Él asintió antes de esbozar una sonrisa.
– Así que tienes treinta años…
De repente Lexie se acordó de que él había intentado averiguar su edad el día anterior.
– Sí -confirmó sintiéndose abrumada-. Supongo que me hago mayor.
– O que todavía eres joven, según cómo se mire -argumentó él-. Mira, cuando me deprimo al pensar en la edad, me pongo mis pantalones más bajos de tiro, me subo los calzoncillos basta el ombligo para que se vean, me coloco la gorra de béisbol con la visera echada hacia atrás, y salgo a pasear por algunas galerías comerciales mientras escucho música rap.
Lexie soltó una risita al imaginárselo con esa pinta. A pesar de que el aire era cada vez más fresco, se sintió arropada, como tonificada; aunque pareciera extraño, tuvo que admitir que se sentía a gusto con él. Todavía no estaba segura de si le gustaba -más bien tenía la impresión de que no- y por un momento intentó hacer un esfuerzo por reconciliar los dos sentimientos, lo que obviamente quería decir que era mejor evitar esa cuestión por completo. Puso un dedo sobre la barbilla.
– Ya me lo imagino, vaya pinta. Me parece que le das mucha importancia al estilo personal.
– Así es. Pero ayer me fijé en que nadie se mostró impresionado por mi atuendo, incluida tú.
Ella se echó a reír y, en el silencio reconfortante, lo observó tranquilamente.
– Supongo que tendrás que viajar mucho por tu trabajo, ¿no?
– Unas cuatro o cinco veces al año, y cada viaje dura un par de semanas.
– ¿Habías estado antes en un pueblo tan pequeño como este?
– No -respondió él-. Cada lugar tiene su propio encanto, pero puedo decir con toda franqueza que jamás había visitado un lugar como éste. ¿Y tú? ¿Has estado en algún otro sitio, además de en Nueva York?
– Estudié en la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, y pasé bastante tiempo en Raleigh. También estuve en Charlotte un día, cuando estudiaba en el instituto. El equipo de futbol local se convirtió en el campeón del estado cuando yo estudiaba el último año, así que nadie en el pueblo quiso perderse la final. Montamos una larguísima caravana de hasta casi cuatro millas. ¡Ah! ¡Y se me olvidaba! En Washington DC, en una excursión cuando era pequeña. Pero jamás he salido de Estados Unidos.
Mientras hablaba, era plenamente consciente de lo aburrida que debía de parecerle su vida a Jeremy, pero éste, como si le leyera el pensamiento, esbozó una cálida sonrisa.
– Te gustaría Europa. Las catedrales, los pueblos pintorescos, los bares y las plazas bulliciosas de los pueblos y de las ciudades. El estilo de vida relajado… Por tu forma de ser, segura que te sentirías como pez en el agua allí.
Lexie sonrió. Qué agradable pensamiento, pero… Ese era el problema. Siempre había un pero. La vida mostraba una desagradable tendencia a acotar las oportunidades exóticas. Viajar por placer a lugares lejanos no era una realidad al alcance de la mayoría de la gente, incluida ella. No podía convencer a Doris para que la acompañara, ni tampoco podía tomarse demasiados días libres de la biblioteca. De todos modos, ¿por qué diantre le estaba contando él toda esa película? ¿Para mostrarle que era más cosmopolita que ella? Lexie ya sabía eso de antemano; no hacía falta una exhibición tan desconsiderada.
No obstante, mientras intentaba digerir esos pensamientos, otra vocecita se interpuso en su monólogo mental, una voz que le decía que Jeremy sólo intentaba elogiarla, decirle que sabía que ella era diferente, más mundana de lo que parecía, y que por eso podía encajar en cualquier sitio sin ningún problema.
– Siempre he querido viajar -admitió finalmente, intentando sortear las voces contradictorias en su cabeza-. Debe de ser fantástico, si uno puede permitírselo, claro.
– Sí, a veces es maravilloso. Pero lo creas o no, lo que más me atrae es conocer a gente. Y cuando recuerdo los lugares donde he estado, a menudo veo caras en lugar de monumentos.
– Hablas como un verdadero sentimental -aseveró ella mientras pensaba: «Señor Marsh, es usted difícil de resistir. Mujeriego, romántico y altruista, viajero pero a la vez enamorado de su ciudad natal, mundano pero consciente de las cosas que realmente valen la pena en esta vida. Seguro que no importa adonde vaya o a quién conozca; no me cabe la menor duda de que tiene una habilidad innata para hacer que los demás, especialmente las mujeres, se sientan a gusto con usted». Lo cual, por supuesto, la llevaba directamente a aceptar la primera impresión que había tenido de él.
– Quizá sí que soy un sentimental -dijo Jeremy, sin apartar los ojos de ella.
– ¿Sabes lo que más me gustaba de Nueva York? -dijo Lexie cambiando de tema.
Él la miró con curiosidad.
– La sensación de que siempre pasaba algo en esa ciudad. A todas horas había gente caminando a un ritmo frenético por las aceras, y las calles estaban plagadas de taxis, sin importar la hora que fuera. Siempre había algún lugar adonde ir, algo que ver, un nuevo restaurante que probar. Era excitante, especialmente para alguien como yo, que se había criado en un pueblo pequeño; vaya, casi tan excitante como ir a Marte.
– ¿Por qué no te quedaste?
– Supongo que podría haberlo hecho. Pero no era el lugar más idóneo para mí. Al principio tenía una buena razón para estar allí. Me fui con mi novio.
– Ah -dijo Jeremy-. Así que lo seguiste hasta Nueva York.
Ella asintió con la cabeza.
– Nos conocimos en la universidad. Parecía tan…, no lo sé…, tan perfecto, supongo. Era de Greensboro. Provenía de una buena familia y era sumamente inteligente. Y muy guapo, también; tan guapo como para conseguir que cualquier mujer ignorara sus mejores instintos y cayera rendida a sus pies. Se interpuso en mi camino, y al día siguiente me encontré siguiéndolo a ciegas hasta la gran ciudad, sin poder evitarlo.
– ¿De veras era tan especial? -Jeremy sonrió socarronamente.
Lexie también sonrió maliciosamente. A los hombres no les gustaba oír halagos sobre otros hombres, especialmente si éstos habían mantenido una relación formal con la mujer que les interesaba.
– Todo fue viento en popa durante el primer año. Incluso habíamos decidido casarnos. -Lexie pareció perderse en sus pensamientos, luego entornó los ojos y soltó un suspiro antes de proseguir-. Obtuve una plaza de interina en la biblioteca de la Universidad de Nueva York, y Avery encontró trabajo en Wall Street; hasta que un día me lo encontré en la cama con una de sus compañeras de trabajo. Fue un golpe muy duro, pero me di cuenta de que no era el tipo que yo esperaba, así que hice las maletas y regresé. Desde entonces no lo he vuelto a ver.
La brisa empezó a soplar con más fuerza, con un lento y prolongado silbido.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó ella, intentando cambar de tema nuevamente-. Aunque estoy a gusto aquí, charlando contigo, creo que será mejor que coma algo. Si estoy hambrienta, suelo ponerme verdaderamente insoportable.
– La verdad es que yo también me muero de hambre -repuso él.
Regresaron al coche y se repartieron la comida. Jeremy abrió la caja de galletas saladas. Sentado en el asiento del conductor, se dio cuenta de que la vista que tenían delante no era nada especial, así que puso el motor en marcha y maniobró por la explanada hasta que encaró el coche hacia la fabulosa panorámica del pueblo; entonces apagó el motor.
– Así que volviste a Boone Creek y te pusiste a trabajar de bibliotecaria y…
– Así es -constató ella-. Eso es lo que he estado haciendo durante los últimos siete años.
Jeremy hizo sus cuentas y calculó que Lexie debía de tener treinta y un años.
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