Mientras los dos hombres se dirigen hacia la salida trasera, al aparcamiento y a sus respectivos coches -el padre tiene un Buick, el hijo, un Saab-, Charlie le repite a Ahmad las instrucciones acerca de activar la alarma y cerrar la puerta con el engrasado candado doble. El señor Chehab pregunta:
– ¿El chico se queda?
Charlie apoya una mano en la espalda de su padre instigándolo a salir.
– Papá, le he dejado a Ahmad una tarea pendiente en el piso de arriba. Te fías de él para que cierre, ¿no?
– ¿Por qué lo preguntas? Es un buen chico. Como de la familia.
– De hecho -Ahmad oye las explicaciones que Charlie le da a su padre en la dársena de carga-, el chaval tiene una cita y quiere lavarse y ponerse ropa limpia.
«¿Una cita?», piensa Ahmad. Ya ha adivinado la sorpresa que le ha preparado Charlie: será un almohadón, como el que transportó, lleno de dinero, una paga extra de final de verano. Pero como queriendo confirmar la mentira de Charlie a su padre, Ahmad se limpia, en el pequeño aseo que hay junto a la fuente de agua fría, la mugre que se le ha acumulado en las manos durante el día, y se echa agua en cuello y cara antes de ir a las escaleras que, en mitad de la tienda, conducen al segundo piso. Sube los peldaños con pasos silenciosos. En la segunda planta se exponen camas y tocadores, mesitas de noche y armarios roperos, espejos y lámparas. Ve estos objetos a la tenue luz de una lámpara de noche lejana, mientras los faros de los coches que vuelven a casa parpadean en los altos ventanales. Las pantallas de las lámparas apagadas hienden las sombras con sus cantos agudos, del techo cuelgan como arañas las instalaciones eléctricas. Hay camas con cabeceras acolchadas y cabeceras de madera con formas floridas, y también de barras de latón paralelas. Los colchones están dispuestos uno al lado de otro por las dos paredes, en sendas perspectivas de planos que se mantienen tirantes por la rigidez de sus muelles y sus estructuras interiores de metal. Mientras avanza entre las dos superficies proyectadas, le late el corazón y llega a su nariz el prohibido humo de un cigarrillo, y a sus oídos una voz familiar.
– ¡Ahmad! No me han dicho que serías tú.
– ¿Joryleen? ¿Eres tú? A mí no me han dicho nada.
La chica negra sale de detrás de la pantalla de la lámpara tenue, al pie de la cual se alza, como una escultura, enroscándose lentamente, el humo de su cigarrillo, apagado con prisas en un cenicero improvisado con el papel de aluminio de una chocolatina. Mientras sus ojos se acostumbran a la oscuridad, ve que la chica lleva una minifalda de vinilo rojo y un top ajustado de color negro con escote de barco. Sus redondeces parecen haber sido vertidas en un nuevo molde, más estrecho en la cintura; las mandíbulas también están más enjutas. Lleva el pelo más corto y con mechones oxigenados, como nunca antes en el Central High. Cuando mira hacia abajo, ve que calza unas botas blancas con las costuras en zigzag y las punteras afiladas, de esas nuevas que tienen un montón de espacio sobrante en la punta.
– Lo único que me dijeron era que esperase a un chico al que había de desvirgar.
– Al que había que echarle un polvo, estoy seguro de que te lo ha dicho así.
– Sí, me parece que sí. No es una expresión que oigas a menudo, hay muchísimas otras maneras de llamarlo. El tipo me dijo que era tu jefe y que trabajabas aquí. Al principio habló con Tylenol, pero luego quiso verme para explicarme lo delicada que tenía que ser con el chico en cuestión. Era un árabe alto, con una boca inquieta y misteriosa. Me dije: «Joryleen, no te fíes de este tipo», pero me dio bastante dinero. Unos cuantos billetitos.
Ahmad está boquiabierto; no habría descrito a Charlie como árabe ni como misterioso.
– Son libaneses. Charlie se ha criado como un estadounidense más. No es exactamente mi jefe, es el hijo del propietario, y transportamos muebles juntos.
– Vaya, Ahmad, y perdona que te lo diga, pero en el instituto imaginaba que harías algo un poco mejor que esto. Algo en lo que pudieras usar más la cabeza.
– Bueno, Joryleen, se podría decir lo mismo de ti. Guardo un buen recuerdo de la última vez, ibas vestida con una túnica del coro. ¿Qué haces con esta ropa de puta, y hablando de desvirgar a la gente?
Ella echa la cabeza atrás con un ademán defensivo, haciendo morritos; se ha pintado los labios con un carmín brillante, color coral.
– No es por mucho tiempo -explica-. Sólo unos cuantos favores que Tylenol me pide que le haga a algunas personas, hasta que nos establezcamos y podamos comprarnos una casa y todo eso. -Joryleen mira alrededor y cambia de tema-: ¿Me estás diciendo que una pandilla de árabes es propietaria de todo esto? ¿De dónde sacan el dinero?
– No entiendes de negocios. Pides un préstamo al banco para comprar el stock, y luego incluyes los intereses en el apartado de gastos. Se llama capitalismo. Los Chehab vinieron en los años sesenta, cuando todo era más fácil.
– Debía de serlo -dice ella, y se sienta rebotando en un colchón con un dibujo de rombos y revestido de un brocado con hilos plateados. Su diminuta minifalda roja, más corta que la de una animadora, le permite a Ahmad ver sus muslos, que quedan ensanchados por la presión del borde del colchón. Sólo puede pensar en sus bragas, aprisionadas entre su culo desnudo y el elegante cutí del tapiz; la idea le oprime la garganta. Todo lo que la rodea parece brillar: el lápiz de labios color coral, el cabello corto, moldeado con gel hasta hacer coletitas como púas de puerco espín, la purpurina dorada en el maquillaje graso de alrededor de sus ojos. Para llenar este silencio, Joryleen habla-: Aquéllos eran tiempos fáciles, comparados con la actualidad y su mercado laboral.
– ¿Y por qué no se busca Tylenol un empleo para ganar ese dinero que quiere?
– Lo que tiene en mente es demasiado grande para cualquier trabajo tradicional. Tiene previsto ser un pez gordo algún día, y mientras tanto me pide que ponga un poco de pan en la mesa. No quiere que trabaje en la calle, solamente que le haga un favor aquí y allá, generalmente a algún blanco. Cuando estemos instalados me va a tratar como a una reina, dice. -Desde que terminaron el instituto se ha puesto un arito en una ceja, que se añade a lo que ya tenía, la cuenta de la nariz y la hilera de pendientes que parece una oruga comiendo de la parte superior de su oreja-. Bueno, Ahmad. No te quedes ahí como un pasmarote. ¿Qué te gustaría? Te podría hacer una mamada aquí mismo y zanjar el asunto, pero creo que tu señor Charlie prefería que pillaras cacho del todo, lo cual incluye condón y lavarse después. Me ha pagado por un servicio completo, para que tuvieras lo que te apetezca. Me previno de que serías un poco tímido.
– Joryleen, no soporto oírte hablar así -gimotea Ahmad.
– ¿Hablar como? ¿Aun tienes la cabeza en el país de Nunca Jamás árabe, Ahmad? Sólo intentaba ser clara. Mejor nos desnudamos y nos echamos en una de estas camas. ¡Tío, tenemos unas cuantas!
– Joryleen, quédate vestida. Te respeto igual que antes y, en cualquier caso, no quiero que me desvirguen hasta que me case como es debido con una buena musulmana, como dice el Corán.
– Pues ella te espera en el país de Nunca Jamás, corazón, pero yo estoy aquí, dispuesta a enseñarte el mundo.
– ¿Qué quieres decir con eso de «enseñarme el mundo»?
– Ya verás. Ni siquiera tienes que sacarte esa camisa blanca de moñas que me llevas, sólo los pantalones. Uf, en el instituto me ponían a cien, tan ajustaditos.
Y, con la cara a la altura de su bragueta, Joryleen abre los labios, no tanto como cuando cantaba pero lo suficiente para que él pueda ver sus profundidades. Las membranas interiores y las encías brillan bajo sus dientes, un perfecto arco color perla, con la gruesa lengua pálida al fondo. Abre interrogativamente los ojos cuando vuelve la mirada arriba.
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