– ¿En la tele? No. ¿Lo hay?
– No, pero… -se nota tensión en su titubeo, como en los silencios de los culebrones- a veces se filtra algo. Las cosas salen a la luz antes de lo que debieran.
– ¿Qué es lo que tiene que salir a la luz? -pregunta Beth, a sabiendas de que hacerse la ignorante es la mejor manera de sonsacarle información a Hermione, que tiende a ser mandona con su hermana.
– Nada, cariño. Por supuesto que yo no puedo decirte nada. -Pero, incapaz de soportar el silencio de Beth, prosigue-: Hay rumores en Internet. Creemos que se está preparando algo.
– Cielos -exclama dócil Beth-. ¿Y cómo se lo está tomando el secretario?
– El pobre. Es tan concienzudo en su trabajo, con todo el peso del país encima, que, la verdad, a veces temo que pueda con él. Tiene la tensión alta, ya sabes.
– En la tele parece que está bien de salud. De todos modos, creo que debería cambiar de peinado. Le da un aspecto beligerante. Hace que los árabes y los progresistas se pongan a la defensiva.
Beth no puede quitarse de la cabeza que le apetece otra galleta de avena y pasas, imagina cómo crujiría en su boca, con la saliva apartaría las pasas y juguetearía con ellas en la lengua hasta el momento de engullir. Antes solía sentarse a charlar por teléfono con un cigarrillo, pero cuando el jefe del servicio federal de sanidad empezó a repetirle que era perjudicial, lo dejó y ganó trece kilos el primer año. ¿Por qué le iba a importar al gobierno que la gente se muriese? No es que fuera su amo. Con menos individuos a quienes mandar, pensaba, irían más aliviados. Pero, claro, el cáncer de pulmón era un lastre para la seguridad social, y a la economía le suponía un coste extra en productividad de millones de horas de trabajo.
– Me da la impresión -apunta Beth, queriendo ayudar- que muchos de estos rumores son simples gamberradas de chavales de instituto y universitarios. Algunos, lo sé, se dicen mahometanos sólo para molestar a sus padres. Ahí tienes, por ejemplo, al chico con el que Jack ha hecho algunas tutorías. Se cree que es musulmán porque el haragán de su padre lo era, y encima no le hace ni caso a su madre, una irlandesa católica y muy trabajadora. Ponte por un momento en la piel de nuestros padres, ¿qué habrían dicho si hubiéramos aparecido en casa del brazo de un musulmán diciendo que nos queríamos casar?
– Bueno, tú casi lo hiciste -replica Hermione, como revancha por la crítica al peinado.
– Pobre Jack -prosigue Beth, recuperándose de la calumnia-, se ha esforzado muchísimo por arrancar a ese chico de las zarpas de su mezquita. Son como los fundamentalistas baptistas pero en peor, porque no les importa morir. -Conciliadora nata, quizá todas las hermanas pequeñas lo sean, vuelve al tema favorito de Hermione-: A ver, ¿qué es lo que le preocupa tanto estos días? Al secretario, vaya.
– Los puertos -la respuesta llega rápida-. Cada día entran y salen de los puertos de Estados Unidos cientos de buques portacontenedores, y en al menos el diez por ciento de ellos no se sabe qué hay. Podrían estar introduciendo armamento atómico bajo la etiqueta de cuero argentino o cosas así. El café de Brasil. ¿Quién sabe si es café? O piensa en esos inmensos buques cisterna, no sólo los petroleros, pongamos también los que llevan propano líquido. Así lo transportan, licuado. ¿Qué crees que podría pasar en Jersey City o en el puente de Bayonne si pudieran meter ahí unos cuantos kilos de Semtex o de TNT? Beth, sería una conflagración: miles de muertos. O en los metros de Nueva York, mira en Madrid. O lo que pasó en Tokio hace unos años. El capitalismo ha sido tan abierto… y así tiene que ser, para que funcione. Piénsalo, un puñado de hombres con rifles de asalto en un centro comercial, en cualquier parte del país. O en Saks o Bloomingdale's. ¿Te acuerdas de los viejos almacenes Wanamaker? ¿Y de lo contentas que íbamos allí cuando éramos niñas? Nos parecía un paraíso, sobre todo las escaleras mecánicas y la sección de juguetes del último piso. Todo eso terminó. Los estadounidenses ya no podemos volver a ser felices.
A Beth le sabe mal por Hermione, que se lo tome todo tan a pecho, y dice:
– Oh, la mayoría de las personas todavía va tirando, ¿no? Siempre hay algún peligro en la vida. Epidemias, guerras. Tornados en Kansas. Y la gente sale adelante. Sigues viviendo hasta que te ves obligada a parar, y al rato ya estás inconsciente.
– Eso, eso es, Betty, nos quieren obligar a parar. En todas partes, en cualquier parte. Lo único que se necesita es una bomba, unas cuantas armas. Una sociedad abierta está muy indefensa. Todos los logros del mundo moderno y libre son tan frágiles…
Hermione es la única que no dejó de llamarla Betty, y sólo cuando se sentía ofendida. Jack y los compañeros de universidad la llamaban Beth, y después de casarse incluso sus padres intentaron cambiar la costumbre. Para arreglar el pequeño desliz, Hermione la corteja intentando hacerla partícipe de su propio encaprichamiento con el secretario.
– Él y los expertos, todos tenemos que pensar día y noche en las posibilidades más terribles. Por ejemplo, Beth, en los ordenadores. Los hemos integrado tanto en el sistema que ahora no hay quien no dependa de ellos, no sólo las bibliotecas sino la industria, y también los bancos, las bolsas, las compañías aéreas, las centrales nucleares… y podría seguir un buen rato.
– No lo dudo.
Hermione no capta el sarcasmo y prosigue: -Podría producirse lo que llaman un ciberataque. Tienen esos gusanos que eluden los cortafuegos y ponen unos applets , así los llaman, que envían mensajes encubiertos con la descripción de la red en que han penetrado y lo paralizan todo, poniendo patas arriba lo que denominan tablas de encaminamiento, y alcanzando las pasarelas de protocolo para que no se cuelguen sólo las transacciones bursátiles y los semáforos sino todo: las redes energéticas, los hospitales, el propio Internet, ¿puedes creértelo? Los gusanos se programarían entonces para multiplicarse y multiplicarse hasta el punto de que incluso la televisión que estabas viendo se quede a la virulé, o que en todos los canales no saliera otra cosa que Osama Ben Laden.
– Herm, querida, no había oído a nadie decir «a la virulé» desde que estaba en Filadelfia. ¿Y no es cierto que esos gusanos y virus se envían a todas horas y que luego resulta que han salido de la habitación mugrienta de algún quinceañero infeliz e inadaptado de Bangkok o del Bronx? Causan algún estropicio pero no se cargan el mundo. Los pillan y a veces los meten en la cárcel. Además, te olvidas de todos los hombres listos, y también de las mujeres, que diseñan esos cortafuegos o como se llamen. Seguro que son capaces de ir por delante de unos cuantos árabes fanáticos, porque, la verdad, no es que ellos inventaran el ordenador, más bien fuimos nosotros.
– No, pero inventaron el cero, como puede que no sepas. No les hace falta descubrir el ordenador para eliminarnos. El secretario lo llama ciberguerra. En eso andamos metidos, nos guste o no, en la ciberguerra. Los gusanos ya están ahí fuera, sueltos; cada día el secretario tiene que examinar cuidadosamente cientos de informes que lo ponen sobre aviso de posibles ataques.
– Los ciberataques.
– Exacto. A ti te parece divertido, lo noto en tu voz, pero no lo es. Es serio, pero que muy serio, Betty.
La silla Shaker empieza a hacerle daño. En aquella época debían de tener otros tipos de cuerpo, los cuáqueros y los puritanos: filosofías diferentes sobre el bienestar y las comodidades.
– No me parece divertido, Herm. Desde luego que pueden suceder cosas muy malas, algunas de hecho ya han ocurrido, pero… -Ha olvidado a qué precedía el «pero». Se le ocurre ir hasta la cocina estirando al máximo el cordón telefónico y buscar en el cajón de las galletas. Le encanta la textura de éstas en concreto, que sólo venden en la tienda anticuada, en la Calle Once a mano izquierda. Jack va a comprarlas ahí por ella. Beth se pregunta cuándo volverá su marido; parece que las tutorías cada vez duran más-. Pero últimamente no tengo noticia de muchos ciberataques.
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