Nicholas Sparks - Fantasmas Del Pasado

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Jeremy Marsh es un periodista especializado en desenmascarar fraudes con apariencia de hechos sobrenaturales. Allí donde parece darse un caso extraño que escapa a toda explicación lógica, él se empeña en demostrar que para encontrarla sólo hace falta investigar el caso a fondo y seguir en todo momento los dictámenes de la razón. Hasta ahora nunca se ha equivocado, y con esa determinación viaja a Boone Creek, una pequeña localidad de Carolina del Norte, en busca de la causa real que se esconde detrás de unas apariciones fantasmagóricas en el cementerio del pueblo. La leyenda local habla de una maldición y de almas que vagan con sed de venganza, pero ¿cuánto de verdad y cuánto de fábula hay en esa leyenda, como en todas las demás?
Sin embargo, Jeremy ha de enfrentarse a algo verdaderamente inesperado, para lo que esta vez su razón no tiene respuesta: el encuentro con Lexie Darnell, la nieta de la vidente del pueblo. Y es que Jeremy podía prever que Lexie lo ayudaría en sus pesquisas gracias a su trabajo como bibliotecaria, pero no que él acabaría enamorándose perdidamente de ella. El dilema no tardará en surgir: si la joven pareja quiere empezar a construir un futuro en común, Jeremy deberá arriesgarse a otorgar un voto de confianza a la fe ciega, en la que nunca había creído…

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– No, no es nada importante.

Rachel se quedó inmóvil delante de la mesa, como si estuviera considerando lo que iba a decir a continuación.

– Esta mañana te he visto sentado con Jeremy Marsh.

– ¿Quién? -inquirió Rodney, intentando aparentar un aire abstraído.

– El periodista de Nueva York. ¿No te acuerdas?

– Ah, sí. Pensé que lo más cortés era presentarme.

– Es un tipo muy apuesto, ¿no crees?

– Mira, no me fijo en si los otros hombres son apuestos o no -dijo él refunfuñando.

– Pues para que te enteres, lo es. Podría pasarme todo el día contemplándolo. Ese pelo… Me entran unas ganas inmensas de acariciar ese pelo con mis dedos. Todo el mundo habla de él.

– Pues qué bien -murmuró Rodney, sintiéndose todavía peor.

– Me ha invitado a ir a Nueva York -dijo Rachel vanagloriándose.

Rodney levantó la vista y la miró desconcertado, preguntándose si había oído bien.

– ¿Ah, sí?

– Bueno, más o menos. Me dijo que debería visitar esa ciudad, y aunque no utilizó las palabras precisas, creo que se refería que quería que fuera a visitarlo a él.

– ¿De veras? Eso es fantástico.

– ¿Y qué te ha parecido?

Rodney se puso tenso en la silla.

– Bueno, tampoco es que hayamos hablado tanto rato…

– Oh, pues deberías hacerlo. Es un tipo muy interesante, muy listo. Y ese pelo… ¿Dijo algo sobre su pelo?

– No -respondió Rodney. Tomó otro sorbo de café, intentando ordenar las ideas para comprender lo que sucedía. ¿De veras ese tipo había invitado a Rachel a ir a Nueva York? ¿O Rachel se había autoinvitado? No estaba del todo seguro. No podía creer que el urbanita la encontrara atractiva, y sin lugar a duda ese tipo era la clase de hombre que volvía locas a mujeres como Rachel, pero… Rachel solía exagerar y Lexie y el urbanita estaban por ahí solos, en algún lugar desconocido. Algo no acababa de cuadrar en toda esa historia.

Rodney hizo ademán de levantarse de la silla.

– Bueno, si ves a Lexie, dile que he pasado a saludarla, ¿vale?

– No te preocupes. ¿Quieres que te ponga el resto del café en un vaso térmico para que te lo puedas llevar?

– No, gracias. Me parece que ya he tomado suficiente café para el resto del día. Tengo el estómago un poco irritado.

– Oh, pobrecito. Creo que tenemos Pepto-Bismol en la cocina. ¿Quieres un par de pastillas?

– Te lo agradezco, Rach -respondió, intentando henchir el pecho para parecer de nuevo un oficial de policía-. Pero no creo que eso me ayude.

Al otro lado del pueblo, en la puerta de la oficina del contable, Gherkin apretó el paso para atrapar a Doris.

– ¡Justo la mujer que quería ver! -exclamó.

Doris se dio media vuelta y observó al alcalde mientras éste le acercaba. Gherkin lucía una americana roja y unos pantalones a cuadros, y Doris no pudo evitar preguntarse si era daltónico. La mayoría de las veces exhibía unos trajes absolutamente ridículos.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Tom?

– Como seguramente ya habrás oído, o quizá no, estamos preparando una cena especial para nuestro ilustre visitante, el señor Jeremy Marsh. Está escribiendo una historia sobre el pueblo que puede ser una verdadera bomba, y…

Doris terminó la historia mentalmente, repitiendo las palabras al mismo tiempo que el alcalde.

– … ya sabes lo importante que eso podría ser para el pueblo.

– Sí, eso he oído -aseveró ella-. Y seguramente será especialmente productivo para tu negocio.

– En esta ocasión pienso en toda la comunidad -proclamó él, ignorando el comentario mordaz-. Me he pasado la mañana intentando organizarlo todo para que no haya ni un solo fallo. Y pensaba que igual te gustaría colaborar; por ejemplo, podrías preparar algo para comer.

– ¿Quieres que me encargue de la cena?

– No gratuitamente, por supuesto. El Consistorio estará más que encantado de pagar los gastos. Hemos pensado en organizar una fiestecita en la plantación del viejo Lawson, en las afueras del pueblo. Ya he hablado con los encargados de la plantación, y me han confirmado que estarán más que encantados de prestarnos las instalaciones. Podríamos usar el evento como el pistoletazo de salida de la «Visita guiada por las casas históricas». También he hablado con los del periódico, y uno de los reporteros piensa dejarse caer por allí para…

– ¿Y cuándo planeas ofrecer esa fiestecita? -preguntó ella, interrumpiéndolo bruscamente.

El alcalde pareció un poco contrariado ante la abrupta interrupción.

– Esta noche. Pero como iba diciendo…

– ¿Esta noche? -volvió a interrumpirlo-. ¿Quieres que prepare la cena para esta noche?

– Es para una buena causa, Doris. Sé que demuestro una enorme desconsideración pidiéndote un favor así, pero te aseguro que esta oportunidad puede reportar unos enormes beneficios para el pueblo, por lo que no podemos perder el tiempo si queremos sacar una buena tajada. Los dos sabemos que tú eres la única persona capaz de organizar una cosa de tal envergadura. Tampoco es que te pida nada especial… Más bien estaba pensando en tu pollo con pesto, pero preparado no como un bocadillo sino…

– ¿Jeremy Marsh sabe lo de la fiestecita?

– Claro que sí. Se lo comenté esta mañana, y pareció muy contento.

– ¿De veras? -apuntó ella, apoyándose en la pared y con cara de incrédula.

– Y también había pensado en invitar a Lexie. Ya sabes lo importante que es tu nieta para todos los muchachos del pueblo.

– No creo que acepte. Odia ir a esa clase de eventos; sólo asiste cuando es absolutamente necesario, y no me parece que éste sea absolutamente necesario.

– Quizá tengas razón. De todos modos, como iba diciendo, me gustaría aprovechar esta noche para inaugurar el programa del fin de semana.

– Creo que olvidas que estoy en contra de la idea de usar el cementerio como una atracción turística.

– Lo sé -aseveró él-. Recuerdo tus palabras exactamente. Pero tú quieres hacer oír tu voz, ¿no es cierto? Si no te dejas ver, no habrá nadie que represente tu punto de vista.

Doris se quedó mirando al alcalde fijamente durante un buen rato. Sin lugar a dudas, ese hombre sabía perfectamente qué tecla había que pulsar en cada momento. Además, tenía razón. Podía imaginar lo que Jeremy acabaría escribiendo si ella no asistía a la cena y él sólo recibía información por parte del alcalde. Tom tenía razón: ella era la única que podía organizar una cena en tan poco tiempo.

Al alcalde no se le escapaba que Doris se había estado preparando para el duro fin de semana que se avecinaba, y que en la cocina del Herbs tenía comida de sobras para abastecer a todo un regimiento.

– De acuerdo -capituló Doris-. Me encargaré de la cena, pero ni por un segundo creas que me pondré a servir a toda esa gente. Será un bufé libre, y yo me sentaré en una de las mesas, como el resto de los invitados.

Gherkin sonrió.

– Es que no lo aceptaría de otro modo, Doris.

Rodney Hopper, el ayudante del sheriff, estaba sentado en su coche, aparcado justo enfrente de la biblioteca, preguntándose si debía entrar o no a hablar con Lexie. Podía ver el auto del urbanita en el aparcamiento, lo cual significaba que ya habían regresado de quién sabía dónde, y podía ver luz en el despacho de Lexie a través de la ventana.

Se imaginó a Lexie sentada delante de la mesa, leyendo, con las rodillas dobladas y los pies sobre la silla, jugueteando con un mechón de pelo con una mano mientras que con la otra pasaba las páginas de un libro. Deseaba verla, pero el problema era que sabía que no tenía ninguna excusa para hacerlo. Jamás se dejaba caer por la biblioteca para charlar con ella porque era consciente de que tal vez Lexie no quería que lo hiciera. Ella nunca le había sugerido que fuera a verla, y si alguna vez él intentaba encauzar la conversación en esa dirección, Lexie cambiaba de tema. En cierto modo tenía sentido, porque ella tenía que trabajar, pero al mismo tiempo, Rodney pensaba que si la convencía para que le permitiera visitarla de vez en cuando, eso supondría otro pequeño paso adelante en su relación.

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