– ¿Las tierras de Riker's Hill pertenecen al Estado?
Ella asintió.
– Las compraron a una de las grandes compañías de madera (Weyerhaeuser o Georgia-Pacific o algo parecido) cuando yo era pequeña. Parte de nuestra historia local, ya sabes, pero no es un parque ni nada por el estilo. Creo que hace tiempo tenían planes para convertirlo en un campin, pero al final no han hecho nada.
Los pinos se condensaron a medida que la pista se estrechaba, pero el camino pareció mejorar cuando avanzaron más hacia la cumbre, siguiendo una pauta casi en zigzag. A cada momento se cruzaban con otras pistas forestales, que Jeremy dedujo que eran las que usaban los cazadores.
Al cabo, los árboles empezaron a dispersarse y pudieron divisar un pedazo más amplio del cielo. Cuando ya estaban muy cerca de la cima, la vegetación se hizo más ligera, hasta que finalmente llegó a desaparecer casi por completo. Docenas de árboles habían quedado reducidas drásticamente a la mitad, y menos de un tercio de los que se habían salvado de la tala indiscriminada estaban todavía vivos. La inclinación del tramo final de la ladera se hizo menos pronunciada, hasta que llegaron a una superficie plana en el último tramo hasta la cima. Jeremy aparcó el coche a un lado de la pista. Lexie le hizo una señal para que apagara el motor, y los dos salieron del auto.
Lexie cruzó los brazos mientras caminaban. El aire parecía más fresco allí arriba; la brisa, más invernal. El cielo también parecía estar más cerca de ellos. Las nubes ya no tenían rasgos monótonos, sino que ahora se retorcían en formas distintivas. Más abajo se podía ver el pueblo, con sus tejados formando una malla contigua, encumbrados a lo largo de calles rectas, una de las cuales conducía directamente hasta el cementerio de Cedar Creek. Justo en los confines del pueblo, el viejo río salobre se asemejaba a una sinuosa barra de hierro. Jeremy avistó el puente sobre la carretera y también el puente de caballetes por el que pasaba el tren, mientras un halcón de cola roja planeaba en círculos sobre sus cabezas. Fijó la vista con más atención en un punto determinado hasta que distinguió la diminuta silueta de la biblioteca, y luego el enclave donde se asentaba Greenleaf, aunque los búngalos se confundían con la vegetación difuminada.
– Qué vista más espectacular -acertó a decir finalmente.
Lexie señaló hacia uno de los extremos del pueblo.
– ¿Ves esa casita de allí, la que está cerca del estanque? Ahí vivo yo. ¿Y esa otra más alejada? Es la casa de Doris. Allí es donde crecí. A veces, cuando era una niña, miraba hacia la colina e imaginaba que me veía a mí misma, contemplándome desde aquí arriba.
Jeremy sonrió. La brisa jugueteaba con el pelo de Lexie mientras ella continuaba exteriorizando sus pensamientos.
– Mis amigos y yo solíamos venir aquí y nos quedábamos mucho rato cuando teníamos quince años. Durante los meses de verano, el calor hace que las luces de las casas titilen, casi con tanta intensidad como las estrellas. Y las luciérnagas… Bueno, en junio hay tantas que prácticamente parece que haya otro pueblo en el cielo. Aunque todo el mundo conoce este lugar tan especial, no suele estar muy concurrido. Así que era el punto de reunión de la pandilla, un lugar que podíamos compartir sin que nadie nos molestara.
De pronto dejó de hablar, manifiestamente incómoda y nerviosa; aunque el motivo de su nerviosismo sólo lo supiera ella.
– Recuerdo un día que se esperaba una fuerte tormenta. Mis amigos y yo convencimos a uno de los muchachos para que nos subiera aquí con su tractor, uno de esos remolcadores de oruga que podría trepar por el Gran Cañón si se lo propusiera. Nuestra intención era presenciar el espectáculo de relámpagos desde este sitio privilegiado, sin pararnos a pensar que nos colocábamos en el punto más alto de la zona. Al principio nos pareció impresionante. El cielo entero se iluminó cuando empezaron a caer los relámpagos, a veces con unos destellos sesgados, otras con unas luces destellantes. Animados, nos pusimos a contar en voz alta hasta el estruendo del siguiente trueno, ya sabes, eso que se hace para calcular a qué distancia queda la tormenta. Pero en cuestión de segundos, y sin que nos diera tiempo a reaccionar, el aguacero se nos echó encima. El viento empezó a soplar con tanta virulencia que el tractor no paraba de tambalearse, y la cortina de lluvia era tan tupida que no veíamos nada. Entonces los relámpagos empezaron a caer con una furia desmedida sobre los árboles cercanos; unas gigantescas descargas provenientes del cielo, tan cerca de nosotros que incluso podíamos notar cómo temblaba la tierra bajo nuestros pies con cada impacto. Todavía puedo ver la imagen espeluznante de las copas de los pinos estallando, como bolas chispeantes.
Mientras Lexie relataba la historia, Jeremy se dedicaba a observarla. Era la primera vez que explicaba tantas cosas sobre sí misma desde que se habían conocido, e intentó imaginársela a los quince años. ¿Cómo era cuando iba al instituto? ¿Una de las animadoras populares? ¿O una de esas empollonas que se pasaban todas las horas metidas en la biblioteca? «¡Qué más da!», se dijo; al fin y al cabo no era más que agua pasada. ¿A quién le importaba lo que había sucedido en el instituto? Sin embargo, incluso ahora, cuando Lexie continuaba perdida en sus memorias, a él se le hacía imposible figurársela a esa temprana edad.
– Supongo que estabas aterrorizada -apuntó Jeremy-. Un rayo puede estar a cincuenta mil grados centígrados de temperatura, ¿lo sabías? Es decir, diez veces más candente que la superficie del sol.
Ella sonrió, sorprendida.
– No, no lo sabía. Pero tienes razón. Me parece que jamás he estado tan aterrorizada en toda mi vida.
– ¿Y qué sucedió?
– Bueno, llegó un momento en que la tormenta tocó a su fin, como sucede siempre. Y cuando nos hubimos recuperado de la gran impresión, regresamos al pueblo. Pero recuerdo que Rachel me agarró de la mano con tanta fuerza que me dejó las uñas marcadas.
– ¿Rachel? ¿No te referirás a la camarera del Herbs?
– Sí, la misma. -Se cruzó nuevamente de brazos y lo miró con curiosidad-. ¿Por qué? ¿Ha intentado ligar contigo a la hora del desayuno?
Jeremy empezó a balancearse, apoyando todo el peso de su cuerpo de un pie a otro alternativamente.
– Hombre, tampoco lo definiría de ese modo. Digamos que… me ha parecido una chica bastante lanzada.
Lexie se echó a reír.
– No me sorprende. Rachel es… Bueno, Rachel es así. Es una de mis mejores amigas desde la infancia, y sigo considerándola como una hermana. Supongo que siempre sentiré el mismo aprecio por ella. Pero después de marcharme a la universidad y luego a Nueva York… No sé cómo explicarlo… Cuando regresé, ya nada volvió a ser igual. Algo había cambiado. No me malinterpretes; es una chica formidable y divertidísima, y no tiene ni un pelo de tonta, pero…
Se detuvo unos instantes, como buscando las palabras adecuadas. Jeremy la observó con atención.
– ¿Veis la vida de una manera distinta, quizá? -sugirió él.
Ella suspiró.
– Sí, supongo que sí.
– Me parece que eso nos pasa a todos cuando nos hacemos mayores -respondió Jeremy-. Descubrimos nuestra propia identidad y lo que queremos, y entonces nos damos cuenta de que la gente que conocemos desde la infancia no interpreta las cosas del mismo modo. Y por eso, aunque recordemos los viejos tiempos con nostalgia, nuestras vidas toman sendas muy diferentes. Es perfectamente normal.
– Lo sé. Pero en un pueblo de pequeñas dimensiones, estas cosas se notan mucho más. Queda tan poca gente de treinta años, e incluso menos que esté soltera… Realmente es como un mundo reducido.
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