo?
Luego se marcharon a regañadientes.
En el dique de piedra que estaba al borde del río alguien había escrito con caracteres torpes: «Aquí, Sun Huirong se dejó tocar las tetas». El director hizo pasar uno por uno a todos los alumnos de la clase, pero ninguno afirmó conocer al autor de la pintada. Sin embargo, cuando salían del despacho no paraban de bromear sobre el asunto. Las chicas del campo eran muy precoces, se formaban muy pronto. Les gustaba chismorrear entre ellas y a menudo esos chismes acababan en disputas y llantos, pero cuando se les preguntaba, ellas no decían nada y se ponían rojas como un tomate. Antes de la representación, en el momento en que el equipo de propaganda debía maquillarse, Sun Huirong se miró con detenimiento en un pequeño espejo y coqueteó un poco:
– Profesor, ¿le gusta mi peinado? ¡Profesor, venga a ponerme el pintalabios! ¡Venga a ver, profesor!
Le arregló un poco las comisuras de los labios con un dedo, y dijo:
– ¡Estás muy guapa, muy bien!
Luego la apartó.
Ahora estaba sentada frente a él, bajo la luz de la lámpara de petróleo. Quiso sacar algo la mecha para aumentar la intensidad de la luz, pero ella le dijo con dulzura:
– Es mejor así.
Pensó que intentaba seducirlo y cambió de conversación.
– ¿Estás bien en la casa de esas personas?
Le preguntaba por la familia de campesinos que le eligió, donde vivía una señora mayor.
– Hace tiempo que no vivo allí.
– ¿Por qué?
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