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Gao Xingjian: El Libro De Un Hombre Solo

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Gao Xingjian El Libro De Un Hombre Solo

El Libro De Un Hombre Solo: краткое содержание, описание и аннотация

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…Has escrito este libro para ti, un libro sobre la huida, el libro de un hombre solo. Eres a la vez tu Senor y tu apostol, no te sacrificas por losdemas y no pides que nadie se sacrifique por ti, no puede ser mas justo. Todo el mundo desea la felicidad, por que solo habria de pertenecerte a ti? Dehecho, la felicidad es bastante rara en este mundo? (Gao Xingjian).Un hombre recuerda el principio de su vida en China, su familia, su pais, sus aprendizajes y como esa vida placida desaparece de repente con el estallido dela Revolucion Cultural, que va a acabar con el pensamiento y la libertad. Cada uno va a convertirse desde ese momento en un hombre solo, una mujer sola, unser humano solo ante la desesperanza y el terror. Su supervivencia exige `que el cerebro desaparezca,` que no haya cerebro en las miradas ni en las palabrasni en los actos del dia, y, sin embargo, se puede violar a un ser humano, con violencia fisica o violencia politica, pero no se lo puede poseer porcompleto?, porque su mente siempre le pertenecera. Y esa es la gran belleza de El Libro de un hombre solo, que, reflejando hasta hacernos entremecer la cobardia, el lado oscuro y la tristeza, ha sabidointroducir asimismo la esperanza, se pequeno resplandor en una sociedad espesa como el barro?.La dulzura de los recuerdos y de la infancia, la violencia politica, el amor y tambien el erotismo se mezclan en esta novela sencilla y sorprendente, resumende la vida de un hombre solo y testimonio literario esencial y sublime.Gao Xingjian nacio en Jangsu (China) en 1940. Novelista, poeta, dramaturgo, director de teatro y pintor, como un artista del Renacimiento tiende a abarcarel arte en sus distintas disciplinas, y en cada una deellas investiga una forma personal de expresarse mezclando tecnicas, estilos y generos.

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En aquel instante volvió a escuchar un grito largo; era una voz femenina que gritaba su nombre, el sonido venía de muy lejos, flotaba sobre el barullo que se elevaba de la gente de la sala de espera. Su mirada buscó de dónde provenía esa llamada, más allá de la barrera de madera que marcaba el paso de la aduana, y vio una silueta, que llevaba un abrigo militar y un quepis, apoyada contra la barandilla de mármol blanco del primer piso, aunque no podía distinguir la cara.

La noche en que se separaron, ella le murmuró al oído, acurrucada contra él: «Hermano, no vuelvas, no vuelvas». ¿Era un presentimiento, o ella pensaba por él? ¿Había sido más clarividente que él? ¿Adivinó sus pensamientos? Él no dijo nada. Todavía no tenía el valor de decidirse. Pero ella le metió esa idea en la cabeza, aunque no se atreviera a afrontarla. Todavía no estaba preparado para cortar los hilos de sus sentimientos y su deseo, y no podía abandonarla.

Esperaba que no fuera ella la que estaba inclinada en la barandilla. Se volvió para caminar hacia la puerta de embarque. La señal roja parpadeaba en el panel de salidas. Oyó de nuevo un grito estridente y desesperado, un largo «Hermano…». Seguro que era ella; pero no se volvió y cruzó la puerta.

4

Sus recuerdos vuelven con el contacto de su piel húmeda y tibia, que se contorsiona sin cesar. Sabes que no es ella; no es aquel cuerpo delgado y ágil que estaba totalmente a tu merced, sino una carne sólida y robusta, que se pega estrechamente a ti; es tan ávida, tan desenfrenada, que hace que tú también agotes por completo tus fuerzas.

– ¡Sigue contando! Háblame de esa joven china, de cómo te aprovechaste de ella antes de abandonarla.

Tú dices que ella es una mujer hecha y derecha, mientras que aquella chica sólo era una niña que quería ser mujer, y estaba lejos de ser tan desvergonzada y ávida como ella. -¿No te gusta? -pregunta ella.

Tú dices que sí, por supuesto, es justamente con lo que siempre has soñado, esa falta de límites, ese placer de ir hasta el final.

– ¿También querías transformarla para que fuera así?

– ¡Sí!

– ¿Para que se corriera también como una fuente?

– Sí, exactamente.

Jadeas removiéndote.

– ¿Para ti todas las mujeres son iguales?

– Claro que no.

– ¿Qué diferencia hay?

– Es otro tipo de excitación.

– ¿En qué era diferente?

– Había una mezcla de afecto y de compasión.

– ¿No has gozado con ella?

– Sí, pero de otra manera.

– Y ahora ¿sólo sientes deseo carnal?

– Eso es.

– ¿Y quién te la chupa ahora?

– Una alemana.

– ¿Una puta para pasar la noche?

– No.

Pronuncias su nombre: ¡Margarita!

Ella ríe, toma tu cabeza entre sus manos y te besa. Sentada a horcajadas sobre ti, ha dejado de apretarte con sus piernas alrededor de tu cuerpo y ha inclinado su rostro para separar el cabello que cae sobre sus ojos.

– ¿No te has equivocado de nombre?

Su tono de voz es muy raro.

– ¿No te llamas Margarita? -preguntas un poco indeciso.

– Sí, te lo he dicho yo misma hace un rato.

– Me lo dijiste cuando me preguntaste si me acordaba de ti.

– De todos modos, yo te lo dije.

– Si querías que lo adivinara, podrías haber esperado un segundo más.

– Estaba impaciente y tuve miedo, de que no te acordaras -reconoce ella-. A la salida del teatro había algunos espectadores que querían hablar contigo. Yo me sentí un poco incómoda.

– No tenías por qué, eran amigos.

– ¿Por qué no han venido a beber una copa con nosotros? Se han ido enseguida, no han hablado casi nada contigo.

– Quizá porque había una extranjera. No querían molestar.

– ¿Desde ese momento pensaste en acostarte conmigo?

– No, pero se te notaba que estabas muy excitada.

– Yo he vivido varios años en China, entiendo tu obra de teatro. ¿Crees que los de Hong Kong también consiguen entenderla?

– No sé.

– Hay que haber pagado un cierto precio para eso.

Adopta una postura grave al decir esas palabras.

– Una alemana llena de gravedad -dices riendo para relajar el ambiente.

– No, ya te lo he dicho, no soy alemana.

– De acuerdo, una judía.

– Una mujer -dice con lasitud.

– Todavía mejor.

– ¿Por qué mejor?

De nuevo vuelve a adoptar un tono extraño.

Tú dices que nunca has estado con una judía.

– ¿Has estado con muchas mujeres? -pregunta mientras por sus ojos pasa un relámpago.

– Debo reconocer que he estado con unas cuantas desde que salí de China.

Confiesas, inútil mentirle.

– ¿Cada vez que vas a un hotel como este, te acompaña una mujer? -pregunta de nuevo.

– No tengo esa suerte. Además, es el teatro en el que se representa mi obra el que paga esta habitación -le explicas riendo.

Su mirada se enternece; se tumba a tu lado. Dice que le gusta tu franqueza, más de lo que le gustas tú.

Dices que la quieres, a ella, no sólo a su cuerpo.

– Entonces está bien.

Es sincera, su cuerpo se aprieta contra el tuyo, sientes que se relaja. Dices que por supuesto que te acuerdas de ella, de aquella noche de invierno. También vino a verte en otra ocasión. Ella dice que pasaba por allí, que al tomar el nuevo cruce de carreteras del paseo periférico vio tu edificio y se acercó sin saber muy bien por qué. Quizá quisiera ver los cuadros de tu casa. Eran muy originales, parecían una especie de sueños negros; fuera el viento soplaba, en Alemania el viento no ruge de ese modo, en Alemania todo es tranquilo y aburrido. Aquella noche tú habías encendido unas velas, el ambiente le parecía un tanto misterioso, a ella le hubiera gustado ver tus cuadros a la luz del día.

– ¿Todos aquellos cuadros eran tuyos?

Tú dices que en tu casa sólo colgabas cuadros tuyos.

– ¿Por qué?

– La habitación era demasiado pequeña.

– ¿También tenías el oficio de pintor? -pregunta otra vez.

– Sin autorización. Las cosas funcionaban así en aquella época -dices tú.

– No entiendo.

Tú dices que es lógico que no lo entienda. Eso ocurría en China. Una fundación artística alemana te había contratado para pintar, pero las autoridades chinas negaron la autorización.

– ¿Por qué?

Dices que era imposible saber por qué. En aquella época te informaste en todos los lugares; pediste a un amigo que fuera a preguntar a la administración pertinente, y le respondieron que tu actividad era la de escritor y no la de pintor.

– Pero ¿por qué razón un escritor no puede también ser pintor?

Le dices que ella no lo puede entender, aunque hable chino; lo que ocurre en China nunca se explica sólo con ayuda del idioma.

– Entonces no hablemos más del asunto.

Ella dice que recuerda muy bien aquella tarde, en la que el sol brillaba en tu habitación y estaba sentada en un sofá contemplando tus cuadros, incluso tenía muchas ganas de comprarte uno. Sin embargo, todavía era estudiante y no tenía suficiente dinero. Fuiste tú quien le ofreciste uno. Ella dijo que no podía aceptarlo, que era tu trabajo de creación. Tú le explicaste que a menudo regalabas cuadros a los amigos, que los chinos no se compraban cuadros entre amigos. Ella dijo que os acababais de conocer, que todavía no erais amigos, que eso le molestaba, y que, sin embargo, si tenías un catálogo, podías darle un ejemplar, o podía comprártelo. Pero le dijiste que en China era imposible publicar un catálogo de cuadros, pero que, ya que le gustaban tanto, ¿por qué no podías regalarle uno? Ella te dice ahora que tu cuadro todavía está colgado en su casa de Francfort, que para ella es un recuerdo muy especial, una especie de sueño, una imagen interior en la que uno se pierde.

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