Nicholas Sparks - Fantasmas Del Pasado

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Jeremy Marsh es un periodista especializado en desenmascarar fraudes con apariencia de hechos sobrenaturales. Allí donde parece darse un caso extraño que escapa a toda explicación lógica, él se empeña en demostrar que para encontrarla sólo hace falta investigar el caso a fondo y seguir en todo momento los dictámenes de la razón. Hasta ahora nunca se ha equivocado, y con esa determinación viaja a Boone Creek, una pequeña localidad de Carolina del Norte, en busca de la causa real que se esconde detrás de unas apariciones fantasmagóricas en el cementerio del pueblo. La leyenda local habla de una maldición y de almas que vagan con sed de venganza, pero ¿cuánto de verdad y cuánto de fábula hay en esa leyenda, como en todas las demás?
Sin embargo, Jeremy ha de enfrentarse a algo verdaderamente inesperado, para lo que esta vez su razón no tiene respuesta: el encuentro con Lexie Darnell, la nieta de la vidente del pueblo. Y es que Jeremy podía prever que Lexie lo ayudaría en sus pesquisas gracias a su trabajo como bibliotecaria, pero no que él acabaría enamorándose perdidamente de ella. El dilema no tardará en surgir: si la joven pareja quiere empezar a construir un futuro en común, Jeremy deberá arriesgarse a otorgar un voto de confianza a la fe ciega, en la que nunca había creído…

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– ¿Y qué me dices del don de averiguar dónde hay agua?

– Lo mismo -respondió impasible-. No hay demasiada demanda por aquí para alguien con sus habilidades. La sección más meridional del condado se asienta sobre una gran reserva de agua. Pero cuando Doris era una niña, en Cobb County en Georgia, que es donde se crió, muchos granjeros iban a verla para solicitarle ayuda, especialmente durante los meses de sequía. Y aunque no tenía más de ocho o nueve años, siempre encontraba agua.

– Vaya, qué interesante -dijo Jeremy.

– Me parece que todavía no me crees.

Jeremy cambió de posición en el asiento.

– Debe de haber una explicación lógica. Siempre la hay.

– ¿No crees en ningún tipo de magia?

– No.

– Qué pena -repuso ella-. Porque a veces es real como la vida misma.

Jeremy sonrió.

– Quién sabe. Igual descubro algo y cambio de parecer mientras estoy aquí.

Ella también sonrió.

– Eso ya ha empezado a pasarte. Lo único es que eres demasiado cabezota como para aceptarlo.

Después de dar buena cuenta de toda la comida, Jeremy puso en marcha el motor y descendieron de Riker's Hill a trompicones, con las ruedas delanteras a punto de hundirse en cada bache profundo. La suspensión hacía el mismo ruido que un colchón de muelles viejo, y cuando llegaron al pie de la montaña, Jeremy exhibía unos nudillos completamente blancos y tensos sobre el volante.

Siguieron la misma carretera del camino de ida. Al pasar por delante del cementerio de Cedar Creek, Jeremy no pudo evitar desviar la vista hacia la cima de Riker's Hill. A pesar de la distancia, pudo distinguir el lugar exacto donde habían aparcado.

– ¿Nos queda tiempo para ver un par de sitios más? Me encantaría dar una vuelta por el puerto, la fábrica de papel, y quizás el puente de caballetes por donde pasa el tren.

– Tenemos tiempo -afirmó ella-. Siempre y cuando no nos demoremos demasiado. Los tres sitios se encuentran en la misma zona.

Diez minutos más tarde, siguiendo las indicaciones de Lexie, Jeremy aparcaba nuevamente el coche. Se hallaban en uno de los recodos del pueblo, a un par de manzanas del Herbs y cerca del paseo marítimo paralelo al discurrir del río. El río Pamlico, de cerca de un kilómetro y medio de ancho, fluía enfurecido, con la corriente formando numerosos remolinos de espuma blanca mientras se precipitaba río abajo. En la otra orilla, cerca del puente de caballetes, la fábrica de papel -una imponente estructura- escupía nubes de humo por sus inhóspitas chimeneas.

Jeremy aprovechó para estirar las piernas y los brazos cuando se apeó del coche; en cambio, Lexie se estremeció e intentó hacer frente al notable cambio de temperatura cruzando los brazos.

– ¿Hace más frío o es sólo mi imaginación? -preguntó desconcertada, con las mejillas sonrosadas.

– Es cierto; empieza a refrescar -confirmó él-. Parece que hace más frío aquí que en la cima de la montaña, aunque quizá sólo sea que notamos más la diferencia de temperatura porque en el coche había puesto la calefacción.

Jeremy aceleró el paso para no quedarse rezagado cuando ella emprendió la marcha por encima del paseo entarimado. Al cabo de un rato, Lexie empezó a caminar más despacio y finalmente se detuvo y se apoyó en la barandilla mientras Jeremy observaba el puente de caballetes. Quedaba suspendido encima del río, a una gran altura para permitir el paso de los barcos; estaba construido con vigas entrecruzadas, lo que le confería un aspecto de puente colgante.

– Igual querías verlo desde más cerca -comentó ella-. Si tuviéramos más tiempo, te llevaría al otro lado del río, hasta el molino, aunque creo que desde aquí gozas de una vista privilegiada. -Señaló hacia el otro extremo del pueblo-. El puerto queda allí, cerca de la carretera principal. ¿Ves los veleros amarrados?

Jeremy asintió. No sabía por qué, pero se había imaginado que el lugar sería más impresionante.

– ¿Los barcos grandes pueden atracar en el puerto?

– Creo que sí. A veces es posible ver algunos yates imponentes de New Bern.

– ¿Y las gabarras?

– Supongo que también. El río está dragado para permitir el tránsito de esas grandes embarcaciones que transportan troncos de madera, pero normalmente atracan en el extremo más alejado. Mira. -Señaló hacia lo que parecía ser una pequeña cueva-. Allí hay un par, cargadas con troncos.

Jeremy desvió la vista hacia donde ella le indicaba, y después se fue volviendo lentamente, intentando coordinar diferentes puntos. Con Riker's Hill a lo lejos, el puente de caballetes y la fábrica parecían perfectamente alineados. ¿Coincidencia? ¿O acaso era un dato irrelevante? Observó fijamente la fábrica de papel, pensando si la parte superior de las chimeneas se iluminaba por la noche. Tendría que confirmar ese detalle.

– ¿Y todos los troncos se trasportan en esas barcazas, o también recurren al ferrocarril?

– Pues la verdad es que no lo sé, pero seguro que no nos costará demasiado averiguarlo.

– ¿Sabes cuántos trenes usan el puente de caballetes?

– No estoy segura. A veces oigo el silbido por la noche, y más de una vez he tenido que detenerme en el cruce del pueblo para dejar pasar a uno, aunque no puedo confirmarte el número preciso de trenes. Sé que realizan muchos viajes hasta el molino, que es donde se detienen.

Jeremy asintió con la cabeza y volvió a observar el puente de caballetes con porte pensativo.

Lexie sonrió.

– Sé lo que estás pensando. Piensas que quizá la luz de los trenes emite destellos cuando pasa por encima del puente y eso es lo que origina las luces, ¿no es cierto?

– Sí, es una posibilidad que se me ha pasado por la cabeza.

– Pues no. Ese no es el motivo -anunció ella, sacudiendo la cabeza repetidas veces.

– ¿Estás segura?

– Por la noche todos los trenes se dirigen hacia el enorme patio de la fábrica de papel, para que puedan cargarlos a la mañana siguiente. Así que la luz de la locomotora brilla en dirección opuesta, lejos de Riker's Hill.

Jeremy consideró la explicación mientras se apoyaba en la barandilla al lado de ella. El viento azotaba su melena, aportándole un aspecto desaliñado. Lexie escondió las manos en los bolsillos de la chaqueta.

– ¿Sabes qué? Entiendo perfectamente por qué te sientes tan orgullosa de haberte criado en este lugar -declaró él.

Ella se dio la vuelta para apoyarse de espaldas a la barandilla y clavó la vista en la calle principal del pueblo, con sus pequeñas tiendas pulidas y adornadas con banderas americanas, con su barbería, con su pequeño parque situado al final del paseo entarimado.

La acera estaba transitada por personas que entraban y salían de los establecimientos, trajinando bolsas. A pesar del aire fresco invernal, nadie parecía llevar prisa.

– Bueno, tengo que admitir que en cierta manera se parece bastante a Nueva York.

Jeremy se echó a reír.

– No lo decía por eso. Me refería a que probablemente a mis padres les habría encantado criar a sus hijos en un lugar como éste; con tantas zonas verdes y bosques donde poder jugar, e incluso con un río para bañarse cuando aprieta el calor. Debe de haber sido… idílico.

– Todavía lo es. O al menos eso es lo que algunos pensamos.

– Parece que no abandonarías Boone Creek por nada del mundo.

Lexie se quedó pensativa unos instantes.

– Es cierto, aunque me marché para ir a la universidad, y eso es algo que poca gente hace aquí. Es un condado pobre, y el pueblo ha pasado por numerosas penurias desde que cerraron el molino textil y la mina de fósforo. Además, son muchos los padres que no confían en las ventajas que supone el ofrecer a sus hijos una buena educación. A veces resulta duro convencer a los niños de que existen cosas más importantes en la vida que trabajar en la fábrica de papel que hay justo al otro lado del río. Yo vivo aquí porque quiero, porque así lo he elegido. Pero muchas de estas personas simplemente se quedan porque no pueden marcharse.

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