– «Oh, qué amigo nos es Cristo» -canturrea, con voz trémula y sin las inquietas síncopas de la versión que oyó en la iglesia-. «Él sintió nuestra aflicción…» -Mientras canta, estira la mano, la palma pálida, y lo toca en la frente, una frente amplia e íntegra doblada bajo el peso de más fe de la que muchos hombres pueden soportar, y desviando los dedos, con sus uñas a dos colores, pellizca el lóbulo de la oreja de Ahmad al terminar-: «… díselo en oración.»
La observa volver a vestirse con brío: primero el sujetador, luego, con un movimiento divertido, sus breves braguitas, después, el top ajustado, lo bastante corto para dejar descubierta una tira del vientre, y la minifalda escarlata. Se sienta al borde de la cama para ponerse las botas de puntera, encima de unos finos calcetines blancos que no la había visto quitarse. Para proteger el cuero del sudor, y a sus pies del olor.
¿Qué hora es? Cada día oscurece más temprano. No más tarde de las siete; ha estado con ella menos de una hora. Su madre ya debe de estar en casa, esperándolo para darle de comer. Últimamente le dedica más tiempo. Pero la realidad tiene otras urgencias: debe levantarse y borrar cualquier huella de sus cuerpos en el colchón envuelto en plástico, devolver la alfombra y los cojines a su lugar en el piso de abajo y conducir a Joryleen entre las mesas y butacas, pasar el mostrador y la fuente de agua fría, y salir por la puerta de atrás a la noche, asaltada por los faros de los coches ya no tanto de trabajadores que vuelven a casa como de personas a la caza de algo, de una cena o de amor. La canción de Joryleen y el haber eyaculado lo han dejado tan adormecido que la idea, mientras recorre las doce manzanas que lo separan de casa, de meterse en la cama y no volver a despertar no le parece terrorífica.
El sheij Rachid lo saluda con una expresión coránica: «fa-inna ma'a 'l-'usri yusrā» . Ahmad, tras tres meses sin acudir a clase en la mezquita y con su árabe clásico un poco oxidado, tiene que descifrar la cita mentalmente y considerar sus posibles significados ocultos. «La adversidad y la felicidad van a una.» La identifica como una aleya de «El consuelo», una de las primitivas suras mequíes que están hacia el final del Libro por su brevedad pero apreciadas por el maestro a causa de su naturaleza lacónica y enigmática. A veces se la ha titulado también «La abertura», y en ella Dios se dirige al propio Profeta: «¿No te hemos infundido ánimo y liberado de la carga que agobiaba tu espalda?».
Su encuentro con Joryleen había sido el viernes previo al día del Trabajo, así que no fue hasta el martes siguiente cuando Charlie Chehab le preguntó en el trabajo:
– ¿Qué tal fue?
– Bien -dijo Ahmad por toda respuesta-. Resulta que la conocía, un poco, del Central High. Desde entonces se ha ido extraviando.
– ¿Hizo su trabajo?
– Oh, sí. Cumplió.
– Fantástico. Su chulo me prometió que lo haría bien. Qué alivio. Para mí, quiero decir. No me sentía a gusto, contigo sin estrenar. No sé por qué me lo tomé como algo personal, pero así fue. ¿Te sientes un hombre nuevo?
– ¡Y tanto! Ahora veo la vida a través de un nuevo velo. De una nueva lente, debería decir.
– Genial. ¡Genial! Hasta tu primer revolcón, realmente es como si no hubieras vivido. El mío fue a los dieciséis. Bueno, de hecho fueron dos: con una profesional, con goma, y luego con una chica del barrio, a pelo. Pero en aquellos tiempos todo era más loco, antes del sida. Suerte que los de tu generación sois precavidos.
– Sí, lo hicimos con protección.
Ocultar su secreto -que seguía siendo puro- a Charlie lo hizo sonrojarse. No tenía la menor intención de defraudar a su mentor contándole la verdad. Quizá ya habían compartido demasiadas cosas en la intimidad de la cabina mientras el Excellency desfilaba por New Jersey al son zumbante de sus ruedas. El consejo de Joryleen de apartarse de ese camión lo seguía lacerando.
Esa mañana, Charlie tenía un aire angustiado, se ocupaba con nerviosismo de varias cosas a la vez. Las arrugas se dibujaban permanentemente en su cara, las fugaces muecas de su expresiva boca parecían excesivas en el escenario donde se encontraba: su despacho tras la sala de exposición, el lugar donde toma el café todas las mañanas y prepara el plan del día. Ahí esperaban los monos verde oliva sin lavar y los impermeables amarillos para días de reparto con lluvia; estaban colgados como pellejos en las perchas. Charlie le hizo saber:
– Durante el fin de semana largo me topé con el sheij Rachid.
– ¿Ah, sí? -Tras pensarlo, a Ahmad le pareció normal, teniendo en cuenta que los Chehab son miembros importantes de la mezquita.
– Dice que le gustaría verte en el centro islámico.
– Para castigarme, supongo. Ahora que trabajo, descuido el Corán y también asistir a los servicios del viernes, aunque eso sí, siempre cumplo con el salat , no me salto ni uno de los cinco rezos diarios, esté donde esté, mientras sea un lugar impoluto.
Charlie frunció el ceño.
– No es sólo un asunto entre tú y Dios, campeón. Él envió a Su profeta, y el Profeta fundó una comunidad. Sin la umma , el conjunto de saberes teóricos y prácticos con que se gobiernan en grupo los justos, la fe es una semilla que no da fruto.
– ¿Te pidió el sheij Rachid que me dijeras eso? -Había sonado más al imán que a Charlie.
Con ese gesto suyo repentino y contagioso con que muestra los dientes, el tipo sonrió, como un niño al que hubieran pillado en alguna travesura.
– El sheij Rachid no necesita que nadie hable por él. Y no, no te quiere ver para regañarte; todo lo contrario, te quiere ofrecer una oportunidad. Vaya, cierra esa bocaza, ya estás hablando más de la cuenta. En fin, que sea él mismo quien te lo diga. Hoy terminaremos pronto el reparto y te dejaré en la mezquita.
Y así ha llegado ante su maestro, el imán yemení. En el salón de belleza de debajo de la mezquita, pese a estar bien provisto de sillas de trabajo, sólo hay una manicura vietnamita leyendo una revista; y por un resquicio de la larga persiana del escaparate del se cambian cheques también puede vislumbrar que tras la alta ventanilla, protegida con una reja, hay un corpulento hombre blanco bostezando. Ahmad abre la puerta que se encuentra entre estos dos negocios, la roñosa puerta verde del número 2781½, y sube el estrecho tramo de escaleras que lleva al vestíbulo donde antiguamente los clientes del viejo estudio de danza esperaban para empezar sus clases. En el tablón de anuncios junto a la puerta del despacho del imán siguen colgadas las hojas impresas de ordenador que anuncian clases de árabe, de orientación al sagrado, correcto y decoroso matrimonio en la era moderna, y de conferencias sobre historia de Oriente Medio pronunciadas por algún que otro mulá que estuviera de visita. El sheij Rachid, en su caftán con bordados de plata, le sale al paso y estrecha la mano de su pupilo con inusitados fervor y ceremonia; parece que el verano no haya pasado por él, aunque en su barba han aparecido quizás algunas canas más, a juego con sus ojos gris paloma.
Al saludo inicial, cuyo significado aún anda rumiando Ahmad, el sheij Rachid añade: «wa la 'l-akhiratu kbayrun laka mina 'l-ūld. wa la-sawfayu'tika rabbukafa-tardā». Ahmad reconoce vagamente el fragmento, que pertenece a una de las breves suras mequíes a las que su maestro tiene tanto apego, quizá de la titulada «La mañana», que manifiesta que el futuro, la otra vida, merece mayor estima que el pasado. «Tu Señor te dará y quedarás satisfecho.» Y el sheij Rachid dice luego, en inglés:
– Querido muchacho, he echado de menos nuestras horas de estudio compartido de las Escrituras, hablando de grandes asuntos. También yo aprendía. La simplicidad y la fuerza de tu fe instruía y fortalecía la mía. Hay muy pocos como tú. -Acompaña al joven hasta el despacho y se sienta en la alta butaca desde la que imparte sus lecciones-. Bueno, Ahmad -le dice, cuando ya ambos han tomado asiento en el lugar acostumbrado, alrededor del escritorio, en cuya superficie no hay más que un ejemplar gastado, de tapas verdes, del Corán-, has viajado al amplio mundo de los infieles, lo que nuestros amigos musulmanes negros llaman «el mundo muerto». ¿Han cambiado tus creencias?
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