– Mi madre está demasiado ocupada con sus cosas para mostrar curiosidad. La tranquiliza que tenga un empleo fijo, y que ayude en los gastos de casa. Por lo demás, compartimos el apartamento como perfectos desconocidos. -Cae en la cuenta de que eso no es del todo cierto. La otra noche, mientras estaban sentados a cenar, una comida poco habitual, cocinada con esmero, a la vieja mesa redonda donde él solía estudiar, su madre le preguntó si había notado algo «sospechoso» en la tienda de muebles. En absoluto, contestó él. Está aprendiendo a mentir. Para ser honesto con Charlie, le cuenta-: Creo que recientemente mi madre ha sufrido una de sus desventuras amorosas, porque la otra noche se destapó con un repentino interés por mí, como si hubiera recordado que yo también vivo allí. Pero se le pasará. Nunca nos hemos comunicado bien. La ausencia de mi padre siempre ha sido un obstáculo entre nosotros, y después mi religión, que adopté antes de entrar en la adolescencia. Es una mujer de carácter cálido, y sin lugar a dudas se preocupa de sus pacientes del hospital, pero creo que tiene tan poco talento para la maternidad como una gata. Las gatas dan de mamar a sus crías por un tiempo y después las tratan como a enemigas. Aún no he crecido bastante para ser el enemigo de mi madre, pero soy suficientemente maduro para ser el objeto de su indiferencia.
– ¿Qué piensa de que no tengas novia?
– Creo que para ella es un alivio, si es que se lo ha planteado. Tener un añadido a mi vida le complicaría la suya. Otra mujer, da igual lo joven que fuese, podría empezar a juzgarla y a encaminarla a cierto patrón de comportamiento convencional.
Charlie lo interrumpe:
– Ahora viene un desvío a la izquierda, creo que no en este semáforo pero sí en el siguiente. Ahí tomamos la Ruta 512 hasta Summit, donde dejamos las sillas y la mesa de cocina color canela. ¿Así que aún no has echado un polvo? -Interpreta el silencio de Ahmad como una confirmación y dice-: Bien. -La sonrisa con hoyuelos ha vuelto a su rostro. Ahmad está tan acostumbrado a ver a Charlie de perfil que se sorprende cuando el hombre se vuelve, en la sombra de la cabina, y le muestra ambos lados de la cara. Luego, Charlie devuelve la mirada al semáforo, que más allá del parabrisas se pone verde-. Llevas razón en lo de los anunciantes occidentales -señala, recuperando un viejo tema-. Nos atiborran de sexo porque significa consumo. Primero la bebida alcohólica y las flores que van con las citas, después la crianza y las compras que lo anterior conlleva, comida para bebé y todoterrenos y…
– Muebles color canela -apunta Ahmad.
Cuando Charlie no hace bromas, se pone tan serio que invita a que lo provoquen. El ojo solitario de su perfil parpadea, en la boca se le dibuja una mueca de bebedor, como si le hubiera subido un regusto agrio.
– Y una casa más grande, iba a decir. Estas parejas jóvenes gastan y se sumen en deudas que crecen y crecen, que es justo lo que quieren los usureros judíos. Es la trampa del «compra hoy y paga mañana», muy atractiva. -Pero no se olvida de la provocación, y prosigue-: Sí, somos mercaderes. Pero la idea de papá era vender a precios razonables. No empujar al cliente a comprar más de lo que se puede permitir. Sería malo para él y en consecuencia para nosotros. De hecho no aceptábamos tarjetas de crédito hasta hace un par de años. Ahora sí. Hay que adherirse al sistema -dice-, hasta que llegue el momento.
– ¿El momento?
– El momento en que lo reventemos desde dentro. -Suena impaciente. Parece pensar que el chico sabe más que él.
Ahmad le pregunta:
– ¿Y cuándo llegará ese momento?
Charlie reflexiona.
– Llegará cuando todo esté preparado. Puede que nunca o puede que antes de lo que creemos.
Desde el instante en que el otro hombre se ha descubierto al hablar de los usureros judíos, Ahmad se siente en equilibrio sobre un andamio de paja, en el vertiginoso espacio de sus creencias compartidas. Tras haber sido admitido, le parece, a un nivel inusitado de la confianza de Charlie, él a su vez confiesa:
– Yo tengo un Dios al que me dirijo cinco veces al día. Mi corazón no necesita otras compañías. La obsesión por el sexo revela la vacuidad de los infieles, y sus miedos.
Animándose, Charlie manifiesta:
– Oye, no lo critiques hasta que lo pruebes. Bueno, ya hemos llegado. El ochocientos once de Monroe Street. Una mesa y cuatro sillas de cocina, marchando.
El edificio es un híbrido de estilo colonial, ladrillo rojo y madera blanca, en un jardín bien cuidado. La joven señora de la casa, una estadounidense de origen chino, sale por el sendero de losas a recibirlos. Mientras los dos hombres van entrando las sillas y la mesa ovalada, sus dos hijos, una niña de edad preescolar que lleva un mono fucsia con patitos bordados y un bebé, que todavía gatea, con una camiseta manchada de comida y los pañales caídos, observan el espectáculo y arman jaleo, como si les estuvieran trayendo un par de nuevos hermanitos. La joven madre, feliz por la nueva adquisición, intenta darle a Charlie una propina de diez dólares, pero él la rechaza, con lo que le enseña una lección de igualdad estadounidense.
– El placer ha sido nuestro -le dice-. Disfrútelos.
Ese día deben entregar catorce pedidos más, y cuando vuelven de Camden las sombras ya se han alargado en Reagan Boulevard, y el resto de tiendas ya han cerrado. Llegan por el oeste. Junto a Excellency Home Furnishings, en la otra acera de la Calle Trece, hay un negocio de neumáticos que había sido una estación de servicio; la isleta de los surtidores de gasolina sigue donde estaba, pero no los surtidores. Al lado, se levanta una funeraria, cuyas dependencias ocupan lo que era una mansión privada antes de que esta parte de la ciudad se volviera un barrio de servicios. Tiene un amplio porche con toldos blancos y un letrero discreto, UNGER amp; SON, clavado en el césped. Aparcan el camión en el solar y suben con cansancio a la sonora plataforma de carga, entran por la puerta trasera y se dirigen al vestíbulo, donde Ahmad ficha.
– No olvides -lo avisa Charlie- que te espera una sorpresa.
El recordatorio pilla a Ahmad desprevenido; en el transcurso de la larga jornada se le había borrado de la cabeza. Ya está algo mayor para juegos.
– Te espera arriba -dice Charlie en voz muy baja, para que no lo oiga su padre, que se queda a trabajar hasta tarde en el despacho-. Cuando termines, sal por atrás. Y pon la alarma.
Habib Chehab, calvo como un topo en su mundo subterráneo de muebles nuevos y usados, aparece por la puerta de su despacho. Está pálido incluso después de un verano al sol de Pompton Lakes, con la cara enfermizamente abotargada, pero saluda a Ahmad con jovialidad.
– ¿Cómo le va a este chico?
– No me puedo quejar, señor Chehab.
El viejo contempla a su joven conductor, siente la necesidad de añadir algo, de coronar un verano de leal servicio.
– Eres el mejor -dice-. Cientos de kilómetros, muchos días haces trescientos o cuatrocientos, y ni un golpe, ni un rasguño. Y ninguna multa. Excelente.
– Gracias, señor. El placer ha sido mío. -Es una frase, se da cuenta, que le ha oído decir a Charlie ese mismo día.
El señor Chehab lo mira con curiosidad.
– ¿Vas a seguir con nosotros, ahora que terminan las vacaciones?
– Claro. ¿Qué voy a hacer, si no? Me encanta conducir.
– Bueno, pensaba que los chicos como tú, listos y obedientes, queríais seguir estudiando.
– Me lo han propuesto, señor, pero de momento no me atrae.
Más formación, teme, podría debilitar su fe. Algunas dudas que le habían surgido en el instituto podrían terminar siendo irreversibles en la universidad. El Recto Camino lo llevaba por otra dirección, más pura. No sabría cómo explicarlo mejor. Ahmad se pregunta hasta qué punto el viejo está al corriente del dinero oculto, de los cuatro hombres en el bungalow de la costa, del antiamericanismo de su propio hijo, de los contactos de su hermano en Florida. Sería raro que no tuviera algún conocimiento de estos movimientos; pero las familias, como Ahmad sabe por la suya, son nidos de secretos, de huevos que se rozan pero que conservan cada uno su vida independiente.
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