Muchos de sus colegas en la biblioteca de Clifton y todos los jóvenes que entran y salen llevan teléfonos móviles en los bolsos o colgados del cinturón, pero Jack dice que es una estafa, las tarifas se disparan, como ocurrió con la televisión por cable, de la que se encaprichó ella, no él. La supuesta revolución electrónica, en palabras de Jack, no es más que una sucesión de ardides para sacarnos dinero cada mes, sin que nos demos cuenta, por la cara, por servicios que no necesitamos. Pero con el cable la imagen es realmente más nítida -ni sombras ni temblores ni saltos- y la oferta es tan variada que no hay color. El propio Jack se pone algunas noches el History Channel. Pese a que afirma que los libros son mejores y profundizan más, casi nunca termina ninguno. Sobre los teléfonos móviles textualmente le dijo, sin tapujos, que no quería estar disponible a todas horas, sobre todo si estaba en alguna sesión de tutoría; si había alguna urgencia, que llamara al 911, no a él. No estuvo muy fino. En cierto sentido, ella lo sabe, a Jack no le importaría verla muerta. Serían ciento diez kilos menos sobre sus hombros. Pero también sabe que nunca la dejará: por su sentido judío de la responsabilidad y una lealtad sentimental que también debe de ser judía. Si te han perseguido e injuriado durante dos mil años, ser fiel a tus seres queridos es simplemente una buena táctica de supervivencia.
Realmente son especiales, la Biblia no andaba equivocada en eso. En el trabajo, en la biblioteca, son los que hacen todas las bromas y vienen con las ideas. Hasta que conoció a Jack en Rutgers, era como si nunca la hubiera tocado la electricidad humana. Las otras mujeres con quien él había tratado, incluida su madre, debían de haber sido muy listas. Muy intelectuales, al estilo judío. A él, ella le pareció divertida, muy relajada, desenfadada y, aunque nunca llegó a confesarlo, ingenua. Le dijo que ella había crecido en el seno del Dios papá oso luterano. Supo quitarle el envoltorio a sus nervios y pegarse a ella: se le metió bien adentro, la ocupó por completo; por entonces él era más delgado, y también más pagado de sí mismo, un profesor nato, al parecer, con mucha labia, siempre con una réplica a punto, creía que llegaría a escribir los chistes a Jack Benny, ¿o en esa época era a Milton Berle?
Quién sabe por dónde andará ahora, en este día de verano increíblemente bochornoso en que ella apenas puede moverse. Preferiría estar trabajando, al menos ahí disponen de un aire acondicionado que funciona bien; el que tienen encajonado en la ventana del dormitorio apenas logra hacer más que ruido, y Jack siempre ha mantenido que le dolería en el bolsillo la factura de la luz si pusieran uno en el piso de abajo. Hombres: siempre fuera, participando en la sociedad. Ella tiene un carácter más tranquilo, sobre todo al lado de Hermione, cuya verborrea sobre sus teorías e ideales nunca cesa. Sus padres la volvían loca, decía, aceptando siempre lo que les echaban en el plato los sindicatos y los demócratas y el Saturday Evening Post , mientras que Elizabeth encontraba consuelo en la indigesta pasividad de los progenitores. Siempre se había sentido atraída por los lugares tranquilos, parques, cementerios y bibliotecas antes de que los invadiera el bullicio, le gusta incluso que tengan hilo musical, como los restaurantes; la mitad de lo que la gente sacaba en préstamo eran cintas de vídeo, ahora DVD. De niña le había encantado vivir en Pleasant Street, a sólo un paseo de Awbury Park, con tanto verde, y un poco más allá, el jardín botánico, el Arboretum, dejando atrás la Chew Avenue; con el sauce llorón que la rodeaba como un enorme iglú de hojas, y su noción del Paraíso que colgaba atrapada, de algún modo, en las copas balanceantes de esos árboles altos, altísimos, los álamos que mostraban, mientras corría un soplo de brisa, sus blancas partes inferiores, como si en su interior habitaran espíritus…, era comprensible que en tiempos remotos los pueblos primitivos adoraran a los árboles. En la otra dirección, en el tranvía que iba por Germantown Avenue, justo a una manzana de su casa, se llegaba a Fairmont Park, que en verdad era interminable, atravesado por el río Wissahickon. La parada estaba ante el seminario luterano, con sus encantadores edificios antiguos de piedra y sus seminaristas, tan jóvenes y guapos, y entregados; podías verlos en los paseos, a la sombra. Por entonces no existía todavía todo eso de la música con guitarras ni la ordenación de mujeres ni el debate sobre los matrimonios entre personas del mismo sexo. En la biblioteca, los muchachos hablan tan alto como si estuvieran en las salas de estar de sus casas, y lo mismo en los cines, se han perdido los modales, la televisión ha echado a perder la buena educación. Cuando Jack y ella vuelan a Nuevo México para visitar a Markie en Albuquerque, no hay más que ver la irrespetuosa forma de vestir del resto de los pasajeros, con pantalones cortos y lo que parecían pijamas: la televisión ha hecho que la gente se sienta en casa en todas partes, sin importarles su aspecto, había hasta mujeres tan gordas como ella en pantalón corto; no deben de mirarse nunca al espejo.
Al trabajar cuatro días a la semana en la biblioteca, no puede ver con la frecuencia necesaria los seriales de mediodía para estar al tanto de todos los giros de las tramas, pero éstas, hasta tres o cuatro entrelazadas, como se hace ahora, se desarrollan lo bastante lentas como para que tampoco sienta que ha perdido el hilo. Se ha convertido en una costumbre a la hora del almuerzo. Se prepara un bocadillo o una ensalada o las sobras de hace un par de noches recalentadas en el microondas -parece que Jack ya es incapaz de terminarse lo que hay en el plato- y de postre un poco de tarta de queso o unas cuantas galletas, de avena y pasas si le da por controlarse, se acomoda en la butaca y se deja llevar por las imágenes: actores y actrices jóvenes, generalmente dos o tres a la vez en alguno de esos platós que parecen demasiado grandes, y con todo recién comprado como para ser una habitación de verdad, con cierto eco escénico en el aire y esa especie de zumbidos que ponen en todos los programas, no la música de órgano de los seriales radiofónicos sino unas notas sintetizadas -ésa es la palabra, deduce- que en ocasiones suenan casi como un arpa y en otras como un xilófono con acompañamiento de violines, todo como de puntillas para dar sensación de suspense. La música subraya las confesiones dramáticas o las frases de las discusiones que dejan a los actores mirándose fijamente los unos a los otros en primeros planos, aturdidos, con globos oculares que brillan por la pena o el rencor, cruzando constantemente pequeños puentes en la rejilla interminable de sus relaciones: «No me importa para nada el bienestar de Kendal…», «Seguramente sabías que Ryan nunca quiso tener hijos, lo aterraba la maldición familiar…», «Tengo la impresión de que toda mi vida se me ha escapado de las manos. Ya no sé quién soy ni qué pienso…», «Lo veo en tus ojos, todo el mundo quiere a los ganadores…», «Tienes que respetarte más y alejarte de ese hombre. Deja que tu madre se quede con él si eso es lo que quiere: están hechos el uno para el otro…», «En serio, me odio con todas mis fuerzas…», «Es como si estuviera perdida en el desierto…», «Jamás he pagado por sexo, y no voy a empezar ahora». Y a continuación una voz, menos furiosa y asustada, hablándole al espectador: «Las curvas femeninas a veces causan rozaduras. Los fabricantes de Monistat entienden este problema íntimo, y por eso presentan ahora un producto insólito. Nunca antes ha visto nada parecido».
A Beth le parece que las actrices jóvenes tienen una manera nueva de hablar, rizando los finales de las frases en el velo del paladar como si fueran a hacer gárgaras, y también un aspecto más natural, o menos postizo y plastificado que el de los jóvenes que salen, cuya apariencia es la de simples actores; a diferencia de las actrices, que no recuerdan tanto a una Barbie, éstos son más como Ken, el compañero de la muñeca. Cuando hay tres personajes en pantalla, por lo general son dos mujeres rebajándose por un pimpollo que queda al margen, con gesto sufrido y mandíbula pétrea; si son cuatro, uno de los hombres es un tipo mayor, de precioso cabello entrecano, como el busto del «Antes» en los anuncios de Grecian 2000, y los torbellinos cruzados que flotan en el aire se van volviendo más tupidos hasta que una música ascendente y estremecedora los rescata momentáneamente para dar paso a otro racimo de «consejos». A Beth le fascina pensar que así es la vida: competencias, azuzadas por la codicia, el sexo y los celos que llegan al extremo del asesinato, y todo ello supuestamente entre gente corriente de Pine Valley, una típica comunidad de Pennsylvania. Ella es de ese estado y nunca vio un lugar igual. ¿Qué es lo que se ha perdido en su vida? «Tengo la impresión de que toda mi vida se me ha escapado de las manos», dijo una vez un personaje de All My Children , quizás Erin. O Krystal. La frase atravesó a Beth como una flecha. Unos padres que la querían, un matrimonio feliz aunque no del todo convencional, un maravilloso hijo único, un trabajo que la estimulaba intelectualmente, no sujeto a esfuerzos físicos, prestando libros y buscando información en Internet: el mundo se ha conjurado para volverla blanda y obesa, aislada de las pasiones y los peligros que crepitan allí donde las personas entran verdaderamente en fricción con sus semejantes. «Ryan, créeme, quiero ayudarte, de verdad, haría lo que fuera; envenenaría a tu madre por ti si me lo pidieras.» Nadie le dice cosas así a Beth. Lo más extravagante que le ha pasado fue que sus padres se negaron a asistir a su boda por lo civil con un judío.
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